lunes, 7 de abril de 2014

2666


2666
María Vázquez Valdez

Esta historia es un pentágono, y a su vez, este pentágono es muchas historias que se van entrecruzando, universos que a veces equidistan, devenires que jamás se encuentran. Sin embargo, entre tanta incertidumbre una cosa parece cierta: todos los caminos llevan a Santa Teresa, una especie de emulación de Ciudad Juárez en tiempos finiseculares, cuando el sitio resplandece por el fuego de la matanza aunada a la desaparición inexplicable de cientos de mujeres.

Tenemos un libro-dispositivo fragmentado en cinco partes que pueden ser independientes entre sí, pero que sin duda están interconectadas por medio de numerosos detalles, personajes, sueños, rasgos. Su publicación tanto en cinco libros como en uno solo fue una de las disyuntivas a las que se enfrentó su autor, el chileno Roberto Bolaño (1953-2003), quien no vio su obra impresa pues apareció en forma póstuma un año después de su muerte.Y sin embargo, Bolaño tuvo tiempo de terminar de crear, poco después de lo que ya era considerada su obra mayor —Los detectives salvajes (1998)—, una novela de gran envergadura. Para empezar, tenemos un libro de más de 1,100 páginas, que con base en un tejido de personajes disímiles, distantes, distintos, conjunta historias en un meollo del asunto cruento, actual, real, urgente.

Bolaño no nos ofrece explicaciones veraces, tampoco una investigación periodística ni el desenmascaramiento de asesinos; y sin embargo sí suelta hilos proclives a ser destejidos, hipótesis nebulosas mas no huecas, situaciones insoslayables que forman parte de un rompecabezas sin sentido que tiene como umbral y sentencia una frase de Baudelaire: “un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”. Al final, ya casi como epílogo que cierra aquel epígrafe, Archimboldi dice en un sueño a su hermana Lotte que “esta tierra es sobre todo aburrida…”. ¿Será que para matar ese aburrimiento a los lugareños les da por matar mujeres? ¿Será que para matar el tiempo retuercen sórdidas formas de entretenimiento como el cine snuff? ¿Será que prefieren maquillar ese aburrimiento con sangre? ¿Será que destejiendo estos hilos podremos comprender al menos un poco todo esto? Pero vayamos por partes.


La parte de los críticos: 
Un cuadrado y crítico cuadro onírico


Cuatro elementos, cuatro direcciones, cuatro hilos en una madeja: Jean-Claude Pelletier, Miguel Espinoza, Piero Morini y Liz Norton son los cuatro lados de una figura en la primera parte de 2666, donde Roberto Bolaño teje como personajes a un francés, un español, un italiano y una inglesa unidos por la obsesión en torno a un escritor (aparentemente) fantasma, célebre y candidato al Premio Nobel: Benno von Archimboldi.

Con los críticos, ubicados en Europa, estamos en los últimos lustros del siglo pasado. Por distintas rutas distantes y sin embargo paralelas, se encuentra el trígono originalmente formado por Pelletier, Espinoza y Morini, que durante algún tiempo escarban al unísono en la obra de Archimboldi, escrita originalmente en alemán, y que ellos poco a poco se encargan de llevar al francés, al español y al italiano respectivamente, propiciando que la figura del alemán crezca en difusión tanto como en misterio. A este grupo, originalmente unido por una cosa en común aparte de Archimboldi —la voluntad—, se une luego Liz Norton, quien además suma su admiración por los tres críticos debido a su obsesión por esta obra y la cuidadosamente buscada “no-vida” de su autor.

Roberto Bolaño va uniendo acontecimientos que cohesionan al grupo con una interesante inmersión en la psicología de cada uno de los críticos por medio de hechos y reacciones, pero sobre todo con palabras significativas y sueños. Varios episodios oníricos son piezas para ser desmenuzadas con cuidado. Por ejemplo, es una pesadilla de Morini la que vaticina que tarde o temprano ese triángulo se convierta en cuadrado amoroso: a finales de 1996, Morini sueña que Norton se sumerge en una piscina mientras él, Pelletier y Espinoza juegan cartas alrededor de una mesa de piedra. Norton inicia la acción emocional al sumergirse en el agua, mientras los tres hombres juegan cartas quizá para determinar a un ganador depositario de esas emociones. Morini ve este escenario como un cuadro de Moreau o de Redon, y sus múltiples referencias surrealistas.

Luego aparece otro pintor —que será brevemente un personaje— cuando Norton introduce a Morini en la obra de Edwin Johns, y en su trágica vida. Y no, Edwin Johns no existió en realidad; Bolaño ajusta aquí ese perfil al de un artista que hubiera pintado el “autorretrato más radical de los últimos años”, una especie de mezcla, quizá, entre Van Gogh y Jean-Michel Basquiat.

Otra pincelada aparece luego, en este caso impresionista, con el libro de Berthe Morisot, que da pie a una disertación psicológica de Bolaño acerca de Pelletier, cuando pregunta: “¿Tenía algo que ver la pintora impresionista con su separación? Ésa era una idea ridícula. ¿Por qué entonces había deseado estampar el libro sobre la pared? Y más importante aún: ¿por qué pensaba en Berthe Morisot y en el libro y en la nuca de Norton y no en la posibilidad cierta de un ménage à trois que aquella noche había levitado como un brujo indio aullador en el piso de la inglesa sin llegar a materializarse jamás?”. 

El meollo del asunto de esta primera parte de 2666 es por supuesto la bisagra que une a los cuatro críticos, es decir, Archimboldi —su obra y su búsqueda—, pero en la trama el detonador de los ires, venires y desenlaces acaba siendo el deseo que surge entre los cuatro personajes: los tres hombres deseando a Norton, y Norton deseando a cada uno de los tres hombres, y además experimentando con cada uno sin pudores.

Norton, la mujer desdoblada en el espejo. Los varios reflejos de Norton. Las muchas Norton en el sueño. La Norton asustada de su reflejo porque en realidad a lo que teme es a la Medusa que por ahí podría aparecer, tal como le avisa Alex Pritchard a Pelletier cuando le dice que se cuide, pues como buena Medusa puede volverlo piedra. De piedra como la mesa en la que se juegan su destino amoroso los tres críticos que, como “caníbales entusiastas y siempre hambrientos” ostentan “sus rostros de treintañeros abotargados por el éxito, sus visajes que iban desde el hastío hasta la locura, sus balbuceos en clave que sólo decían una palabra: quiéreme, o tal vez una palabra y una frase: quiéreme, déjame quererte”.

Déjame quererte, Norton.

Y ese déjame quererte trasciende la relación sexual. Hay mucho más ahí cuando casi matan a un pobre taxista a golpes y patadas para resolver un ménage à trois pero en color cavernícola: “Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el ménage à trois con el que tanto habían fantaseado. Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple”. Esta eclosión da lugar, entre muchas otras cosas, a un sueño de Pelletier en el cual estaba casado con Norton y se encontraban ambos en una gran casa en un acantilado, con gente que no se alejaba de la orilla: su deseo satisfecho con Norton alejándolo de los demás, otros que no se arriesgan. Y otra vez agua insondable, como en uno de los últimos sueños de Pelletier en este capítulo, cuando estando en el norte de México sueña con sus vacaciones en las islas griegas, y con un niño que buceaba todo el día en agua que estaba viva.

Pero como dijera Johns a Morini, Espinoza y Pelletier, todo aquí es casualidad, que “es la otra cara del destino y también algo más”. La casualidad “es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de sus rastros con nosotros”.

Y por una casualidad como esta es que Norton, Pelletier y Espinoza viajan al norte de México a olfatear el rastro de Archimboldi, como buenos y desafortunados sabuesos, para no sólo no encontrarlo, sino también —en el caso de Pelletier y Espinoza— perder a Norton en manos de Morini, quien paradójicamente, “como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje que no era alrededor del sepulcro de un valiente sino alrededor de una resignación (…) un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible (…) como un árbol que se quema en el horizonte sin saber que se está quemando”.

Pero es justamente esa desazón lo que lleva a Norton hasta Italia, a los brazos de Morini, luego de recordar en “Santa Teresa, en esa ciudad horrible”, a Jimmy Crawford y a ella misma cuando tenía ocho años: “vi con los ojos que ahora tengo los ojos que en ese instante tenía”, y revive una “expresión, verbalmente pobre o verbalmente rica, de la felicidad”. Es el cariño mezclado con la compasión el que gana la partida de cartas que juegan Morini, Pelletier y Espinoza en la mesa de piedra, con naipes marcados ya por la infancia de Norton. Todos juegan y apuestan por la Medusa, que finalmente se rinde ante un instante de felicidad que brinca de los ocho a los 27 años de una mujer que estuviera a punto de quemar su apartamento, cortarse las venas o volverse vagabunda, pero que opta por viajar a Italia para resolver ese instante.

Esta primera parte de 2666 ya denota un libro resuelto a bucear en aguas vivas e insondables y reunir sus rastros por medio de los sueños, con una capacidad arquitectónica bien manifestada para construir un gran edificio literario y volver no sólo audible sino seductoramente disfrutable “un ruido ensordecedor, el ruido de miles de voces, el estruendo de un gran río salido de cauce que contiene, cifrado, el destino de todas las voces”.


La parte de Amalfitano: 
Entre Lola y un Testamento Geométrico


Amalfitano está apenas perfilado en la parte de los críticos, pero ya ahí nos abre interrogantes que Bolaño no concluye tampoco en la segunda parte, donde tenemos a un profesor universitario de cincuenta años, chileno, que vive en Santa Teresa, en los oscuros rincones del norte mexicano, y que fue a parar ahí, ¿para qué? Nos dice en algún párrafo de la segunda parte, cuando se lo pregunta él mismo, que está ahí para buscar la muerte, quizá.

Y es comprensible que nos dé esa conclusión, luego de que Bolaño nos hace pasar por las turbulencias de la vida de Lola, quien fuera compañera de Amalfitano y madre de su hija. Lola y su travesía a Mondragón para buscar a su amor platónico, o quizá no tan platónico, ¿a quién creerle? Bolaño nos da probadas de la versión al respecto tanto de Amalfitano como de Lola, pero no nos aclara si en verdad Lola fue amante del poeta en cuestión o no. Pareciera que sí, y que Amalfitano cubre un poco la triste realidad de su abandono recordando que fue él quien le presentó al poeta.

Tenemos aquí a un personaje caótico, una mujer que es capaz de viajar con una navaja, de abandonar a su hija a los dos años de haberla parido, de buscar a una quimera en un manicomio, de contraer sida, aceptar su muerte y la despedida de sus dos hijos —Rosa y Benoît—, de trabajar haciendo la limpieza en unas oficinas por la madrugada, de dormir en la cripta vacía de un cementerio y desaparecer como una voluta de polvo y así volver a aparecer, sin que nos dé indicios siquiera de apretar los dientes o humedecer sus ojos azules, que suponemos bellos. Tenemos aquí entonces a una mujer capaz de enviar —con su abandono— a un hombre de edad y características medias a refundirse en un rincón anónimo a ratos con olor a infierno y a carnicería. Un lugar que podría asemejarse a “un cubo de agua putrefacta, con un aire ligeramente familiar”, retomando el escenario en el que se encontraban el filósofo y el poeta en el momento de su disección como personajes. Porque el mismo Amalfitano mira como un cementerio, o cuando mucho una discoteca vacía, a la Universidad de Santa Teresa, el cubo en el cual irá a meter la cabeza luego de tantos años de abandono de Lola.

Y sin embargo pobre Lola, ni cómo reprocharle el tratar de salvar al poeta que la ignora, proponiéndole vivir “como profetas mendigos o como profetas niños”, esperando convencer a esa “estrella líquida de agua hirviendo” que, según deducimos, lo único que puede darle es el contagio del sida en un solo y ferviente encuentro sexual, que sirve para enganchar a Lola de por vida y de por muerte.

Amalfitano da en el clavo respecto a su ex mujer cuando, en el porche de su casa, reflexiona que la locura es contagiosa. ¿Será que Lola le contagió el irse a desahuciar a una provincia en llamas? ¿Será que le contagió sus delirios, o quizá sus epifanías, al escuchar a una voz incierta que sin embargo lo llena de alegría? ¿Será que el poeta contagió a Lola de locura, no sólo de sida (si es que verdaderamente la contagió él), tanto que también acabó internada en un manicomio? Siete años, sin embargo, son tiempo suficiente como para llevar a Lola de regreso a buscar a Amalfitano y a Rosa, aunque sea sólo para despedirse.

En sus largas cartas a Amalfitano, Lola le cuenta sus truculentas visitas a amigas de su extraña compañera de viaje Imma, y en las cuales le dice a su ex marido: “La homosexualidad es un fraude, es un acto de violencia cometido contra nosotros en nuestra adolescencia”. Y luego Amalfitano, al recordar a su padre, vuelve a algunos momentos en que él se mostrara abiertamente homófobo. Y ya el colmo es cuando “la voz”, la extraña voz que comienza a acosar a Amalfitano, lo insulta de forma homófoba.

Calculo que esto tiene que ver con la relación que comienza a desarrollarse con el joven Guerra, el hijo del rector, y con un episodio que aparece en la parte de los críticos, cuando estos se encuentran con Amalfitano y el joven y perciben que hay entre ellos una relación que seguramente pondría en jaque al rector. Pero esto son sólo sospechas infundadas que no podemos probar ni negar después, durante la novela, pues Bolaño ya no nos da oportunidad de hacerlo.

Ahora bien, en esta segunda parte no tenemos a los críticos de forma explícita, ni siquiera tácita. Sin embargo sabemos que por ahí andan deambulando, al igual que Benno von Archimboldi, y que hay algunos rizomas, a la manera de Gilles Deleuze, que conectan a la primera parte con la segunda —y que luego conectarán a las siguientes—. Uno de estos rizomas son los sueños. Porque Amalfitano sueña. Y vaya que sueña. Cuando por ejemplo mira a Lola alejarse a la luz de las farolas, sin miedos, por una orilla del camino. O también cuando sueña con el último filósofo comunista, ningún otro que Boris Yeltsin, andando al borde de un cráter o una letrina. Como si fueran ambas cosas lo mismo. Como si fuera cualquiera de ellas, para explicarle la tercera pata de la mesa humana. Tal como Bolaño está a punto de hacer al entrar en la tercera parte de este 2666.

Y retomando esta idea de los rizomas, algunos sugieren que tarde o temprano 2666 se dirige hacia la bisagra que une a la joven hija de Amalfitano con la tragedia y la tristeza de un lugar donde nada peligra más que los seres como ella. La paranoia de Amalfitano nos va dando piquetes una y otra vez, desde que va tejiéndose con la idea de Duchamp de colgar un tratado de geometría a la intemperie y que retoma el profesor con suma seriedad, sin siquiera recordar cómo es que fue a parar a sus manos ese Testamento Geométrico de Rafael Dieste, que acaba por cohabitar con miles de muertes, y hasta con un mezcal que se llama Los Suicidas: un insoslayable filo de muerte.


La parte de Fate: 
El Destino de un Amanecer negro


Luego de la travesía por la vida de Óscar Amalfitano, tenemos que Bolaño lleva a su personaje a enfrentarse una madrugada, en su propia casa y cara a cara, con un Óscar equivalente a él mismo: Oscar Fate.

Poco a poco los hilos van reuniéndose en el mismo nudo y por distintas razones. En la tercera parte de 2666 tenemos pues la aparición de Quincy Williams, un negro de Harlem, periodista de treinta años conocido como Oscar Fate. Y no. No es casualidad que se nos aparezca, a mitad del libro, este periodista con nombre de Destino y piel negra. Se nos anuncia pues, abiertamente, un destino negro, por medio de un periodista que además trabaja en una publicación que se llama Amanecer negro, en una parte que culmina con las nubes negras que acompañan a un amenazador gigante albino —que luego identificaremos como Klaus Haas— acusado de los asesinatos de las mujeres de Santa Teresa.

La parte de Fate comienza con dolor, con Fate en medio de una pesadilla de la que no puede salir y donde está rodeado de fantasmas. Pero esto es sólo un anuncio de lo que vendrá después, y que esta parte no termina de destejer. Por lo pronto, la historia de Óscar Destino comienza con la muerte de su madre, que también quizá da inicio a su tragedia como él mismo intuye al comienzo, el único fragmento de esta parte narrado en primera persona.

Y la muerte de su madre es más que un incidente o un prólogo: es el hilo conductor de su historia, que va matizando de reflexiones y conclusiones este camino en el que, por azares del Destino, Fate debe viajar a Santa Teresa a cubrir una pelea de box, para sustituir a un colega muerto a cuchilladas por unos negros de Chicago. Los prolegómenos de Óscar Destino en Nueva York tienen que ver con un tal Barry Seaman y sus disertaciones acerca del peligro, el dinero, la comida, las estrellas y la utilidad, y su capacidad para darle sentido en un discurso a todo esto. Quizás lo más significativo para Fate entre lo que dice Seaman es que “No hay nada superior a una madre (…) una madre vale más que la revolución negra”, justo cuando Fate comienza a digerir un duelo que nunca es tal en toda esta parte, pero que nunca deja de serlo. Un duelo interminable por la madre en un trayecto que huele sin cesar a muerte, a sangre. Sangre de mujer muerta. De muchas mujeres muertas.

Así pues, Quincy Fate / Oscar Williams, o como se quiera, parte al sur, a la médula atroz de la tragedia, a donde partiera muchos años, desde el otro polo, el otro Óscar, el chileno Amalfitano, sólo para encontrarse en el punto medular de una Rosa: una mujer joven, la presa más apetecible de un infierno como ningún otro, que el profesor Kessler, el tipo canoso al que Fate viera comiendo en su trayecto al sur —y que después reaparece en la parte de los crímenes como el avezado investigador del FBI—, definiera al joven Edward en tres certezas: una sociedad fuera de la sociedad, cruzada por crímenes de firmas diferentes, y donde “lo mejor que podrían hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos”.

Óscar Destino llega a México con vagas ideas acerca de los crímenes, y con una sola encomienda: cubrir la pelea de box entre el mexicano Merolino Fernández y el estadounidense Count Pickett. Así se adentra entre los periodistas mexicanos y extranjeros, y conoce a Chucho Flores entre ellos, quien va introduciéndolo en un sórdido contexto en el que poco a poco se anuncia una flor con la que el mismo Chucho Flores está involucrado. Un Flores amante de una Rosa que además afirma que los asesinatos de mujeres “Florecen. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos”. El involucramiento de Chucho Flores en los asesinatos de mujeres pareciera verse confirmado por la aseveración de Amalfitano de que todos están implicados en los crímenes, cuando le pide a su homónimo —aunque sea en sinónimo— Óscar Destino, que se lleve a su florecita a otra parte, lejos de albinos, Chuchos y Charlies.

Pero antes, por supuesto, está la razón que lleva a nuestro Destino hasta las tierras del norte de México: la pelea de box. Demasiadas historias alrededor del encuentro entre Fernández y Pickett, demasiados periodistas y personajes no son suficientes para darle sabrosura al encuentro pugilístico, que se constriñe a un párrafo de once líneas en el que Bolaño nos narra dos rounds que culminan con el noqueo de Fernández en menos de un minuto, a manos de un contundente Pickett.

Y es ahí donde el Destino se encuentra con la Rosa por primera vez, y es también noqueado, quizá en un lapso más breve que Merolino, por la belleza de la hija de Amalfitano y Lola. Un flechazo que le lleva a confundir lo sagrado que le produce “el dolor impreciso” por la muerte de su madre y esa “especie de calambre en el estómago” al mirar a esa española de grandes ojos y cuello esbelto.

Luego de la pelea de box, Fate emprende el errático trayecto con el engalanado grupo compuesto por Chucho Flores, Charly Cruz (el dueño de los video clubs), las dos Rosas (Méndez y Amalfitano), Corona (quien finalmente atacara a Fate) y un extraño personaje que se les une durante la borrachera, y a tono con el ambiente sórdido en el que van adentrándose: un hombre con un bigotillo ralo y voz de pájaro.

El grupo llega a la cúspide oscura de este episodio en la casa de Charly Cruz, quien aún no sabemos qué intenciones reales tenía con el Destino. Lo que sí sabemos es que su casa parece escenario de una película de David Lynch, sobre quien luego tendremos más noticia con las referencias a Twin Peaks y El hombre Elefante; aunque estos episodios parecieran tener más que ver con Blue Velvet y Lost Highway. Esa casa truculenta con una sala sin ventanas, piso amarillo y estrías negras, un baño blanco e impecable más propio de una película de Greenaway que de Lynch, y una serie de habitaciones oscuras y sórdidas, pasillos, escaleras tambaleantes y una imagen perturbadora a la entrada que anuncia todo tipo de contextos: una virgen colmada de regalos y dones con un ojo abierto y uno cerrado. Más adelante, en la parte de los crímenes y de lleno en la inmersión en referencias al cine snuff, pareciera que la casa de Charly Cruz tiene más implicaciones con los crímenes de lo que la misma historia nos permite desatar.

Finalmente, Fate logra escapar de la borrachera, de Charly Cruz y del hombre con voz de pájaro en medio de la noche, y se lleva a Rosa y a Chucho Flores, a quien dejan de camino en una parada de autobús. Consideramos que Flores debería estar muy borracho para quedarse de camino y soltar así como así a su Rosa luego de que ésta le contara a Fate de lo que era capaz ese hombre celoso que creía poseerla. Pero así es según Bolaño. Y con el aliento entrecortado nos vamos acercando al final de esta tercera parte, cuando Fate lleva a Rosa con Amalfitano, quien no sólo les da su bendición, sino que le pide explícitamente al Destino que se lleve a su Rosa de ese infierno en el que, como ya dijimos, creía a todos implicados.

Fate no se hace del rogar, y ni tardo ni perezoso se lleva a la chica pasando por delante de Amalfitano, quien habla en la calle con un personaje joven y espigado quien el profesor dice que es judicial, pero Bolaño no nos explica si está tras los pasos de Fate, como se lo habría anunciado el recepcionista de su hotel, o si se trata del joven hijo del rector que ya apareciera en partes precedentes.

En fin, que Fate se lleva a Rosa no sin antes cumplir su palabra con Guadalupe Roncal, la nerviosa periodista chilanga que llevara una espada de Damocles constantemente sobre su cabeza, y que tuviera una cita decisiva en la prisión con el albino gigante, el albino leñador, el albino de la mirada inteligente y burlona que a todos retara con su canto espeluznante.

Fate y Rosa cruzan la frontera rumbo al norte, él aún recordando a su madre en su luto mudo, ella con la cabeza recostada en el asiento y sus rodillas perfectas. Sabemos que se alejan de Santa Teresa, pero nos dejan justo en el umbral de ese siniestro cementerio, donde el problema, como hemos visto hasta ahora, no es del Destino, sino, como dijera la misma Rosa, “el problema es la mala suerte”, que luego pareciera rimar con lo que dirá Leo Sammer, el falso Zeller, a Archimboldi en la última parte del libro: “La suerte está aliada con la muerte”.


La parte de los crímenes: 
De osarios sin Rosarios


La parte más cruenta de 2666 es una masa informe y sanguinolenta de atrocidades sin medida y sin nombre, sin autor declarado, sin sentido. La parte de los crímenes es una fosa común que avergüenza porque trasciende la ficción y porque en ella convergen muchas cabezas de un monstruo: el narco, el machismo, la impunidad, la corrupción, la injusticia.

En el conjunto de 2666, este es el capítulo más extenso, el que está escrito con más prisa, el que menos cuidado lingüístico parece tener. Se nota un apresuramiento en la forma como se va desgranando la mazorca terrible de Santa Teresa, sin espacio para examinar caso por caso con la meticulosidad narrativa que sí muestran las otras cuatro partes del libro.

Enero de 1993 marca el inicio de lo que podemos considerar un genocidio, una masacre. A partir de ahí tenemos una serie interminable de casos donde cambian los nombres de las mujeres, los lugares donde son encontrados los cadáveres, la ropa que llevaban, la causa final de la muerte, pero donde casi siempre prevalecen denominadores comunes como la violación, la violencia desmedida, brutal, animal, y el asesinato cruel.

Algunas mujeres no son identificadas nunca y van derecho a la fosa común, otras tienen el antecedente de una desaparición notificada, y en la mayoría de los casos se trata de obreras de maquiladoras, mujeres de extracción humilde, jovencitas indefensas. Aunque también se van entretejiendo los casos familiares en los cuales el novio, el esposo o el padrastro son descubiertos luego de perpetrar un asesinato con violencia tan desmedida como los que permanecen sin resolver.

Por ahí aparecen también otros casos como el de El Penitente, y una extraña patología —sacrofobia— que le lleva a arremeter contra las iglesias y sus figuras religiosas, lo que va enhebrando a otros personajes como el judicial Juan de Dios Martínez y su relación con la directora del manicomio, Elvira Campos, así como el periodista Sergio González, que aparece por ahí casi sin quererlo y se encuentra con un osario en formación, un manicomio sin paredes ni puertas, como le dijera más adelante Ingeborg a Archimboldi, en la última parte del libro.

A estas alturas también interviene Olegario Cura Expósito, Lalo Cura, que más adelante, con su regreso a su genealogía y a una larga lista de Marías Expósito, dará un sentido histórico a la locura. No a la locura de Lalo Cura, sino a la locura en Santa Teresa y más allá.

Los personajes que más cerca están, por su voluntad, de discernir estas atrocidades, no son los judiciales, más bien empantanados en la asignación de los casos abrumantes; tampoco son los policías, evidenciados por Bolaño a partir de una andanada de chistes que los describen como tremendamente misóginos, machistas y estúpidos, y como los principales enemigos de esas mujeres —de todas las mujeres del mundo—; tampoco son los periodistas, asignados temporalmente a los casos. No. Quienes están más cerca de esta resolución son quienes ven lastimada a una mujer querida, o al menos conocida. Es el caso, pues, del sheriff de Huntville, que aparece para indagar acerca de la desaparición de una norteamericana, haciendo evidente que sin embargo, a pesar de tener la intención y el olfato, carece de la malicia pertinente y cae en el centro de la telaraña. También es el caso de la diputada Azucena Esquivel Plata y su interés por resolver la desaparición de su mejor amiga, Kelly Parker, más implicada en los asesinatos y sus móviles de lo que la misma diputada se atreve a aceptar, y que la llevarán a buscar al periodista Sergio González para esclarecer una situación anómala que la conmueve no por su importancia social —como lo capitalizará públicamente—, sino por su interés personal.

El personaje de Florita Almada es la nota folklórica de esta parte, por la cual se asoman otras posibles explicaciones e incluso dimensiones de los asesinatos. Digamos que es la que da un sentido hasta metafísico de las cosas, pero no se sostiene como un hilo narrativo fuerte.

La andanada de truculencias es tremenda, sin duda. Y así como se nota la escritura apresurada, así también lo es la lectura de esta parte, que no admite la contemplación, la ensoñación, el disfrute. Uno quiere salir de ahí lo más rápido posible. Y aunque hay momentos en que pareciera que no puede haber nada más nauseabundo que presenciar este descuartizamiento, son los ajustes de cuentas en la cárcel, en los cuales se ve implicado ya Klaus Haas con Los Caciques, donde se encuentra el momento más repulsivo de todas estas historias de Bolaño.

Esta parte también, como las otras, mantiene una independencia que bien podría circunscribirla a una novela en sí, pero que tiene ciertos intersticios que equidistan con determinadas muescas y guiños de otros aspectos de esta historia múltiple. Es el caso de los sueños, que como en el resto de 2666, son muy importantes ya que van tejiendo una especie de realidad alterna, una explicación implícita y surrealista. Y sin embargo, al final Bolaño no da explicaciones, si acaso va soltando sus conjeturas, pero sin cerrar círculos. Nos deja las historias abiertas, las posibilidades truncadas, las manos vacías. Y si acaso alguna esperanza, pero sostenida con alfileres.


La parte de Archimboldi: 
Las zancadas de un gigante


La parte de Archimboldi, al contrario de la parte de los crímenes, es extremadamente pausada. Se detiene en cada detalle narrativo, en cada resquicio histórico. De pronto aparecen demasiados círculos concéntricos dentro de la historia de Archimboldi, explicaciones y personajes que colman de más la curiosidad que fue cavando Bolaño en la parte de los críticos en torno al escritor fantasma.

Partimos de sus padres: ella era tuerta y él era cojo, mientras que Hans Reiter —su nombre real— era un niño alga, demasiado alto, enamorado del mar y sus profundidades, y cuyo objeto inseparable era un libro sobre animales y plantas, antes de encontrar el Parsifal de Wolfram von Eschenbach, con quien compartiría tiempo después el llevar “bajo su armadura su vestimenta de loco”; aunque en su caso era un uniforme de soldado sobre su vestimenta de loco.

Hans Reiter fue un hombre que tuvo una larga vida. Nació en 1920, y Bolaño lo lleva hasta el final del siglo XX cuando da la puntada final a la novela, con Archimboldi viajando a Santa Teresa —ya dijimos antes que todos los caminos llevan hacia allá—. Pero en esas más de ocho décadas de por medio, tenemos una vida descrita con lujo de detalle, tanto la infancia con los padres y la hermanita Lotte, como la adolescencia cerca de Hugo Halder y la familia del barón Von Zumpe, de quien descendería un personaje intermitente en la historia de Archimboldi: la baronesa Von Zumpe.

Varias cuestiones sobresalen en la historia de Archimboldi y se conectan con las demás piezas de la novela —así como ocurre en las demás partes—; tal es el caso de la historia de Conrad Halder, el padre Hugo Halder, un pintor alemán de la primera mitad del siglo XX, en cuyos retratos aparecían figuras que “sólo eran mujeres muertas (…), todas muertas”.

Tenemos que el horror de la guerra, la muerte sin sentido, la sangre inocente derramada, la fosa común a reventar, acercan toda esta parte de la vida de Archimboldi a los desiertos de Santa Teresa, en una época en la que muchos lugares europeos “estaban llenos de fosas en donde los lugareños enterraban a los que venían de la ciudad, después de robarles, violarlos y matarlos”, según diría Inbeborg Bauer, el amor de la vida del entonces Reiter. Una fosa común para un lugar común.

La misma Ingeborg —quien también da indicios a Archimboldi acerca de los aztecas, su lago, pirámides y sacrificios, sus primeros atisbos de México, pues— parece acercarse de nuevo a los asesinatos que ocurrirán en Santa Teresa muchas décadas después y del otro lado del mundo, cuando habla a Reiter “sobre la atracción que sienten algunas mujeres por los asesinos de mujeres. El prestigio de los asesinos de mujeres entre las putas, por ejemplo, o entre las mujeres dispuestas a amar hasta los límites”; y tiempo después comentará con el campesino Leube, quien se creía que había matado a su mujer, que “hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel”, como resultará ser ese caso, en que el campesino había arrojado a su mujer a un barranco.

Desde que es llamado a filas en 1939, Archimboldi nos lleva por una larga historia de muchos años en los cuales participa en la Segunda Guerra Mundial, nos enfrenta a la sangre inocente derramada, al exterminio. Por medio de él oímos las anécdotas del genocidio que otros le cuentan, o las muertes cruentas que él presencia en su largo recorrido por las estepas europeas laceradas. Son masacres que también equidistan con las que rezuman en la parte anterior, la de los crímenes, y que quizá señalan un foco rojo intemporal, ubicuo origen de tragedias. Tal es el caso del genocidio —¿por accidente?— que perpetrara el falso Zeller, el único hombre que Archimboldi confesaría haber matado, ¿en represalia?, ¿para ayudarle a pagar por los crímenes de tanto judío?, ¿por implicar a tanta gente inocente?, ¿o simplemente porque estaba harto de ser el confesor de tanta atrocidad?

Boris Abramovich Ansky es otro personaje tangencial y también determinante. Un ruso nacido en 1909, que deja sus huellas en papeles escondidos detrás de una chimenea y que luego encuentra Archimboldi en su paso por los abandonados eriales rusos. La historia de Boris Ansky es larga, y lo conduce a la de Ivánov, un escritor de ciencia ficción, y a varios de sus libros con argumentos enredados y extensos. Y es un encuentro importante entre otras cosas porque es en esos papeles donde Hans Reiter lee algo por primera vez acerca del pintor italiano Giuseppe Arcimboldo, de quien más adelante Hans Reiter retomará su nuevo y definitivo nombre: Benno von Archimboldi.

Sin embargo, a pesar de estar tan inmerso en la guerra y sus personajes, tarde o temprano el destino al lado de una máquina de escribir se hace ineludible para Archimboldi, quien comienza, primero con timidez, a buscar a un editor para su primera novela. Luego que tiene las puertas abiertas de la editorial de Jacob Bubis, poco a poco van surgiendo a borbotones sus libros, escritos al amparo de su relación con Ingeborg, desahuciada por un médico, pero a su lado durante mucho tiempo. Bubis percibe su genialidad, y tanto él como la baronesa Von Zumpe —también señora Bubis— serán los andamiajes sobre los cuales Archimboldi podrá construir su obra, que lo llevará a ser candidato del Premio Nobel.

Como los sueños de los críticos, de Amalfitano o de Fate, los de Archimboldi le van trazando caminos, rutas, decisiones y la dirección de sus grandes zancadas, que también aparecen una y otra vez en los sueños de su hermana Lotte, quien será el eslabón en la cadena que una a Klaus Haas —su hijo, preso en Santa Teresa y acusado de los asesinatos— con Archimboldi —su hermano desaparecido tantos años y ya un escritor famoso.

Lotte pierde primero a Klaus, quien se va gran parte de su vida a América apenas dejando rastros, y luego a Werner, su marido. Y sin embargo continúa bregando hasta que México la llama con la voz de Victoria Santolaya, la abogada y amante de Klaus, lo cual lleva a Lotte a México varias veces, y en uno de esos viajes encuentra a Archimboldi por azares del destino en la librería de un aeropuerto, entre las páginas de El rey de la selva, donde distingue la presencia de su hermano y la suya propia, lo que la guía a la editorial de la señora Bubis, quien después, una noche después de unos meses, le remitirá a su hermano para tener un reencuentro después de muchos años. Y luego, eso llevará a Archimboldi a México.

Así pues, Bolaño cierra en la última parte el ciclo que abren los críticos en el primer fragmento de la novela al emprender la búsqueda de Benno von Archimboldi, y se sostiene con el hilo narrativo que inicia Klaus Haas en la parte de Fate. Son Archimboldi y Haas los dos eslabones que al unirse, cierran la cadena, la bisagra que converge al final.

Pero igualmente, Bolaño nos deja abiertas las puertas unas 2666 posibilidades, y tal vez más, si nos remitimos a Amuleto, un texto de Bolaño fechado en 1999, en el cual Auxilio Lacouture, la protagonista, se refiere a “un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.

Eso, sin duda, es 2666.

 Roberto Bolaño (2004). 2666, Barcelona: Editorial Anagrama, 1125 pp.