sábado, 27 de febrero de 2016

DOS VECES ÚNICA Y MIL VECES DISTINTA






Tanto mar dentro. Tanto mar. Pero no el mar calmo, espejo y suavidades. Mar sí, pero de fuego encendido en armas punzocortantes. Erizo tallado a mano, enamorado de sí mismo —y enemigo mortal de sí mismo—; recipiente de obsidiana inundado de ácida penumbra: Lupe Marín, a partir del crisol de Elena Poniatowska.
En esta escultura de asombrosa precisión que es Dos veces única, Lupe Marín es también muchas Lupes, ambivalentes, sorprendentes, menos adorables que abominables, pero siempre descritas con el dato duro, semi duro y blando, y con una comprensión fuera de serie, tanto de esa mujer polivalente, como de la longeva época en la que vivió, es decir, el México de casi todo el siglo XX, sus contraluces históricas y personajes fundamentales.
Con la claridad lograda en el golpe a golpe periodístico, y con una singular, angular y aguda pluma, Elena Poniatowska nos describe en las primeras páginas a la joven Lupe de Diego Rivera, exuberante, enorme, inundada de fruta, color, sabor y vida, con una estatura física y vital capaz de darle batalla al gigante que fue su primer marido. Ambos dos fuerzas de la naturaleza en explosión e implosión, erosión y eclosión constante: dos volcanes que se friccionan y confunden, lava que se mezcla y petrifica en dimensiones históricas.
Destejida de aquella Lupe, tenemos a la Lupe curiosa, inexperta, pero con el olfato capaz de distinguir a un Xavier Villaurrutia, a un Salvador Novo, y de un plumazo a todos los Contemporáneos, y no sólo darse el lujo de atraerlos, albergarlos y cautivarlos, sino también de criticarlos sin pelos en la lengua.
Al unísono tenemos también a la inconsciente e insensible Lupe a cargo de dos niñas maltratadas, madre capaz de amarrar a una de ellas en la reja de la Catedral para poder irse con frivolidad y tan campante al Monte de Piedad, sembrando con golpizas y gritos los surcos que serían heridas abiertas de por vida y de por muerte.
Luego nos llega la primera Lupe de Jorge Cuesta, tan despechada por el monumental Diego como seducida por las palabras de un poeta grave, taciturno, cercano a un personaje trágico de Dostoievski. Hacia el final del libro recordaremos, atando cabos, la fascinación de Lupe por el escritor ruso y su Crimen y castigo, como un extremo del vínculo que la unía a Jorge Cuesta.
Intercalada entre las páginas, asoma también la Lupe hija y hermana, asumiendo con prejuicio la diferencia de su piel como una barrera infranqueable entre los suyos, ajena y rencorosa, aferrada a la figura paterna a la que sin embargo acusa al final por ser como todos los hombres —por abandonarla—. Y a la par aparece también la Lupe trastornada y enferma, embarazada del poeta y, paradójicamente, presa en un contexto nada poético, capaz de renegar de su propio hijo, de devorarlo en su corazón como Saturno, alucinada por el desamor y la ceguera del desasosiego.
Poco a poco se va desarrollando entre las páginas también una Lupe mortalmente rencorosa, ahogando todo amor e incluso piedad por el poeta, como escopeta cargada de resentimiento y balas expansivas de desamor, dando vueltas al tornillo de la venganza desde lejos, moviendo los hilos de marioneta para martirizar implacablemente a su ex marido, y poner no un grano, sino una carretilla de arena para afinar la soga del suicidio.
En los entresijos se nos aparece también la Lupe aferrada a Diego, la gran empresa de su vida, recibiendo los dividendos de su fama y sus recursos, capitalizando su presencia y su ausencia, pero también atendiéndolo de cerca y de lejos, acompañándolo en los abismos de la pérdida de Frida, dando tanta sombra bajo el sol insoportable que el mismo Diego le pide otra vez matrimonio. Otra vez implacable, otra vez inaudita, tenemos a la Lupe que lo rechaza, y que poco tiempo después lo llora en Bellas Artes hasta adelante, con el sello de viuda, y el emblema de única grabado para siempre.
Y entre todas estas Lupes, tenemos a la que es capaz de levantarse de las caídas con garbo, de atravesar los duelos de Jorge Cuesta, de Diego Rivera y de su hija Ruth, de apretarse la cintura para caminar derechita y de afinar y refinar junto a la máquina de coser su imagen obligadamente afrancesada. Tan capaz de negarse placeres con disciplina, como incapaz de ver el daño propinado por todas partes por su descomunal ego, el veneno regado sin misericordia, la compasión clausurada de por vida y hacia todos.
Ya hacia el final de su vida, tenemos a la Lupe abuela, con algunos atisbos más sabios de amor hacia sus nietos, y sin embargo aún poseída hasta la locura por su propia fuerza descontrolada, una desaforada Coatlicue armada hasta los dientes, incluso —y en primer lugar— contra sí misma.
Un momento menos álgido y violento, menos cruento en la vida de Lupe Marín pareciera que es, paradójicamente, el momento de su muerte. Ya sin fuerza, el cuerpo, carcomido por sus propios ácidos venenosos, la paraliza desde el centro con una aterosclerosis intestinal. Esa hecatombe furiosa, tormenta sarcástica e irrebatible, va disminuyendo en intensidad, hasta que de pronto se apaga en un mar ya en calma, saturado —y suturado— en sus costas de vestigios salados y amargos.
Hay un solo atisbo en que parece que la pluma de Elena permite el reflejo. En todo el libro, en toda la historia prevalece una imagen imparcial, excepto cuando Lupe pregunta a uno de sus nietos: “¿Crees que algún día alguien escribirá mi biografía?” Ahí parece que Elena lanza discretamente un guiño —como la imagen de Velázquez en Las Meninas—. Un guiño dulce y brevísimo.
Esta historia puede resultar, por momentos, mucho más imponente, atroz, dolorosa, que cualquier historia de ficción. Sin duda la existencia es la escritora más genial para inventar tramas increíbles, insoportables, sorprendentes. Así, la historia de Lupe Marín encuentra, al menos en estas páginas, un clímax digno de Dostoievski en el suicidio de Jorge Cuesta. De por sí un poeta imprescindible en México, su Canto a un dios mineral lo pone a la altura de su contemporáneo —Contemporáneo—, José Gorostiza, y su Muerte sin fin, y de ahí a la altura de innumerables poemas formidables para la literatura universal, tanto en extensión como en grandeza lírica.
A pesar de la gran cantidad de destellos derivados del gran espejo y reflector que fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, la figura de Lupe Marín posiblemente no se había dibujado en sus magnitudes agridulces, al menos no en un retrato minucioso como Dos veces única. Así también la figura de Jorge Cuesta, tan sólo por la solidez y consistencia de su sobria y bien pulida palabra, raramente había alcanzado, quizá, una caída hacia alturas tan poéticas como biográficas, anticipadas en su Canto a un dios mineral:

Una mirada en abandono y viva,
Si no una certidumbre pensativa,
Atesora una duda;
Su amor dilata en la pasión desierta
Sueña en la soledad, y está despierta
En la conciencia muda.

Sus ojos errabundos y sumisos,
El hueco son, en que los fatuos rizos
De nubes y de frondas
Se apoderan de un mármol de un instante
Y esculpen la figura vacilante
Que complace a las ondas

Es la vida allí estar, tan fijamente,
Como la helada altura transparente
Lo finge a cuanto sube
Hasta el purpúreo límite que toca,
Como si fuera un sueño de la roca,
La espuma de la nube.

A la vez que es un considerable retrato de época, Dos veces única es también un cuidadoso acercamiento a determinados protagonistas, a sus razones y sinrazones. Es también un valioso y digno parangón, en prosa, de las monumentales obras de Diego Rivera, construido con la filigrana del dato preciso y la entrevista, el testimonio y el hecho verificable, levadura que da consistencia a estas páginas que son verdad, pero que también son historia, que alcanzan a levantarse en vuelo  pero consolidadas en el reflejo de su propia autenticidad.
   Las fuerzas retratadas en este libro, encarnadas en sus protagonistas, son —y también somos, en el caso de los lectores— deudoras de otra fuerza admirable de la naturaleza, capaz de recoger con sabia paciencia el oro entre tanta tierra de tiempo y palabras, capaz de limpiar y conservar cada parte valiosa, pulirla, engarzarla hábilmente con las demás, en una sinfonía que es novela y es historia, es grandeza de México tanto como es poesía, es verdad tanto como es imaginación, mirada clara, pluma original y generosa, tantas veces única, tantas veces Elena.

Elena Poniatowska
Dos veces única
Seix Barral, 2015
416 pp.