domingo, 13 de octubre de 2019

JOKER EN 2019


Una risa acentuada, incontrolable, tan rota que parte el comportamiento de Arthur Fleck hasta convertirlo en el hazmerreír más lastimado y pisoteado de todos los Joker. Esa risa es el andamiaje de la historia de un personaje que distorsiona su propósito forzado de hacer reír a los demás —estigmatizado por el paradójico apodo de su madre: “Feliz”—, para lograr sólo la burla, el rechazo e incluso la persecución. Una risa que le vuelve el payaso más triste y vulnerable, diametralmente lejos del usual supervillano antagónico del superhéroe.

A ciencia cierta no sabemos cuál es la enfermedad agazapada en la mente de Arthur Fleck, ni en qué consiste esa risa incontrolable que en algunos momentos raya en lo siniestro, sin encontrar ahí, tampoco, una coartada. Pero hay en el trayecto que nos presenta Todd Philips, en esta nueva versión del Joker en 2019, una obra que se adentra en la mente de un ser lacerado por una “realidad” acre, violenta, punzante.

A diferencia de cintas que ofrecen el esbozo de otros Joker más situados en sus características sobrehumanas, en algunos casos, o antagónicas en otros —llevadas a una cúspide por el inalcanzable Heath Ledger—, en esta propuesta el director nos entrega a un protagonista que no puede explicarse ni esbozarse en la maldad, el sadismo, la perversión. Aquí tenemos a un ser que en principio no actúa: reacciona, sometido por su propia enfermedad mental y su necesidad de ser medicado. Así que cuando ese medicamento es suspendido, como parte de un coctel de circunstancias que le aguijonean —la agresión, las golpizas, la traición de un compañero, el despido, la confrontación de una situación familiar insoportable, el abandono del apoyo social, el engaño y el sometimiento—, el cascarón de Arthur Fleck termina de romperse, para dar paso al nacimiento de un Guasón inédito, posmoderno, encarnado por un magistral Joaquin Phoenix.

En ese sentido, y entre el ramillete de propuestas de esta saga, la película logra el cometido de su singularidad. No ha habido antes un Guasón tan hondamente fincado en la cicatriz. No ha habido antes un antagonista de Batman que fuera crisálida y lograra volverse mariposa de la oscuridad en un momento sublime. La danza de Arthur Fleck, con el grave canto de un chelo y bajo la luz mortecina de un sucio baño público, luego de su triple homicidio en el metro, alcanzará la estatura de uno de los momentos más logrados, ya no digamos de la cinta o de la saga: llegará muy lejos.

La película tiene a su favor, entre muchas otras cosas, una denuncia intrínseca e insoslayable. En su primer diálogo con la trabajadora social, el mismo Arthur lo verbaliza: “¿Soy yo, o se está poniendo cada vez peor allá afuera?” Y en efecto, el mundo en el que vive no lo desmiente. Esas calles llenas de ratas, vandalismo y desigualdad, son un universo hostil por todos los flancos. Esos trayectos llenos de agresiva fealdad, son escenarios para que una mente disfuncional sólo sobreviva dopada. Esa cuesta que debe subir todos los días para llegar a una casa que en realidad no es un refugio, es la analogía de su vida, cuesta arriba y sin esperanza. Por eso esa misma cuesta adquiere el brillo de un significado inverso en una de las escenas finales, cuando la baja por última vez, ya transformado, y camino al estudio de televisión, bailando la célebre pieza de un —ahora más— polémico Gary Glitter.

En ese sentido, sí, tenemos a un protagonista que es víctima múltiple, atacado por doquier, pero lo escalofriante, lo verdaderamente triste, es que eso no es ficción. La película nos entrega una ciudad Gótica que es la Nueva York de hoy, de esta semana, aunque esté ambientada unos años atrás. No hay aquí el maquillaje del cómic, el edulcoramiento de la ficción. Ese metro cansado que sube de Brooklyn a Manhattan entre calles contaminadas, aire enrarecido, turbio, es el metro sucio que extiende sus líneas en vagones sorprendentemente viejos, que pasan sobre rieles que, efectivamente, hoy están rellenos de ratas, basura y graffitis que resuenan en los ojos como los aullidos visuales de los enmudecidos por el sistema, esparcidos por doquier.

De alguna manera, este Joker vindica la libertad con que el director desarrolla su propuesta al instalarse en la mente del protagonista. En ello residen argumentos a favor de la distancia que toma esta cinta respecto a sus antecesoras, e incluso de la historia fundamental del héroe y el supervillano. Sí, por supuesto que tenemos los guiños de la familia Wayne, por ejemplo, pero este Guasón se va por la libre y a sus anchas por carreteras perdidas que bien podrían emparentar por momentos con las de un David Lynch de sórdido thriller psicológico, o con los momentos más estetas de un Jim Jarmush hilvanados con sólidos elementos visuales y musicales, o con el Alan Parker de The Wall, donde también converge la inmersión psicológica insoportable con la resistencia de las masas, y la música como columna vertebral. Porque la música para el desarrollo del Guasón como personaje, es un hilo conductor más que alterno —medular.

Tan medular como la máscara que implica para Arthur no sólo el emblema de un oficio, es también el lugar donde se esconde, aunque no deja de asomar por ahí lo contrahecho, como cuando, en la primera escena, al maquillarse deja escapar una lágrima, y luego se obliga a impostar una sonrisa exagerada, deforme, como su risa. Es la misma sonrisa del clímax, sobre el toldo de un auto, y sin la deformidad de lo forzado: es la sonrisa de un Guasón realizado en la seguridad de su existencia, luego de aplicar su personal “Mato, luego existo”.

La máscara del payaso implica también muchas otras cosas en esta puesta en escena. Para Thomas Wayne es el escalón de abajo, el estigma que los privilegiados imponen a los que descalifican, que al final son el grueso de la sociedad, los desposeídos, que a partir de esta agresión clasista acaban por adoptar esa máscara para rebelarse contra un sistema injusto e insoportable, y para revelarse en la fuerza enardecida de la masa que encuentra un símbolo de redención en uno de los suyos, que sin embargo no es cualquiera: es el que representa el límite, el más pisoteado, el tratado más injustamente, el más vulnerable, situado en el otro polo del privilegio de los Wayne: antagónico, ahora sí. Y en última instancia, no es cualquiera: es el que se atreve.

Y así como la música es hilo conductor para la trama, así la falta de amor lo es para la paulatina devastación del personaje. Una falta de amor desde el origen que desvirtúa su pasado, y nos deja en la incógnita de su posible adopción y maltrato infantil, y luego se traslapa a su trabajo, a su vida como adulto, al sistema que le vuelve un adefesio social capaz de vivir el amor sólo en una imaginación sumida en el delirio de la locura, porque a momentos no sabemos qué es realidad y qué es producto de la fantasía de Arthur, como cuando nos lleva por un romance que en realidad sólo era imaginación; así se mantiene viva una pregunta en torno a la veracidad de lo que va experimentando, o quizá sólo imaginando en los vericuetos de la locura.

Una locura que cierra la bisagra con el sistema carcomido del que procede, tal como la plantea Michel Foucault al vincularla con relaciones de dominación que aplican la medicación y generan la noción de “enfermo mental” obligado a ser funcional en un mundo que no lo es. Esta postura de sublevación del filósofo ante una maquinaria insoportable se refracta en el perfil de seres alienados que corresponden a una historia del poder y la hegemonía, en gran medida sostenida en las instituciones médicas como forma de dominación. Así, la locura y el loco, engarzados en la burla social y el desprecio, son vías para la resistencia de lo marginal, que desde “Historia de la locura” (1961), pasando por “Vigilar y castigar” (1975), alcanzan la estatura del símbolo, pasando por el cuestionamiento del sistema hasta erosionar lo planteado como “razón” y “normalidad”.

El loco entonces embona con la figura del payaso, alcanzando el anonimato por medio de la máscara y escondiendo también, tras el maquillaje, la herida, que palpita hasta volverse subversión imprevisible. Así la historia de Arthur Fleck, de origen trágico como lo fuera la de Joseph Grimaldi, el primer clown moderno, de quien Dickens escribiera que “Por cada risa que causó, sufrió un dolor proporcional”, o la del payaso Pierrot, este sí de historia macabra, pero no tanto como la del payaso Pogo, poco más un siglo después. Todos ellos comparten con Arthur Fleck un origen trágico que incluso se extiende hasta la vida del actor mismo que lo encarna, inmerso en la trágica pérdida de su hermano, el también brillante River Phoenix de My Own Private Idaho.

La paradoja del payaso infeliz que este nuevo Joker nos hilvana, también se refracta en la elaborada a partir de otros personajes indispensables, como aquel Hans Schnier de Opiniones de un payaso (1963), la magnífica obra del Nobel Heinrich Böll situada en la posguerra alemana. Un payaso obligado por oficio a hacer reír, y sin embargo con la felicidad vedada, también sujeto a circunstancias dolorosas, e incluso trágicas, en un ambiente social en extremo hostil.

Hostilidad que es la que da uno de los toques preponderantes a la cinta de Todd Philips, y que en el último chiste del Guasón en el estudio de televisión pareciera ser el epítome y epílogo de toda la historia: “¿Qué obtienes cuando cruzas a un solitario enfermo mental y a un sistema que le trata como basura?... ¡Obtienes lo que mereces!”

Luego de esta explosión final viene el renacimiento determinante del Guasón, cuando es rescatado de la policía, y sacado por la ventanilla de la patrulla como en un parto inverosímil. Es ahí donde encuentra el sentido y culmina la transformación del Guasón, ahora sí subrayada por la sonrisa inmensa, infinita de su propia sangre, que precede ya a un asesinato instalado en lo pulcro de la reclusión, en una comedia siniestra trazada con las huellas de la muerte, pero fincada aún en la risa, como al principio.


Que si es melodramática o no, que si tiene una dosis de moralidad o de violencia insoportable, lo cierto es que este nuevo Joker confronta, cuestiona, sumerge en el cuestionamiento y la reflexión tanto que pocas veces he visto que se escriba tanto y de manera espontánea respecto a una cinta. Lo cierto, también, es que nos refleja un escenario perfectamente ubicable, tristemente configurado en la insensibilidad y la inconciencia: la sociedad de nuestros días. Hay ahí una llamada de atención entretejida con momentos bellamente logrados. 
Una llamada de atención tan necesaria como imperdible.

    María Vázquez Valdez


lunes, 3 de septiembre de 2018

martes, 28 de noviembre de 2017

KAWSAY. LA LLAMA DE LA SELVA




Por Eurídice Román de Dios

(Durante la presentación de 
Kawsay. La llama de la selva
7 de agosto de 2017
Casa del Poeta, CDMX.)

"Avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre…"
Octavio Paz


Acercarse a la poesía es siempre un riesgo fascinante, porque nos coloca en los territorios de las fibras delicadas de la sensibilidad y la inteligencia. Es una de las formas de tocar la llama inevitable de la belleza que todo lo transforma con su sola presencia.

Hoy, nos reúne un trabajo poético de búsqueda, encuentro, pero fundamentalmente de metamorfosis constante. Desde la portada, María Vázquez Valdez nos pone frente a un espejo, que a la vez es un viaje hacia las raíces de lo que somos en esencia; la piel tatuada de follaje es un “árbol adentro” (parafraseando a Octavio Paz). 

       Desde la primera mirada al libro observamos a la autora, se nos entrega, sabe que ella es y no es porque es también epidermis de naturaleza viva. Ella es la selva. Ella es oriente y occidente, es fundamentalmente una invitación y una revelación de la experiencia mística, del encuentro, que no es otro que un encuentro consigo misma que implica mimetizarse con las raíces ancestrales de donde venimos, de donde somos y seguiremos siendo. El oriente de María es el espacio que habitábamos antes de ser la cultura hispanoamericana que somos desde hace siglos, cuando dejamos de hablar idiomas indígenas para adoptar y adaptar el español como lengua. Y es que nuestras antiguas culturas originarias se hermanan con el oriente de la India, del Japón, del budismo Zen. La voz poética de María, autora de Kawsay, que significa “vida”, nos regresa lo que somos en esencia; a través de sutiles pinceladas verbales nos abre el trayecto que se requiere para la purificación ritual.

La escritura, la historia, el imaginario colectivo, pero también los sueños, el deseo, la invocación de los sentidos, confluyen y confirman que la divinidad está en los seres humanos, en las personas, no solamente en los dioses. Este breve libro lo constata.

Con esta lectura nos instalamos en un juego misterioso de Contención y expansión, de Tradición y ruptura. Sublime y suave estructura que inicia con:
Uno Afirmación de lo que somos, de la unidad que nos conecta con todo lo que existe en el universo y más allá del universo. Desde lo ínfimo hasta lo infinito.

Continúa con: 
El encuentro, un canto  que va de la oscuridad a la luz, de la ignorancia hacia la experiencia purificadora.

La estructura avanza con una conexión alucinada del mundo antiguo que sigue siendo el mismo y continúa en nuestra sangre. Renovación o mejor aún, renacimiento, reconocimiento de la iridiscencia misteriosa que nos compone.

Escuchamos el:
   Canto que se diluye en sonoridades onomatopéyicas para recordarnos el origen de la lengua: marirí, marirí, marirí. Entrega de sí misma en ofrenda y sacrificio florido.

En la selva andina, tocamos la exuberancia donde la luz de las luciérnagas abre el sendero a la voz poética sin límites.

Ríos, humaredas y largos días en el trayecto aparentemente sin rumbo, porque no se trata del camino que se realiza con los pies sino que se realiza con los ojos metafóricos de todo el cuerpo. Así, logra de esta manera llevarnos por un proceso de liberación para soltar lo que no se necesita para existir. Solamente así es posible ascender hacia los lugares paradisiacos y perfectos donde nada sobra ni falta.

Si Dante descendió para reencontrarse, María toma la experiencia literaria y poética a través de seis ascensos lúdicos, un interludio y el milagro necesario para descender, retornar otra, una “yo” purificada y reencontrada en la gran creación que es el todo, y así emprender el vuelo, la danza etérea. Hasta llegar a la comprobación de que el mundo es un filamento donde convivimos muertos y vivos, día y noche en eterno amanecer.

Oriente prehispánico y oriente hinduista, Zen, misticismo. Se religan e interligan, en el lenguaje de los cuatro elementos: agua tierra, viento y fuego.

Sachamama, la madre tierra. Serpientes, Icaros, y una sutil presencia melódica del silencio.

“...comenzar desde un principio/ y sin reservas”.
Hasta el alba.
A través de los ojos no del cuerpo sino del espíritu.

Palabras que tocan lo que no se ve,  otros mundos que están pero que requieren de ser percibidos.

Espacios donde todo se trastoca, se reinventa, en una eternidad sin tiempo. Vigilia, sueño y realidades se hacen lo mismo y Uno, totalidad que nos diluyen para constatar que sí somos más allá de la epidermis y del sitio, el cerco del que José Gorostiza en Muerte sin Fin, nos introdujo siempre: “lleno de mí, sitiado en mi epidermis”…

María también transita por un erotismo verbal, que se tatúa sobre el cuerpo enamorado, a la vez efímero. Moradora del silencio, Ceremonia, Ritualidades, Como agua que corre y no se detiene. Paréntesis que se abre. Nada y todo. Admiraciones que se neutralizan. Parcelas, singularidades que embellecen los pasillos de la vida cotidiana.

Cumpliendo con los lindes de la poesía y su dimensión de rehacer el mundo constantemente, en vía luminosa para tocar de fondo los grandes temas de la condición humana como son el amor, la muerte, el dolor, el viaje, la añoranza, la naturaleza. La poesía es una de las maneras de liberación del espíritu, y es también una enorme contención. Escribimos para buscarnos, encontrarnos, perdernos, y avanzar en una especie de manifestación de la evolución humana. A través de la palabra prístina y precisa, sumergirnos en los corredores de la memoria. Gracias María por regalarnos esta experiencia ontológica que al final propicia paz y dicha.


Kawsay. La llama de la selva
María Vázquez Valdez
MarEs DeCierto Ediciones / La Herrata Feliz Ediciones
Ciudad de México, 2016
90 pp.

domingo, 12 de marzo de 2017

Las uvas de la ira y su amarga vigencia




El viento eriza el polvo, que invade el aire que se respira, y hace imposible que las semillas germinen y que la vida florezca sin lluvia. El cielo es adverso y determina la pérdida gradual de los frutos de la tierra, y con su ausencia la pérdida de la tierra toda en manos del gran monstruo de metal que se cierne acechante, y cuyos tentáculos llegan desde un desalmado sistema económico hasta los rincones más apartados de un mundo que se desmorona.

Estamos en los tiempos de Las uvas de la ira, momentos aciagos que sobreviven a la Gran Depresión en Estados Unidos, en medio de la gran depresión real que va adueñándose de seres, familias, granjas marchitas, caminos atestados de grupos desposeídos por los bancos de lo único que tenían: un trozo de tierra cada vez más estéril, cada vez más acosado por un tiempo inclemente.

Las uvas de la ira, escrita por John Steinbeck en la década de 1930 —a más de ocho décadas de distancia y sin embargo profundamente vigente y ubicua— es la historia de una familia, los Joad, y también de un país entero en crisis. Es el éxodo de una familia, y también de un grupo numeroso que parte impulsado por un sueño ingenuo e inalcanzable, trampa del mismo sistema que se va engranando hasta succionar lo que sea posible, palmo a palmo, a favor de unos cuantos y a costa de la mayoría.

Tres generaciones de los Joad —los dos abuelos, los padres y el tío John, y los hijos, Noah, Tom, Rosasharn, Al, Ruthie y Winfield— parten del oeste de Oklahoma rumbo a los paraísos californianos retratados en amañados panfletos que logran su cometido: atraer a miles de desesperados emigrantes, capaces de trabajar por los sueldos más bajos a cambio de una cada vez más angustiada y urgente sobrevivencia.

La novela muestra con los tropiezos a los que se va enfrentando la familia, un contexto sociopolítico cruento, injusto, abusivo, y equidista con planteamientos ideológicos claros y bien estructurados, ambas cosas muy vigentes, y sin embargo no se diluye en la arenga política, y se va sustentando capítulo a capítulo con solidez verosímil, con la perseverancia firme de la tortuga del tercer capítulo que, a pesar de los obstáculos, vuelve una y otra vez a enfilarse con dirección al sur, con su casa a cuestas y sin importar los contextos más arduos.

John Steinbeck construye en Las uvas de la ira un armazón de personajes entrañables y al mismo tiempo pone las bases firmes de una novela histórica, retrata una realidad esculpida en el tiempo con un cincel innegablemente humano, donde el microcosmos que va pautando la historia de los Joad es en definitiva el macrocosmos no sólo de Estados Unidos en ese momento histórico, sino de la condición humana llevada a los extremos de la desesperación, pero también del florecimiento de los aspectos más enaltecedores y luminosos de la vida.

En los Joad tenemos bien perfilada la figura de los emigrantes, que sin embargo son innegablemente estadounidenses, con generaciones de predecesores bien anclados en su tierra, con los derechos inalienables en su momento fincados en el color de su piel blanca, en su nacionalidad innegable. Y sin embargo son los hombres y mujeres explotados, presa fácil de los hombres que son depredadores del hombre, los que tienen el dinero y persiguen las ganancias a costa del rechazo más ciego, la explotación más vil, la persecución más irracional. Porque hay una ceguera irracional diseminada en todos los contextos de esta historia, infestada por el miedo. El miedo que sienten los propietarios californianos ante hordas de grupos hambrientos, necesitados y desesperados, que a su vez encienden la mecha del miedo en los emigrantes que, antes ilusionados, se ven de pronto acosados, golpeados, maltratados, explotados hasta niveles inimaginables antes de su éxodo.

Y esta ceguera, este miedo que se van enquistando, anquilosando, son parte de uno de los paradigmas que sostiene Steinbeck en Las uvas de la ira: la verdad y su distorsión, la percepción errónea del otro, siempre en detrimento del que menos tiene, por medio de la cual se trasluce, en cada parte de la historia, un firme sentido ético.

Las uvas de la ira sorprende por su claridad, por muchos episodios conmovedores y a la vez profundamente realistas, por la capacidad de su autor de narrar con maestría desde una posición asumida con firmeza para esa y cualquier época, para esta época. Es una historia valiente, que se arriesga al rechazo que efectivamente tuvo Steinbeck en su momento, pues todavía estaba lejos de sus manos el Nobel, que obtuvo hasta la década de 1960. Es una historia que denuncia y a la vez argumenta y demuestra un contexto que se puede extrapolar a muchos episodios históricos de cualquier parte del mundo, y eso es lo que la hace tan actual. Porque Las uvas de la ira bien podría ser la historia de una familia de sirios o palestinos, obligados a huir en medio de la guerra, o de un grupo de mexicanos emigrantes expulsados por Trump esta semana, o una familia de sudamericanos tratando de llegar a la tierra prometida, viajando en “La Bestia” hasta encontrarse con los páramos atroces de Tijuana.

El libro está dedicado a Carol, que según Steinbeck deseó este libro, y también a Tom, que lo vivió. Y si ese Tom es el de nuestra historia, efectivamente, con él inicia todo, y su destino frente a nosotros lectores lo deja Steinbeck a la deriva. Sabemos de su valentía, y también que es el hijo predilecto y pródigo, fiero y fiel a la vez, y con él se va destejiendo el hilo conductor de la novela, hasta llegar a su clímax como personaje, y a su redención como emblema narrativo.

En el inicio, Tom encuentra en su oportuno regreso a casa desde la prisión al ex reverendo Jim Casy, cuya presencia profundiza el sentido ideológico de la historia. Casy es el hilo filosófico y la reflexión social, la conciencia que es capaz de inmolarse a favor de los otros, de disolverse a favor de la mayoría, el que afirma y se afirma sin temor a las consecuencias, lo más honestamente posible. El que pone a la religión y a Dios en su lugar en toda esta historia, descorre con respeto los velos de la ilusión y la ingenuidad de los otros, y atiende con paciencia y humanidad a los demás. Casy es el que ve mejor de todos. El que se da cuenta de que el abuelo está muriendo sin su tierra, el que predice su final en silencio y sin alarma. Es el que se entrega a cambio de Tom, con agradecimiento y sin egoísmo, y el que al final trata de mostrar a todos el engaño de los patrones, el que habla y encabeza, el que se inmola y trasciende. De él hereda Tom la conciencia, la visión y la capacidad de hacer algo por los otros aun a costa de su vida.

En el largo éxodo de ilusiones progresivamente deshilachadas que emprenden los Joad desde Oklahoma, la familia se va desgranando como mazorca. El primero que muere es el perro, augurando la salida a un mundo hostil e incomprensible para ellos, lleno de peligros antes desconocidos, y mortales. Luego se va el abuelo, en un fulminante ataque de desesperanza e impotencia; después Noah, el primogénito, que atravesado por un daño sin localización, pero irrefutable y decisivo, se va río abajo y sin mirar atrás. La abuela muere en medio del rudo cruce del desierto desde Arizona a California, casi en soledad y para ser enterrada entre los pobres. El reverendo Casy se entrega en un atroz Hooverville, y Connie, el marido de Rosasharn, desaparece cobardemente y sin despedirse de nadie, ni de su mujer embarazada.

La pesadilla alcanza un punto álgido en el Hooverville, donde pareciera concentrarse la miseria con más intensidad, la desesperanza del despojo, el daño irreversible. Los Joad escapan como pueden y justo a tiempo del infierno, literalmente en llamas, para ir a parar a un campamento del gobierno, donde encuentran un oasis repentino donde recuperan aunque sea provisionalmente su humanidad, son tratados como personas, y encuentran un sitio donde no son acosados ya como plaga, como animales nocivos que hay que exterminar o explotar hasta el máximo.

Pero el hambre y la falta del trabajo los empuja de nuevo a la carretera 66, esta vez hacia el norte, hasta caer en las garras de los explotadores de un campo de melocotones, engranaje final con la huelga encabezada por Casy. El buen olfato de Tom lo lleva hasta el nudo doloroso de la historia, que deriva en una nueva huida en la que los Joad encuentran un nuevo respiro, muy corto, en un campo de algodón, hasta que comienza a acechar nuevamente el hambre y la falta de trabajo.

Al llegar al desenlace de la historia llega una nueva catástrofe natural con la lluvia, y sus trágicas consecuencias llevándose toda posibilidad de trabajo y comida, y amenazando con enfermedades y muerte. Cuando parece que no puede haber nada peor, el único vendaje posible para evitar la inundación, idea de Padre, se rompe con la caída estrepitosa de un árbol, que materializa en toda su magnitud la tragedia última. Hacia el final, Steinbeck, en boca del tío John, abre una herida como denuncia fatal. El tío John, que apenas habla en la historia, cargando sus pesados pecados imaginarios, incapaz de levantar la cabeza, es el que reclama a la crueldad de todo el contexto, el que deja la evidencia al descubierto, el dolor encendido de la muerte, el pisoteo a la esperanza más honda en cualquier lugar, en cualquier raza.

El último en partir tras la catástrofe es el camión mismo, personaje central de la historia, hilo conductor literal, que queda inservible luego de la inundación. El camión simboliza la esperanza y también el caparazón de la tortuga, del tercer capítulo. Es protección y vehículo de las esperanzas y también de las posibilidades, el conducto de la fuga y el escondite, la herramienta fundamental del éxodo. Ya sin vehículo, sin los hijos mayores y varones, sin los abuelos, la familia pareciera a punto de ser apagada por un último soplido.

La Madre es el sostén, el faro, es Moisés en este exilio, abriendo el mar rojo de furia con su determinada decisión por sacar adelante a su familia, con su fogón inalterable y su paciencia interminable. Es ella la que decide, la que arrastra los despojos de lo que queda, sin saber a dónde ni por qué, tan sólo sabiéndolo. Padre le pregunta: ¿Cómo lo sabes? No lo sé, responde ella, simplemente lo sé.


Hacia el final, Steinbeck, que nos había llevado todo el tiempo por una carretera central, de pronto vira por un sendero y nos muestra una maravilla que engrandece lo que pareciera un suplicio sin redención. Porque es un acto redentor de toda la especie lo que cierra la novela, que pareciera escrita, toda ella, para ese momento final que enciende la vela de todas las esperanzas, poniendo una vez más, al descubierto, el brillo que no enceguece, el brillo que ilumina y da calor, el brillo de un sutil roce de la vida.

María Vázquez Valdez


John Steinbeck
Las uvas de la ira
Crítica
549 pp.