jueves, 20 de diciembre de 2012

PURGA: UN CUENTO SIN HADAS POSMODERNO


María Vázquez Valdez

Un día Cenicienta llega al bosque a buscar ayuda. Pero no es la Cenicienta inocente y púber que es engañada por su malvada madrastra. No, esta Cenicienta se llama Zara y es todo menos inocente. Así lo atestiguan los videos pornográficos que sus explotadores usan para extorsionarla.

Y como en todo cuento de hadas, aquí también tenemos a una bruja, en este caso llamada Aliide. Una anciana que habita en el bosque a donde Cenicienta llega a buscar ayuda. Pero como no todo es lo que parece —o más bien en el caso de este entramado de historias, todo es lo que parece y mucho más—, aquí la cuestión no comienza con el engaño de la inocente. Aquí es la joven la que engaña. Al menos al principio, en esta historia de la joven finlandesa Sofi Oksanen.

Aliide Truu, según su nombre de casada, es en efecto una bruja en muchos sentidos. De joven es asidua visitante de la hechicera del pueblo para obtener pócimas y conjuros que le permitan obtener su objeto de deseo: Hans Pekk —su cuñado—. Ya mayor, tiene la cocina llena de frascos con plantas y pócimas preparadas por ella misma. Pero más allá de esta derivación obvia de significados, tenemos que en efecto, Aliide Truu es una arpía en toda la extensión de la palabra.

Cinco años más joven que su hermana Ingel, Aliide es presa del pecado capital más subrepticio, el que se desliza en silencio con la lengua bífida del puñal desenvainado: la envidia.

Escribió Miguel de Unamuno que “la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”. Si atendemos a ello, Aliide es una famélica espiritualmente hablando, y envidia a Ingel tanto que habita, desde pequeña, las cloacas del odio. Desde ahí es capaz de esparcir sus venenos de revancha durante décadas de vida insatisfecha y llegar a los parajes más abyectos. La envidia que siente por su hermana la convierte en mentirosa, artera, embustera, en una tía que maltrata y odia a su sobrina, en una cuñada enamorada para siempre de un imposible —que si fuera posible entonces no habría obsesión.

El deseo de Aliide por el marido de su hermana empieza incluso antes de que Ingel y Hans crucen la primera mirada. Pero Aliide no se prenda de Hans, sino del miedo a que éste elija a Ingel, la siempre perfecta, la que hasta por la ordeña de las vacas es premiada, la de la compota más sabrosa, la espigada de las trenzas olorosas a abedul.

Ese primer encuentro es la estocada de muerte para Aliide, que hará todo lo posible y lo imposible por separar a Ingel y a Hans, entregada al martirio de presenciar su noviazgo y su matrimonio, desde las recetas fallidas de la hechicera hasta su matrimonio con un hombre que la asquea pero que podría ayudarle a lograr lo que finalmente articula: la deportación de su rival.

Luego de casi tres lustros de echar sal en la herida, Aliide logra lo que siempre soñó: tener a Hans totalmente para ella sola. Encerrado en un escondite durante años, Hans se ve imposibilitado de ver a nadie más, de hablar con nadie, ni siquiera de salir de la casa. Es Aliide su único contacto una vez que Ingel es sacada por la fuerza de Estonia con su hija Linda.

Pero ni así Aliide logra el tan ansiado amor. No. El rechazo de Hans hacia Aliide no disminuye con las circunstancias, sino que se aviva poco a poco, tanto que ni siquiera es capaz de cruzar la mirada con ella, entre otras cosas porque descubre las cartas falseadas de Aliide haciéndose pasar por Ingel, en un escenario tan teatral que explica el origen de esta historia como puesta en escena.

A lo largo de la novela, Aliide lo intenta todo, frustrada usa todos sus recursos, está dispuesta a lo que sea por obtener su imposible amor edípico por Hans. Porque, ¿qué otra cosa podría ser el deseo imposible de satisfacer en el cual está involucrada su hermana, la perfecta, la que ella no podría ser nunca?

Derrotada, Aliide decide llegar al límite y deshacerse de Hans. Si no es con ella, no es. Punto. Ahí termina de bocetarse su perfil: una mujer insatisfecha y capaz de todo. De desaparecer a su hermana y a su sobrina, de matar a su amado, y que más tarde será capaz, sin ningún escrúpulo, de matar poco a poco, conscientemente, a su marido, Martin Truu, al negarse a darle yodo para evitar los efectos de la explosión nuclear de Chernobyl.

Esa mujer es la que recibe a Cenicienta en el bosque varias décadas después de la muerte de Hans e incluso de Martin, cuando a principios de los años noventa un día aparece una joven con la ropa hecha jirones y con señales de un pasado no muy grato.

Esa chica es Zara, y no es otra que la hija de Linda, y por lo tanto nieta de Ingel y Hans. Pero eso Aliide no lo sabe, pues Zara evita muy bien delatarse. Buscando refugio en su tía abuela, Zara no sospecha siquiera que esa mujer hubiera matado a su abuelo, y fuera en última instancia la artífice de su destino en Vladivostok, desde donde saltara de la sartén de la carencia al fuego de la prostitución y la explotación sexual más descarnada.

Porque Zara —como todos— es el reducto de su pasado. La suma de su madre, sus abuelos y su tía abuela, la síntesis de una situación política y social donde se mezclan la deportación, la delación, la huida, el miedo. Y así, como vomitada por el destino, un día llega “esa chica” al jardín estonio de Aliide a pedirle cuentas con su presencia, a descorrer los velos, descubrir la libreta de su abuelo Hans y al mismo tiempo mostrar lo que Aliide siempre hubiera querido en una descendiente y que nunca tuvo en su hija Talvi.

Zara es pues el resultado de los ingredientes de un conjuro de medio siglo de guerra, persecución y traición, pero no por eso tiene menos arrojo e inteligencia que sus antecesoras. Gracias a esa herencia logra escapar de los proxenetas Pasa y Lavrenti, sobreponerse al miedo aun a costa de volverse asesina del jefe de sus explotadores, y logra inmiscuirse en la cocina de Aliide e ir ganando su confianza.

Aliide se entera del engaño no por su perspicacia ni porque Zara tenga un destello de honestidad, sino por los propios Pasa y Lavrenti. Es la prueba de fuego para Aliide. ¿Qué hará esta mujer tan despiadada hasta con sus seres más amados? ¿Será capaz de proteger a la nieta de la hermana que ha odiado toda la vida?

Pocas páginas antes tenemos el único beso que da Aliide a Hans, casi inconsciente, antes de prácticamente emparedarlo hasta la muerte en su escondite. En efecto, no podemos creer tanta crueldad. Esta mujer capaz de todo bien podría vender a la nieta de su hermana, o matarla ella misma como a Hans.

Pero Aliide, como un logrado arquetipo, supera su propia prueba de fuego, y no sólo protege a Zara de sus proxenetas, sino que además la libera de su destino de asesina perseguida con la elocuencia digna de una heroína, al matar en su propio jardín, sin vacilar y con su propia pistola a los desalmados de quienes ya tenía ganada la confianza.

Aliide se libera de su aciago sino y logra lo que siempre quiso: yacer junto a Hans en su escondite, así fuera sepultada por las llamas y para siempre.

Hay que hablar de recursos narrativos. Son lo que podríamos llamar los flashbacks y los flashforwards lo que aquí impera. Empezamos con Hans en una especie de prólogo a finales de los cuarenta, y seguimos con Zara en lo que podría ser “el presente”, a principios de los noventa, y de pronto retrocedemos a finales de los cuarenta, con Hans encerrado en su escondite, luego vamos a los sesenta, con el matrimonio de Aliide y Martin, o a los treinta, cuando empieza la historia de las jovencitas Aliide e Ingel.

Este rompecabezas lleno de guiños se empeña en enfatizar su efectividad, pero a ratos se desgasta, sobre todo en la quinta parte de la novela, que francamente sale sobrando, así como en los monólogos de Hans, un tanto forzados e inverosímiles.

Volviendo a la historia, al final tenemos que todo es relativo e impermanente. Un amor a prueba de todo como el de Ingel y Hans es nublado por los celos y la envidia de Aliide; la explotación sexual de Zara y su cautiverio a prueba de escapes termina con los tiros de la pistola antigua de su tía abuela; la maldad de Aliide no es tal vista desde los ojos de la víctima abusada en un sótano que fuera ella misma una vez; y en última instancia, el odio de una hermana por la otra se transforma en la solidaridad con la propia sangre de los descendientes.

Todo es relativo, hasta el dolor por la buena fortuna del otro, como llamara Aristóteles a la envidia. Dolor en este caso por la felicidad de la hermana, del cual nace esta historia. Pero en la envidia como en la vida, el tiempo, con su eficaz escoba, es capaz de esparcir cualquier ceniza.

martes, 20 de noviembre de 2012

DANZA


Una llamarada ondulante
levanta los huesos,
urna del corazón
para acercarlo al cielo

Espigas se abren en las manos
y los pies danzan
sobre el amor,
alrededor de él,
tesoro inaudito.

Todo surge en alabanza
hasta alcanzar los cálidos filamentos
de lo infinito.

María Vázquez Valdez

lunes, 12 de noviembre de 2012

PLANETA AGUA


María Vázquez Valdez

Una caricatura resume nuestro gran problema planetario. Un par de extraterrestres llegan a la Tierra después de que se extinguió el ser humano, y uno de ellos le dice al otro: “No es extraño que se hayan extinguido estos seres, si para deshacerse de sus desechos utilizaban el agua que les daba vida”.

Suena absurdo, y de hecho lo es: innumerables situaciones derivadas del sistema de vida que hemos desarrollado son absurdas pues están acabando con los ecosistemas que nos dan vida.

Así, tenemos que en gran parte del mundo utilizamos inodoros por medio de los cuales desperdiciamos mucha agua, y además la contaminamos; tenemos industrias que hacen un uso indiscriminado de recursos naturales, entre ellos agua, y que por si fuera poco utilizan los ríos y los mares para deshacerse de sus desechos; tenemos legislaciones y formas de vida que no coinciden con una lógica de conservación, sino de desperdicio indiscriminado.

La depredación exhaustiva de recursos naturales alcanza todos los órdenes, pero sabemos que en lo que respecta al agua nos acerca a una situación límite, pues sin agua potable no será posible vivir en un futuro muy cercano, que para muchas personas ya representa un presente ineludible: la tercera parte de la población mundial ya padece carestía de agua.

Sí, este planeta Tierra debería llamarse Agua porque, como sabemos, dos terceras partes están conformadas por agua. Pero eso no significa que sea líquido potable. Según Greenpeace, sólo 2.5% del agua del planeta es dulce, y de ésta sólo 0.3% se encuentra en ubicaciones superficiales de manera que podamos utilizarla los seres humanos. Y de ese porcentaje mínimo, una gran cantidad del líquido ya está contaminado por nosotros mismos.

Hablemos por ejemplo de la situación de los ríos en México. Según estudios que ha llevado a cabo Greenpeace, actualmente se descarga a los ríos de México un volumen de 243 metros cúbicos por segundo de aguas residuales municipales y 188.7 metros cúbicos por segundo de aguas industriales. Cientos de sustancias químicas van a parar a los ríos de México, ocasionando daños entre las poblaciones como un aumento indiscriminado de enfermedades.

Un ejemplo de ello es el caso del Río Grande de Santiago, ubicado en los municipios de El Salto y Juanacatlán en el estado de Jalisco, donde se han dado casos extremos como la muerte del niño Miguel Ángel López Rocha debido, supuestamente, a una intoxicación por arsénico luego de que cayó en el río.

En dicha zona se han reportado descargas de químicos como plomo, mercurio y cianuro de forma sostenida por parte de diversas industrias incluidas en el Registro de Emisión y Transferencia de Contaminantes (RETC), entre las cuales son diez las que acusan los reportes más elevados de metales pesados y cianuro: Cervecería Modelo de Guadalajara, Nestlé México, Cervecería Cuauhtémoc Moctezuma e IBM de México, entre otras.

Las poblaciones de dicha zona —botón de muestra de muchas otras áreas en México y en el mundo— están a expensas de una contaminación atroz no sólo del agua sino también del aire debido a las chimeneas de las fábricas que están ahí instaladas, y se encuentran a merced no sólo de legislaciones laxas a favor de las industrias, sino de asentamientos urbanos cada vez más numerosos, pues son sitios en los que la industria de la construcción ha encontrado nichos de consumo favorables.

¿Qué pasa entonces con la salud de quienes tienen la mala suerte de habitar cerca de estos cuerpos de agua contaminados? Pues no necesitan caer al río para sufrir las consecuencias de una exposición a sustancias venenosas: hoy sabemos que al menos 18 millones de niños menores de cinco años mueren cada año por enfermedades relacionadas con la contaminación en ríos y lagos. Una larga lista de enfermedades derivadas de dicha exposición, malformaciones congénitas y altas tasas de mortalidad son parte de los saldos de este comportamiento generalizado de industrias y gobiernos.

Porque de las principales fuentes de contaminación del agua —las aguas residuales que generamos, los líquidos que se producen en los basureros y que se filtran al suelo, y las aguas residuales de las industrias—, son los vertidos industriales los que provocan más daño al medio ambiente y a las poblaciones aledañas.

Estas fuentes de contaminación del agua representan lo que sucede en muchos órdenes y niveles, incluyendo el cuerpo humano, pues somos una abstracción del planeta: aproximadamente un 70% de nuestro cuerpo es agua.

“Como es adentro es afuera”, dice una de las leyes universales del Kybalión, y así pareciera operar esta tendencia a contaminar el agua no sólo al exterior sino al interior de nuestros cuerpos porque, ¿qué líquidos bebemos? Sabemos que los índices de consumo de refrescos en México son los más altos del planeta, tanto que, según la organización El Poder del Consumidor, los mayores consumidores de refrescos en el mundo somos los mexicanos, en una fórmula en la que también somos el país con mayores índices de obesidad y diabetes, y tenemos una de las tasas más altas de mortalidad por diabetes a nivel internacional.

A esto aunamos el consumo de bebidas enlatadas como jugos, leches de sabores, tés dietéticos, etcétera. Bebidas que lejos de nutrir o depurar el organismo, traen consigo un exceso de azúcares, colorantes, saborizantes artificiales y conservadores, además de que para su fabricación se utilizan grandes cantidades de agua y sus industrias productoras acusan comportamientos de contaminación masiva de afluentes.

Así pues, el mismo conflicto que tenemos afuera está adentro también, y ha alcanzado la categoría de un problema epidémico, tanto en lo que se refiere al ámbito de la salud humana como en el orden ambiental y con una tendencia creciente, pues sabemos que el agua sigue un proceso de circulación que conocemos como ciclo hidrológico, en el cual el líquido únicamente cambia de sitio o transforma su estado físico. Según este ciclo, es lógico que el agua contaminada regrese igualmente contaminada para emprender nuevamente un proceso de por sí contaminante.

Lo que conocemos como la Huella Ecológica de la humanidad —vinculada con la Huella Hídrica—, que compara el consumo humano con la capacidad que tiene el planeta de regenerarse, arrojando un análisis de demandas humanas sobre la biosfera, es distinta de un país a otro, y ha variado considerablemente también con el paso del tiempo.

Así, según el Informe Planeta Vivo, si todos viviéramos como un indonesio medio utilizaríamos sólo dos terceras partes de la biocapacidad que tiene la Tierra, mientras que si todos viviéramos como un argentino, requeriríamos más de medio planeta adicional al que tenemos; y si todos viviéramos como la población media de Estados Unidos, necesitaríamos cuatro Tierras para cubrir nuestras demandas anuales. ¿Qué Huella Ecológica se deriva de nuestros hábitos de vida y de consumo?

Está claro que no estamos haciendo lo necesario —ni a nivel personal, comunitario, industrial, nacional o mundial— para lograr revertir los problemas ecológicos que vemos crecer como espuma. En este ritmo frenético de uso, desperdicio y contaminación, sin medidas efectivas, acciones urgentes y cambio consciente de legislaciones, amenaza con llegarnos el agua al cuello. Lamentablemente es agua (muy) contaminada.

domingo, 28 de octubre de 2012

Luz de Agosto, de William Faulkner




A William Faulkner a 50 años de su muerte,
y a Luz de Agosto a 80 años de su publicación.

María Vázquez Valdez

Dos epopeyas que resultan destinos opuestos. Lena Grove es una mujer blanca, joven, embarazada y sin marido, que es aceptada, aunque con reservas, por la sociedad puritana del sur de Estados Unidos, en el primer tercio del siglo XX. Joe Christmas es un hombre mestizo, acorralado por su propia sangre desde niño, con un cúmulo de contradicciones entre el ser blanco y el ser negro, que al final es cruelmente asesinado por esa misma sociedad.

En un recorrido tejido como filigrana por William Faulkner, encontramos historias que parecieran construidas en círculos concéntricos. El primero, el externo, el que abre y cierra el libro, es el que traza Lena con su trayecto desde Alabama hasta Tennessee, buscando a un tal Lucas Burch, cuyo nombre falso la guía hasta Jefferson. Ese círculo se cierra con la continuación de su búsqueda llevando consigo no sólo a su recién nacido, sino al Byron Bunch que le regaló, no sin ironía, el destino: un Bunch por un Burch.

Varios círculos surgen a partir de este primero, y nos llevan a las profundidades de los personajes y sus vidas. Si bien hay algunos de los que apenas tenemos trazos breves que nos definen su personalidad, como es el caso de Brown —el falso Lucas Burch—, otros se van sumando con un meticuloso recuento de sus cuerpos y sus circunstancias, como es el caso de Hightower y la señorita Burden, u otros personajes que, aunque aparecen brevemente, son fundamentales para la historia, por lo cual Faulkner nos los entrega descritos con las coordenadas que explican sus devenires. Tal es el caso de Grimm, el verdugo final de Christmas, o la esposa de Hightower y sus pulsiones al límite.

Si lo vemos así, tenemos entonces que el primer círculo de la historia es Lena, y luego van surgiendo varios círculos interiores mezclados entre sí con los personajes, hasta encontrarnos con el círculo medular del libro que es la historia de Joe Christmas.

Luego de verlo parado frente al aserradero, enfundado en su overol, con su mirada circunspecta, bien podría haberse quedado como otro personaje secundario, incluso de menor importancia que Brown. Pero poco a poco va desarrollando una profundidad psicológica y una complejidad de vida que no tiene ningún otro personaje de la novela.

Es Christmas el meollo de este asunto. Y este círculo central pareciera despuntar en relevancia cuando, luego de tener su encuentro con los negros que lo acusan de ser blanco, y luego de haber vivido una vida como blanco acusado desde niño de ser negro, Christmas se acercara al despeñadero de su vida sin siquiera imaginar que le iba a suceder algo, poco antes del último encuentro con la señorita Burden.

Este telón de fondo se abre con magistral sutileza para dar paso a un Christmas niño. Y luego continúa hasta el clímax de la historia, con su muerte casi al final. Esto ocupa la mayor parte del libro: el recorrido de Christmas desde que en el orfanato al que es llevado por su abuelo (al que podemos identificar casi al final del libro) ya es señalado por otros niños como negro, y maltratado por una niñera. Y luego, más adelante lo vemos adoptado por los McEachern, de quienes se aleja con un brutal desagradecimiento años después, en ataques de furia y agresión equivalentes a los que recibe él mismo en varios episodios.

Ahora bien, si el meollo del asunto es Christmas, a su vez el meollo del asunto de Christmas es su identidad, o su falta de ella. Hijo de una mujer blanca y de un mestizo, nace con el suficiente estigma para que su abuelo mate a su padre y se deshaga de él cuando es bebé, con un odio enardecido con la misma intensidad que treinta años después.

No tenemos más noticia del misterioso hombre que transporta a Christmas de un lado a otro cuando es niño, hasta que aparece el “Tío Doc”, un anciano de pasado enigmático, y su mujer, ambos personajes de caricatura, que sin embargo tratarán —al menos la abuela— de hacer algo para salvar a un nieto perdido para siempre.

Porque si Christmas es incapaz de actuar con amor y agradecimiento, tampoco recibió ninguna clase de afecto desde que fuera arrancado de Milly, su madre, y de su abuela. Tampoco lo recibió en el orfanato, ni por la estricta rigidez de McEachern, tampoco por la reseca complicidad de su madre adoptiva. Ni siquiera por la señorita Burden, de quien, como de la mujer de McEachern, recibía platos de comida que él no sabía sino estrellar contra la pared con rabia.

Porque la señorita Burden estaba dispuesta a autoinmolarse con él, pero finalmente lo que pretendía era llevarlo al límite y hasta la muerte, no hacia la vida. Y de gente cercana como Bobbie o Brown no podía esperar más que ser entregado por unas monedas. El único que siente una compasión tardía por Christmas es Hightower, pero finalmente es una compasión que el pastor siente hacia sí mismo, por la cual busca redimirse de una historia de inmovilidad y desesperanza.

¿Será que existe relación entre la historia de Joe Christmas y la de Jesucristo? ¿Hay coordenadas que vinculan a Luz de agosto con los evangelios? Hay algunas cuestiones, como la manera de definir los encuentros entre Lena y Brown: “Y apenas hubo abierto doce veces la ventana, cuando se dio cuenta de que habría sido mejor no abrirla nunca”. Aquí podríamos tener un atisbo de la Anunciación. Pero este caso no coincidiría con la Anunciación de la madre de Jesucristo, pues Lena no es la madre de Christmas.

En todo caso, tenemos a un Christmas unido a Jesucristo por el nombre y por el hecho de ser sacrificado por una sociedad intolerante, incomprensiva y brutal, también a la edad de 33 años. Por otro lado, también tenemos a un Brown que, como Judas, vende a Christmas por unas monedas, y a un Byron Bunch que bien puede hacer el papel de un abnegado José, capaz de adoptar al hijo de otro y de seguir a la madre por caminos tortuosos señalados por extraños designios.

Pero así como nos quedamos con este enigma que nos arroja pocas e insuficientes pistas, así nos queda como cabo suelto la genética de Christmas, y lo absurdo de una tragedia surgida de la especulación, pues sabemos que Eupheus Hines, su abuelo, primero creyó que el hombre que engendró a Christmas con su hija Milly era mexicano, y luego alguien le dijo que tenía sangre negra. Pero nunca lo supo a ciencia cierta —ni nosotros tampoco.

El asunto es que no tenemos a un negro victimizado por el color de su piel, tampoco a un blanco rechazado por su ascendencia negra y comprobada. Lo que tenemos es a un hombre con un ambiguo color de piel, señalado por la especulación prejuiciosa de su abuelo, transformada en rechazo hasta la muerte; tenemos a un niño victimizado por su cuidadora porque la descubrió inocentemente; tenemos a un joven que confiesa algo a una prostituta en lo que podría ser una confesión romántica, pero que le atrae una golpiza de muerte.

Finalmente, la cuestión es lo que Christmas piensa de sí mismo. Teme ser negro, aunque no lo sea, porque su piel no lo es. Teme ser negro y así lo comunica —con palabras y sin ellas— a otros niños, adultos, mujeres con las que tiene una relación, gente cercana. Es lo que él teme y no lo que es lo que lo lleva a la muerte. Porque si él no se hubiera creído negro, la señorita Burden probablemente no se habría interesado en él. Si no se hubiera creído negro, no se habría confesado con Brown o con Bobby como si hubiera cometido un pecado invisible. Es lo que él cree lo que comunica a los otros cómo deben tratarlo, y en última instancia victimizarlo.

Pero es algo que cree sin la suficiente convicción como para que quede claro. Porque así como los blancos lo señalaban como negro, así los negros lo señalaban como blanco. Es la indefinición, la falta de identidad: “Tú eres peor que negro. No sabes lo que eres. Y más que eso: nunca lo sabrás. Vivirás, morirás y no lo sabrás nunca”, le dice un negro.

Y tan es así, que Christmas, como nos lo cuenta Faulkner, se escapa como blanco, se deja atrapar como negro, trata de huir como blanco con los zapatos de un negro, y finalmente se deja matar por un blanco y sin oponer resistencia, como negro.

Hay que señalar algunos juegos onomásticos. Por un lado tenemos a una señorita Burden que se vuelve una carga para Christmas, una carga tan pesada que lo lleva a la muerte. Tenemos también a un Hightower que pareciera ser el que tiene la visión más completa de la historia, desde la alta torre que le construyeron tantos años de exilio social y espiritual.

Christmas es pues víctima y victimario. Es el hombre y el lobo del hombre. Es su propio verdugo, inoculado con el veneno del fanatismo y el odio de su abuelo, que le inculcó la falsa conciencia de ser el mal y la necesidad de ser castigado. Por eso el niño Christmas soportaba los golpes de McEachern con estoica frialdad. Por eso el joven Christmas soportó la golpiza de los amigos de Bobby sin defenderse, y hasta quedar casi inconsciente. Por eso el Christmas adulto soportó la cacería, el vituperio y las golpizas, e incluso el ser sacrificado como un animal en el rastro: para expiar una culpa germinada en el prejuicio.

Pero también por eso Christmas se ve impedido para el amor. E incluso teme a las muestras de amor femenino más que a la brutalidad masculina: porque en el escenario del amor es donde se vuelve victimario. Por eso su rechazo y su desprecio hacia su madre adoptiva, y finalmente la relación tortuosa que termina en tragedia con la señorita Burden.

Porque sí, tenemos una tragedia. Varias tragedias aquí, si sumamos las vidas de Hightower y su mujer, la soledad y asesinato de la señorita Burden, la mentira y traición de Brown, la falta de amor en la vida de Byron Bunch. Pero finalmente también tenemos los rayos de redención que nos da Faulkner en la luz de agosto que atisba Hightower en sus meditaciones finales, en el crepúsculo. Tenemos los rayos de la luz de agosto que recorre Lena, esperanzada más allá de toda decepción, a favor de la vida que lleva en el vientre. Tenemos la luz de un alumbramiento en agosto que nos habla de la vida que, más allá de toda miseria, vuelve a brotar con nuevas esperanzas.