domingo, 28 de octubre de 2012

Luz de Agosto, de William Faulkner




A William Faulkner a 50 años de su muerte,
y a Luz de Agosto a 80 años de su publicación.

María Vázquez Valdez

Dos epopeyas que resultan destinos opuestos. Lena Grove es una mujer blanca, joven, embarazada y sin marido, que es aceptada, aunque con reservas, por la sociedad puritana del sur de Estados Unidos, en el primer tercio del siglo XX. Joe Christmas es un hombre mestizo, acorralado por su propia sangre desde niño, con un cúmulo de contradicciones entre el ser blanco y el ser negro, que al final es cruelmente asesinado por esa misma sociedad.

En un recorrido tejido como filigrana por William Faulkner, encontramos historias que parecieran construidas en círculos concéntricos. El primero, el externo, el que abre y cierra el libro, es el que traza Lena con su trayecto desde Alabama hasta Tennessee, buscando a un tal Lucas Burch, cuyo nombre falso la guía hasta Jefferson. Ese círculo se cierra con la continuación de su búsqueda llevando consigo no sólo a su recién nacido, sino al Byron Bunch que le regaló, no sin ironía, el destino: un Bunch por un Burch.

Varios círculos surgen a partir de este primero, y nos llevan a las profundidades de los personajes y sus vidas. Si bien hay algunos de los que apenas tenemos trazos breves que nos definen su personalidad, como es el caso de Brown —el falso Lucas Burch—, otros se van sumando con un meticuloso recuento de sus cuerpos y sus circunstancias, como es el caso de Hightower y la señorita Burden, u otros personajes que, aunque aparecen brevemente, son fundamentales para la historia, por lo cual Faulkner nos los entrega descritos con las coordenadas que explican sus devenires. Tal es el caso de Grimm, el verdugo final de Christmas, o la esposa de Hightower y sus pulsiones al límite.

Si lo vemos así, tenemos entonces que el primer círculo de la historia es Lena, y luego van surgiendo varios círculos interiores mezclados entre sí con los personajes, hasta encontrarnos con el círculo medular del libro que es la historia de Joe Christmas.

Luego de verlo parado frente al aserradero, enfundado en su overol, con su mirada circunspecta, bien podría haberse quedado como otro personaje secundario, incluso de menor importancia que Brown. Pero poco a poco va desarrollando una profundidad psicológica y una complejidad de vida que no tiene ningún otro personaje de la novela.

Es Christmas el meollo de este asunto. Y este círculo central pareciera despuntar en relevancia cuando, luego de tener su encuentro con los negros que lo acusan de ser blanco, y luego de haber vivido una vida como blanco acusado desde niño de ser negro, Christmas se acercara al despeñadero de su vida sin siquiera imaginar que le iba a suceder algo, poco antes del último encuentro con la señorita Burden.

Este telón de fondo se abre con magistral sutileza para dar paso a un Christmas niño. Y luego continúa hasta el clímax de la historia, con su muerte casi al final. Esto ocupa la mayor parte del libro: el recorrido de Christmas desde que en el orfanato al que es llevado por su abuelo (al que podemos identificar casi al final del libro) ya es señalado por otros niños como negro, y maltratado por una niñera. Y luego, más adelante lo vemos adoptado por los McEachern, de quienes se aleja con un brutal desagradecimiento años después, en ataques de furia y agresión equivalentes a los que recibe él mismo en varios episodios.

Ahora bien, si el meollo del asunto es Christmas, a su vez el meollo del asunto de Christmas es su identidad, o su falta de ella. Hijo de una mujer blanca y de un mestizo, nace con el suficiente estigma para que su abuelo mate a su padre y se deshaga de él cuando es bebé, con un odio enardecido con la misma intensidad que treinta años después.

No tenemos más noticia del misterioso hombre que transporta a Christmas de un lado a otro cuando es niño, hasta que aparece el “Tío Doc”, un anciano de pasado enigmático, y su mujer, ambos personajes de caricatura, que sin embargo tratarán —al menos la abuela— de hacer algo para salvar a un nieto perdido para siempre.

Porque si Christmas es incapaz de actuar con amor y agradecimiento, tampoco recibió ninguna clase de afecto desde que fuera arrancado de Milly, su madre, y de su abuela. Tampoco lo recibió en el orfanato, ni por la estricta rigidez de McEachern, tampoco por la reseca complicidad de su madre adoptiva. Ni siquiera por la señorita Burden, de quien, como de la mujer de McEachern, recibía platos de comida que él no sabía sino estrellar contra la pared con rabia.

Porque la señorita Burden estaba dispuesta a autoinmolarse con él, pero finalmente lo que pretendía era llevarlo al límite y hasta la muerte, no hacia la vida. Y de gente cercana como Bobbie o Brown no podía esperar más que ser entregado por unas monedas. El único que siente una compasión tardía por Christmas es Hightower, pero finalmente es una compasión que el pastor siente hacia sí mismo, por la cual busca redimirse de una historia de inmovilidad y desesperanza.

¿Será que existe relación entre la historia de Joe Christmas y la de Jesucristo? ¿Hay coordenadas que vinculan a Luz de agosto con los evangelios? Hay algunas cuestiones, como la manera de definir los encuentros entre Lena y Brown: “Y apenas hubo abierto doce veces la ventana, cuando se dio cuenta de que habría sido mejor no abrirla nunca”. Aquí podríamos tener un atisbo de la Anunciación. Pero este caso no coincidiría con la Anunciación de la madre de Jesucristo, pues Lena no es la madre de Christmas.

En todo caso, tenemos a un Christmas unido a Jesucristo por el nombre y por el hecho de ser sacrificado por una sociedad intolerante, incomprensiva y brutal, también a la edad de 33 años. Por otro lado, también tenemos a un Brown que, como Judas, vende a Christmas por unas monedas, y a un Byron Bunch que bien puede hacer el papel de un abnegado José, capaz de adoptar al hijo de otro y de seguir a la madre por caminos tortuosos señalados por extraños designios.

Pero así como nos quedamos con este enigma que nos arroja pocas e insuficientes pistas, así nos queda como cabo suelto la genética de Christmas, y lo absurdo de una tragedia surgida de la especulación, pues sabemos que Eupheus Hines, su abuelo, primero creyó que el hombre que engendró a Christmas con su hija Milly era mexicano, y luego alguien le dijo que tenía sangre negra. Pero nunca lo supo a ciencia cierta —ni nosotros tampoco.

El asunto es que no tenemos a un negro victimizado por el color de su piel, tampoco a un blanco rechazado por su ascendencia negra y comprobada. Lo que tenemos es a un hombre con un ambiguo color de piel, señalado por la especulación prejuiciosa de su abuelo, transformada en rechazo hasta la muerte; tenemos a un niño victimizado por su cuidadora porque la descubrió inocentemente; tenemos a un joven que confiesa algo a una prostituta en lo que podría ser una confesión romántica, pero que le atrae una golpiza de muerte.

Finalmente, la cuestión es lo que Christmas piensa de sí mismo. Teme ser negro, aunque no lo sea, porque su piel no lo es. Teme ser negro y así lo comunica —con palabras y sin ellas— a otros niños, adultos, mujeres con las que tiene una relación, gente cercana. Es lo que él teme y no lo que es lo que lo lleva a la muerte. Porque si él no se hubiera creído negro, la señorita Burden probablemente no se habría interesado en él. Si no se hubiera creído negro, no se habría confesado con Brown o con Bobby como si hubiera cometido un pecado invisible. Es lo que él cree lo que comunica a los otros cómo deben tratarlo, y en última instancia victimizarlo.

Pero es algo que cree sin la suficiente convicción como para que quede claro. Porque así como los blancos lo señalaban como negro, así los negros lo señalaban como blanco. Es la indefinición, la falta de identidad: “Tú eres peor que negro. No sabes lo que eres. Y más que eso: nunca lo sabrás. Vivirás, morirás y no lo sabrás nunca”, le dice un negro.

Y tan es así, que Christmas, como nos lo cuenta Faulkner, se escapa como blanco, se deja atrapar como negro, trata de huir como blanco con los zapatos de un negro, y finalmente se deja matar por un blanco y sin oponer resistencia, como negro.

Hay que señalar algunos juegos onomásticos. Por un lado tenemos a una señorita Burden que se vuelve una carga para Christmas, una carga tan pesada que lo lleva a la muerte. Tenemos también a un Hightower que pareciera ser el que tiene la visión más completa de la historia, desde la alta torre que le construyeron tantos años de exilio social y espiritual.

Christmas es pues víctima y victimario. Es el hombre y el lobo del hombre. Es su propio verdugo, inoculado con el veneno del fanatismo y el odio de su abuelo, que le inculcó la falsa conciencia de ser el mal y la necesidad de ser castigado. Por eso el niño Christmas soportaba los golpes de McEachern con estoica frialdad. Por eso el joven Christmas soportó la golpiza de los amigos de Bobby sin defenderse, y hasta quedar casi inconsciente. Por eso el Christmas adulto soportó la cacería, el vituperio y las golpizas, e incluso el ser sacrificado como un animal en el rastro: para expiar una culpa germinada en el prejuicio.

Pero también por eso Christmas se ve impedido para el amor. E incluso teme a las muestras de amor femenino más que a la brutalidad masculina: porque en el escenario del amor es donde se vuelve victimario. Por eso su rechazo y su desprecio hacia su madre adoptiva, y finalmente la relación tortuosa que termina en tragedia con la señorita Burden.

Porque sí, tenemos una tragedia. Varias tragedias aquí, si sumamos las vidas de Hightower y su mujer, la soledad y asesinato de la señorita Burden, la mentira y traición de Brown, la falta de amor en la vida de Byron Bunch. Pero finalmente también tenemos los rayos de redención que nos da Faulkner en la luz de agosto que atisba Hightower en sus meditaciones finales, en el crepúsculo. Tenemos los rayos de la luz de agosto que recorre Lena, esperanzada más allá de toda decepción, a favor de la vida que lleva en el vientre. Tenemos la luz de un alumbramiento en agosto que nos habla de la vida que, más allá de toda miseria, vuelve a brotar con nuevas esperanzas.

lunes, 15 de octubre de 2012

NORMA BAZÚA: BAJO LAS PIELES SUCESIVAS DEL UNIVERSO


                                         Foto: http://www.contrasteweb.com

Presentación del libro Ataúd de arena, de la poeta Norma Bazúa, en la Feria del Libro de Minería 2012

María Vázquez Valdez

Érase una vez el mar.

Y érase una vez la arena. Érase una vez una hija deshojando el mar, invocando la presencia de su madre, mar espuma sobre la arena de un ataúd inexorable llamado muerte.

En Ataúd de arena Norma Bazúa nos lleva entre costas del norte, integra poco a poco los paisajes genealógicos que la conforman y la conmueven hasta que brota la imagen que nos tiene destinada: ella misma.

Este libro comienza y termina con la muerte. En su primer poema, Norma Bazúa nos dice: “Morirá de sangre violenta / dijeron las estrellas // De sangre tenía que ser  sangre es agua / dijeron los miedos // Ella se creyó la asesinada   la de muerte civil / la que cayó de bruces en la esquina”.

Ataúd de arena, editado por Editorial Amanuense en 2011, forma parte del homenaje a Norma Bazúa (1928-2011), y tiene un prólogo de Francis Mestries: “A Norma Bazúa le tocó nacer en Sinaloa en la postrevolución, en un paisaje cercano al mar, y del océano heredó su ronco bramido, su temperamento y su fuerza expresiva, pero también su canto sosegado, que se unía con la voz de su madre que le leía poemas”.

Estas son las coordenadas de estos poemas: el mar-el agua, la madre-la muerte. Y es que este es un libro sobre la muerte, y por tanto es un libro sobre la vida. Sobre la vida de la poeta, de su madre, de su familia. Y sobre la vida misma —la de todos.

Heredera de una estirpe claramente femenina, la poeta se reconoce ella misma tejedora: “Muelle de una esperanza acompasada por manos hilanderas: / artesanas fabriles de piel aternurada / que en telar de tendido tenso traman la urdimbre”.

El recuerdo que la habita y la consume va perfilando la imagen con una resonancia de palabras pulidas, creando esculturas en litoral:

“…Momentos que están vivos / testigos son de que existen los olvidos felices / entre los recuerdos fáciles (…) para abrir o esconder a antojo    lo que te asombra / lo que te sobra / Lo que todavía te ensombra los insomnios”.

Y está el dolor. El dolor inevitable de la pérdida. El dolor agazapado en la esquina de la vida, acechando como lo que la poeta define así: “Ese frío débil —que ya esperan mis huesos— / es también desgarramiento: // Emoción vibrante   oscura / entre la carne descostrada   adolorida // Y no sólo pavor sobre el espíritu / Sobre el alarido”.

El dolor de una muerte específica está aquí descrito con detalle en varios poemas: estas páginas tienen una consistencia de arena, caen ligeras, uniformes, congruentes. Pero también son lavadas por agua, refrescadas, y a la vez concentradas por esa presencia.

La poeta funde claramente el agua con la arena, y nos entrega el mar. El mar de su madre —de la muerte de su madre:

“Cuando la muerte llega   el alma se va sin irse todavía / impone los pasos sobre el día como cualquier cansancio (…) Las siento todas aquí   las vidas y las muertes / tan cercanas /entre la piel se me quedó el infortunio del abandono / llaga que nadie sabe de dónde viene ni a qué cáncer irá”.

Finalmente, este canto de pérdida y duelo lanza destellos esperanzadores. Norma Bazúa, ya desde el otro lado de esta vereda llamada vida, nos legó estos brillos:

“El timón de la vida decide el tamaño de la esperanza / La palabra invita a vivir   a sopesar su licencia de albedrío / entre avatares de tempestades y mareas crecidas // El mandato de la utopía / marca los caminos y nos eleva hasta el azul / trae coherencia del diálogo para distraer el disturbio / antes de la catástrofe dolorosa de la muerte del cuerpo (…) La elipse cónica extiende su espiralada inmensidad / y la muerte se doblega ante la serpiente emplumada / que espera la novedad del fuego frente al espejo negro / bajo las pieles sucesivas del universo”.

Porque sí: la muerte se doblega bajo el conjuro de la poeta que encuentra que las palabras son “de oro molido”, valiente al “aprender a caminar su aridez litoral / su aridez literal” hasta remontar el vuelo sobre el dolor de la ausencia más grande —la materna, presagio de la suya misma—, hasta desgranar el más ominoso de los ataúdes en la suavidad de la arena.