jueves, 17 de noviembre de 2011

PAZ Y POESÍA: 13 de noviembre de 2011

Aquí la reseña de nuestro evento, con fotos, textos y grabaciones:

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domingo, 6 de noviembre de 2011

martes, 18 de octubre de 2011

Los alambiques exactos de Portishead




A Jorge, Ana y Vania

Ella se sumerge en trance, nos lleva en trance por caminos ríspidos y de terciopelo. Es grande y tan pequeña: enorme, se levanta en nada más que en su voz. Sabe a dónde va, y toda su fuerza se sostiene en el pulso que nos comunica. Poderosa, sabe su arte: Beth Gibbons enriquecida en tiempo.

En un erial de más inercia que música, exceso de ruido, sobredosis de mercadotecnia y ausencia de talento, el arte se levanta como flama entre la nieve: perla en bisutería. Así Portishead el sábado 15 de octubre en el grandilocuente festival de música en el que compartió escenario con propuestas imberbes (algunas) o poco sólidas (la mayoría).

17 años después de Dummy, el tiempo ha puesto en su lugar a Gibbons y a Barrow, un par de desempleados de Bristol que, al encontrarse, crearon no una hoguera, sino un volcán en una obra magra, construida a pulso y sin desperdicio.

La voz de los primeros tres sencillos, “Numb”, “Sour Times” y “Glory Box” es la misma que nos entregó Gibbons el sábado: profundidad, sutileza y oscuridad.  “Wandering stars, for whom it is reserved. The blackness of darkness forever”, y el escenario se pone azul, como ella, mujer celeste cuyo murmullo se eleva en huracán —la potencia desmedida de lo sutil.

Luego nos canta “As she walks in the room / scented and torn / hesitating once more”, pero no, ella no vacila, de principio a fin se sostiene del micrófono, con los ojos entrecerrados, entregada a su canto. No, no vacila. Y mientras canta “The Rip” el video que conocemos se desborda en las pantallas, como un reflejo de los que observamos: el vuelo, las calaveras, la multitud.

El trío de Beth Gibbons, Geoff Barrow y Adrian Utley nos entregó un sonido color rojo sangre que a estas alturas ya tiene lustros: “Give me a reason to love you / Give me a reason to be a woman”.

Amargura en estocada dulce, guitarra en soliloquio y abstracción para los ojos: la mezcla es efectiva, sostiene su tradición en un descubrimiento que nos hechiza. Sí, Gibbons hechiza a la tribu en vivo, más de quince años después de que su primer disco fuera incluido entre los mejores álbumes que han existido.

Nos han hecho esperar durante largas pausas, pero lo que nos han entregado no admite la depuración. Hemos recibido la pulcritud de obras sin aristas, decantadas —también en vivo— en alambiques exactos. 

María Vázquez Valdez 

martes, 11 de octubre de 2011

Paz y Poesía

Se invita, se informa, se inspira:

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miércoles, 28 de septiembre de 2011

EN VUELO


He viajado a los confines de la belleza,
al sitio donde nace el río
claro y profundo de la vida

En fractales todo cambió de configuración
y se abrieron mundos desconocidos,
brillantes himnos,
tambores hondos,
luciérnagas de fuego

Todo está ahí
y yo no lo veía
hasta que me quité
para que existiera

Y entonces ocurrió el milagro:
me salieron alas,
                        el salmón alcanzó las cimas
tras todas las tormentas.

Al fin la oruga vio la luz,
y se asombró de tanta suculencia,
y la mariposa bailó con el pulso
de la tierra,
describiendo dibujos infinitos
de brillo incalculable.

Foto y poema:
María Vázquez Valdez


FLYING

I have journeyed to beauty’s circumference
to the place where the clear deep
river of life is born

Configuration of all things shifted in fractals
and unknown worlds revealed themselves,
brilliant hymns,
deep drums,
dancing fireflies

It is all there
and I didn’t see it
until I removed myself
so it could exist

Then the miracle occurred:
I sprouted wings,
salmon pink reached those heights
after all the storms.


The caterpillar saw light at last,
and was surprised by its taste,
and the butterfly danced
with earth’s pulse,
describing infinite images
of incalculable brilliance.

Translation by Margaret Randall

domingo, 14 de agosto de 2011

La peste (de Camus): la vida y nada más


Pintura de Jorge González Badiali

María Vázquez Valdez

Orán es una ciudad contradictoria. Podría ser esta ciudad o cualquier rincón del mundo, con un ritmo frenético y a la vez monótono. Es una presa dócil atacada de pronto por la peste, que crece como incendio inadvertido, dejando a su paso una evidencia tan inobjetable como ignorada: cientos de ratas que anuncian la muerte y germinan de las profundidades para anunciar no lo que nace, sino lo que está próximo a morir.

La peste, con hambre insaciable, arrasa con barrios enteros y multiplica muertos que se vuelven cifras y humo de crematorios y actos repetitivos en cementerios, calles y hospitales.

Como un ser vivo, Orán se sumerge poco a poco en la amargura y la desesperación, en los gritos y la caída en el sinsentido. De pronto, para Orán la vida es la peste, y la peste es la muerte. Así, la vida se convierte en la muerte, y en medio de la emergencia se tiñe de actitud indiferente ante lo inevitable, pero también de lo contrario: de una suma de fuerzas contra la nada.

La peste me recuerda a El proceso, el proceso de la peste me recuerda a Kafka y sus oraciones polisémicas, y lo absurdo de El proceso me recuerda a La peste y sus escenarios laberínticos arrasados por las contradicciones.

Sin embargo, en La peste palpita una esperanza que no nos sostiene en El proceso. En palabras del protagonista, Bernard Rieux, al final la peste nos da la lección, “algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. Así lo vemos en los personajes de Albert Camus, que aun con sus claroscuros encuentran un sentido de dignidad al borde de la muerte, donde más allá sus acciones no encontrarán ningún reconocimiento, si acaso el riesgo de la muerte entre dolores insoportables, ni la promesa de una vida eterna que muestra en la caída que no tiene una mano que tender.

Los claroscuros y contradicciones los teje aquí Camus con seis protagonistas: Rieux, Tarrou, Paneloux, Rambert, Cottard y Grand. Hay que decirlo, todos son hombres: La peste es un libro eminentemente masculino. No tenemos mujeres más que en escenarios eventuales o en coyunturas ausentes. Apenas se asoman al principio en la esposa del doctor, a salvo de la peste pero no de la muerte y la separación, o en los ojos inquisitivos de su madre, dolida por el escape de Rieux en la abstracción, o entregada al cuidado bondadoso de Tarrou.

Camus nos entrega a sus personajes sin aspavientos ni condecoraciones. Tenemos a seres humanos que emergen en la cotidianeidad, como surge la imagen en el papel emulsionado al contacto con el revelador. Poco a poco. Emergiendo como una figura que no pretende dibujar a nada más que a un hombre. No a un héroe, no a un villano, no a un santo ni a un pecador. Tenemos hombres solamente, con destinos determinados por sus actos.

Así, tenemos a un Bernard Rieux entregado a su labor como médico, absorto en la situación como un antídoto contra la desesperación. Tenemos a un Tarrou capaz de narrar, de ser testigo y actor autoinmolado para resarcir las faltas morales de su padre. Tenemos a un Rambert desesperado por irse y determinado a quedarse, a un Cottard que sólo puede encontrar la tranquilidad en medio de la desgracia, y cuya desgracia es la tranquilidad de los otros, y a un Grand de corazón tan grande como su apellido, su obsesión lingüística y su resistencia.

Aquí ni los pragmáticos ni los místicos tienen coartada con la muerte. El mismo Rieux admite que su papel y su esfuerzo se reducen a organizar el camino de los desahuciados a la tumba. Nada que hacer, en medio del absurdo, al que los personajes se someten a juicio, como es el caso de Tarrou, el último chivo expiatorio, un trueque final con la epidemia. Y así, tan absurdo, Rieux, luchando denodadamente por salvar vidas, pierde la de su mujer a la distancia. Y Cottard, el único beneficiado por el anonimato hipnótico de la peste, se queda al descubierto de sí mismo y su paranoia una vez que el destino arranca los últimos vestigios pestíferos de Orán.

Y en el absurdo también se someten los protagonistas a una existencia sin dios, donde hasta los grupos más religiosos son diluidos por la peste, o los religiosos más firmes caen en la duda de lo inobjetable: una muerte sin la piedad que clama una fe ciega. Tal es el caso de Paneloux, etiquetado como “caso dudoso”, que es el botón de muestra de la pérdida de la fe a medio camino de la tragedia, traducida en desesperanza y muerte.

Rieux nos narra la historia, es el personaje protagónico, pero es quizá Rambert con quien Camus se identifica más, por su condición de periodista. Pero es a Rieux a quien el autor lanza al consuelo de lo abstracto, para sumergirlo en lo más concreto: el combate con la muerte. La diferencia entre Rieux y Paneloux es radical, y por momentos pareciera ser la tesis que defiende La peste. Ante el sufrimiento y la muerte las creencias resultan tan evanescentes como fantasmas. No se concretan en el hecho determinante de respirar o dejar de hacerlo.

Paneloux dice a Rieux que quizá debemos amar lo que no podemos comprender, cuando muere el hijo del juez Othon en un sufrimiento más intenso que el de otras víctimas de la peste. Rieux lo confronta y niega poder amar una creación donde los niños son torturados. Pero luego defiende el vínculo que los une más allá de blasfemias y plegarias, porque en esta historia tenemos la vida solamente, más allá de las creencias religiosas o ideológicas, más allá incluso del ideal del amor, que, como muestra la novela, si no es en el aquí y el ahora se reduce a no ser, a no estar, como sucede en el caso de las mujeres de Rambert y Rieux, casi inexistentes de tan ausentes.

Las circunstancias ponen en su lugar a los sentimientos y los actos. Rambert, aún decidido a irse, le dice a Tarrou que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no le interesa. Morir por una idea es un sacrificio inútil, dice, pero Rieux, dulcemente, descubre la verdad sin elocuencia: “el hombre no es una idea”. Cuando Tarrou le dice a Rambert que la mujer de Rieux está internada a cientos de kilómetros de distancia, ese acto desnudo eclipsa la idea y el sentimiento. Es el acto lo que cambia a Rambert. Es el acto el que prevalece.

La peste no es una novela de detalles, no describe con precisión la secuencia vital de ninguno de sus personajes. Nos entrega, eso sí, la radiografía de toda la ciudad, su estado de ánimo, su sicología afectada, sus procedimientos improvisados. De pronto la ciudad es un sujeto, un organismo que actúa de determinada forma. Así tenemos a momentos, por ejemplo, a “una ciudad saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, y gemiendo como una isla desdichada”.

Y también tenemos que la peste es a ratos un sujeto con su propia lógica, o con total ausencia de ella, que de pronto imparte una justicia arrasadora hasta en los sitios más injustos, como la cárcel, y alcanzando a todo el mundo, todos alimentados, lo dice el autor, con el mismo pan del exilio. Hacia las páginas finales, la peste es un sujeto que pierde su efectividad, que se cansa y pierde el dominio de sí misma y su “eficacia matemática”.

Y a pesar de estar al límite de la nada, esta no es tampoco una historia apocalíptica. Tampoco intenta Camus darnos un sermón por medio de Paneloux, pero tampoco en su contra, ni mostrarnos la actitud ideal para el hombre en medio de la devastación. No hay panegíricos aquí, pero tampoco denostaciones, sólo hay hechos.

Y en estos escenarios el amor se vuelve un fardo pesado y estéril, “una paciencia sin porvenir y una esperanza obstinada”, escribe Camus. Y sin embargo, cuando Rieux ve llorar a Grand, en la desesperación, admite para sí mismo que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón”.

Al final, sin embargo, Rieux comprende bien que “querer a alguien no es gran cosa, o más bien, el amor no es nunca lo suficientemente fuerte como para encontrar su propia expresión”. El acto es lo que construye al hombre y a su amor, a su idea.

“No tengo afición al heroísmo ni a la santidad”, le dice el doctor a Tarrou. “Lo que me interesa es ser hombre”. Tarrou admite buscar lo mismo, pero, le dice, “yo soy menos ambicioso”. Así, la ambición máxima es ser hombre.

Y en ese mismo diálogo, que pareciera ser el clímax de la historia, dice Tarrou al doctor, “he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste... Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello”.

Cada uno lleva en sí mismo la peste, dice, “porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca”. Así, nos pone de nuevo en el tablero la acción consciente, cuando dice que “el hombre íntegro, el que no afecta a casi nadie, es el que tiene el menor número posible de distracciones”. Tarrou acepta que en el mundo hay plagas y víctimas, y que hay que negarse a como dé lugar a estar con las plagas. Así pues, se convierte en víctima. En la última víctima de esta historia.

Hacia el final, cuando la enfermedad se agota a sí misma, surge la esperanza como un nuevo actor, acaso más devastador que el mismo miedo y la desesperación, y es entonces cuando Orán comprende que es más fácil destruir que construir. Es más fácil caer que levantarse. De golpe, la salida del exilio resulta tan intempestiva que, como sabía Rambert, “la alegría es una quemadura que no se saborea”.

Y esos gritos de dolor que infestaran Orán en una hoguera de padecimientos se transforman en gritos de alegría de los habitantes, que de pronto se sienten a salvo. ¿A salvo de qué? El absurdo final es que a salvo de nada. Ese trayecto hacia la muerte sólo cambia de vestiduras y de síntomas para unos y para otros. La muerte llegará, y se sigue incubando, en forma de peste o de cualquier otra cosa.

Finalmente Rambert cuestiona si la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón de los hombres, y atestigua también que, para quienes la epidemia venció a sus seres queridos, la peste continúa para siempre.

Y así entendemos que para todos continúa la peste, para siempre, cuando el viejo asmático nos da la clave: ¿qué es la peste? Es la vida y nada más. Rieux, ante la ausencia de su esposa y de su amigo, acaba entendiendo que “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”, y qué es el conocimiento sino “un calor de vida y una imagen de muerte”.

Y para todos, la peste no muere ni desaparece jamás, nos dice el autor, sino que espera pacientemente en los escenarios cotidianos hasta despertar a las ratas de una ciudad cualquiera, de esta ciudad o de una Orán contradictoria, con mujeres y hombres y sin héroes ni villanos.
 
La peste
Albert Camus
1967
255 pp.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Testigo de Piedra

Presentación de Testigo de Piedra,
poemario de Margaret Randall

Traducción del libro: María Vázquez Valdez

Obra original: Stones Witness

Festival Cultural Zacatecas 2011
Programa académico

Jueves 21 de abril de 2011
13 horas

Foyer del Teatro Calderón

¡Todos invitados!

sábado, 8 de enero de 2011

BREVE ATISBO A LA INDIA EN CINCO POEMAS



María Vázquez Valdez



FUEGO EN CACHEMIRA

Cachemira es alta
Suena a tumulto de águilas           
Es glacial en invierno,
firmamento espigado
en el que se contemplan
los Himalayas

Cachemira huele a cicatriz,
a un Pakistán escindido,
a la India que reverbera en sus mezquitas,
India musulmana
cubierta de lana de oveja,
casas de madera y shikaras que se deslizan
sobre un espejo de agua

Tan cerca del Tibet
y al pie de Nepal,           
la provincia más altiva
del inmenso territorio hindú
contiene a Srinagar,
que desde el cielo
es un puñado de casas plateadas
tocadas por el río
como piezas lanzadas desde lo alto,
y los Himalayas
aparecen protuberantes,
coronados de blanco
nubes                        nieve
se pierden en el horizonte,
familia de raigambre inescrutable

Tan blanca en invierno,
helada magnitud,
Cachemira suena a cicatriz

            Al tocarla se cimbra
como piel herida

En sus muros alguien arañó
We want freedom!,
y sus habitantes saben
que un pedazo de su tierra
aúlla en Pakistán

Pero el ‘47 fue tan violento,
tanta sangre vuelta polvo
que la ruptura se volvió destino

Y ahora Cachemira,
            tan alta,
tan diamante en el anillo,
apenas desciende sus ojos
color azafrán,
entre pájaros que se funden
            enjambres esbeltos en la niebla
           
Hay fuego en Cachemira

            Fuego sagrado en el centro
de los hogares,
fuego en el kangri que calienta las manos,
fuego en los Himalayas
que esculpe con rayos
las siluetas de gigantes pertrechados

Hay fuego en el amanecer,
sol rojo sangre
que se alza
tras el blanco iridiscente
           
Hay fuego en las mezquitas
que reverberan en la madrugada
con un zumbido que crece,
            insólito rezo
canto                        infinito canto
de El Corán

Hay fuego en Cachemira

            Inquieto fuego que salpica fuego
en un frío resplandor diseminado.

Cachemira, India
27 de diciembre de 2010


GRANTH SAHIB*

Todo el día se eleva,
fumarola sin humo
en llama sagrada audible
invisible

El canto permea
la grandeza del templo de oro,
                     Hari Mandir
la precisión del rito
en una caída
que induce al trance
               a  la quietud

Porque es quietud lo que ahí habita
dentro del oro
que se alza en templo,
es quietud que se desliza
consciente de sí misma,
latido solo
que navega por el parikrama,
camino de mármol hacia el infinito 

                      Ascenso hasta el silencio

En una barca de viento sobre el néctar
el pecho es un cofre inmenso
donde palpita toda la fuerza
                  dulcemente

Aquí no hay tormentas,
           no hay cuarteaduras,
todo se conecta en círculo
como en un aro,
fuego que disminuye los contornos

Aquí no hay separación,
todo abreva en sí mismo
y hacia todos los confines.

Amritsar, India
28 de diciembre de 2010

* El Granth Sahib es el libro santo del sijismo, religión monoteísta fundada por Nanak en el siglo XVI. Tiene 1430 páginas, y es considerado la autoridad espiritual suprema de la religión sij. El Templo Dorado de Amritsar, o Hari Mandir, es el sitio donde se resguarda este libro.




JALLANWALLAH BAGH*

En esas paredes ocres
la carne fue perforada a balazos,
la sangre de cientos de muertos,
el horror de diez mil vivos
atrapados
fulminados por las armas inglesas
la masacre                   ahora llama perpetua
                monumento

El general Dyer
               es recuerdo ominoso en un museo
mención dolorosa para ingleses,
          para hindúes
para todos

Decisión cruenta
que trató de apagar el incendio,
y que inundó con gasolina la Historia.
                        India
                                 1919

Los mártires de Jallanwallah Bagh
tienen ojos grandes,
profundos ojos que perforan
desde fotografías antiguas

                     Recorren el largo pasillo,
los jardines,
las pequeñas construcciones
marcadas por las armas

Los mártires de Jallanwallah Bagh
se sientan bajo árboles antiguos
y alrededor de un monumento,
avivan el fuego perpetuo del lugar,
musitan suavemente
sobre la tierra,
                     y resuenan en los gritos
de jóvenes que portan banderas,
levantándose sobre las cenizas
para que no olvidemos los ojos profundos,
las miradas que perforan
desde la barbarie.

 Amritsar, India 
29 de diciembre de 2010


*Jallanwallah Bagh es el sitio donde se llevó a cabo una masacre el 19 de abril de 1919 en Amritsar, por parte del ejército inglés, al mando del general Reginald Dyer. Según cifras del Congreso Nacional Indio el número de heridos fue de más de 1,500, y cerca de 1,000 personas murieron.



LA CIUDAD DE SHIVA

Varanassi se deshace por las noches
y se construye cada mañana.

Laberinto en una orilla,
nudo de rezos,
recreación de una serpiente de agua
invocada durante el sueño
entre nubes de sándalo

Corazón que retumba, ancestral,
ofrenda de siglos
que se renueva con el amanecer

                         Un ser
                                 loado
yace ahí, sonrisa de agua,
madre antigua
evaporada en niebla,
vientre abierto,
la muerte que reencarna
o se conjura con el moksha*

Apacible,
el Ganges se distiende
como un abrazo,
ancho cinturón
adornado con el reflejo de las nubes,
jaspeado de flores amarillas
insufladas de mantras

Ofrendas en el Ganges,
carne que reza, se baña, invoca,
se ofrece hasta la muerte,
cuando los maderos arden
sobre el río
y las cenizas se amontonan
en la abstracción del olvido

Cada ghat es un mundo,
pero Manikarnka es la puerta oscura,
el carbón encendido
en el que centellea
el ojo negro de la muerte
que sin embargo
no convoca el sufrimiento
ni el llanto

La India cruda,
la antigua India
se destila en una ceremonia
que surca conjuros centenarios
y llega a Varanassi cada noche

Guerreros espigados
se desdoblan para honrar a la Madre Ganga
                                         y la Ganga Diosa
recibe cada atardecer cobras de metal,
velas, incienso, flores, mantras
en devoción catapultada,
amor profundo
                           incomprensible amor
que erige un pedestal inmenso
al agua imantada
con eras de rezos y ruegos

la muerte y la vida se eslabonan
en esas aguas
con amor incomprensible
                                 profundo amor
decantado en siglos.
 
Varanassi, India
2 de enero de 2011


* En hinduismo el término en sánscrito, moksha se refiere a la liberación espiritual. Durante siglos los hindúes han viajado a Varanassi, la ciudad sagrada en el Ganges, para obtener el moksha en el momento de la muerte, y liberarse del ciclo de las reencarnaciones.



INDIA


India es majestuosa,
tiene la altivez
de la Diosa entre los dioses,
viva como llama incandescente
danza en la perfección de sus templos,
en el santuario de sus montañas,
en el misterio de sus ríos,
en la profundidad de sus cantos.

Un libro sagrado toda ella,
urdimbre de profetas y masacres,
anhelo que aún duele
en las escisiones violentas de la sangre.

Un ritual al rojo vivo,
India fermentada,
dolor cauterizado entre nubes de sándalo,
en la ferviente ofrenda
que se desliza sobre un río iluminado.
           
Antípoda de sí misma
la India me despide
con hálito agridulce.           

En este mismo cuerpo
se conectan dos polos:
el impacto y el asombro,
el arrobamiento
            y la tristeza.

Mi corazón ha navegado extasiado
por altos palacios blancos,
hermosas cámaras funerarias
y ceremonias que erigen templos
evanescentes
fugaces templos de cuatro mil años,           
cada noche sobre el Ganges.

Y ese mismo corazón
también se ha sentido avergonzado
ante la miseria de barracas insondables.

Un incomprensible sentido
de pérdida y ganancia
me remueve los cimientos,
como si allá en el fondo
hubiera presenciado la orilla
donde la majestad y la miseria
se eslabonan.

Me llevo un silencio ensordecedor:
el encuentro de mausoleos sobrios
e impensables
con el ruido violento de las calles.

Me llevo la visión pulcra y marmórea
de los gigantes templos
y las feroces dentelladas de la pobreza.

Pero sobre todo me llevo
el dulce abrazo que sentí
en los ojos de tanto desconocido,
la nobleza apenas perceptible
de un espíritu infantil constante,
un toque apenas de dulzura,
un soplo apenas,
un abrazo.           

Aquí me he caído hasta lo alto,
y me he levantado hacia lo hondo,                       
abrazando la sencillez de lo sagrado,
tocando de cerca
el dolor de heridas abiertas.

Al despedirme arde el alma
con fuego sutil y violento,
agridulce fuego,
triste, enamorado fuego
de estos vientos,
tierno, agradecido
—tan agradecido— fuego.
           
 
Delhi, India
6 de enero de 2011


Poemas y foto: María Vázquez Valdez