jueves, 20 de diciembre de 2012

PURGA: UN CUENTO SIN HADAS POSMODERNO


María Vázquez Valdez

Un día Cenicienta llega al bosque a buscar ayuda. Pero no es la Cenicienta inocente y púber que es engañada por su malvada madrastra. No, esta Cenicienta se llama Zara y es todo menos inocente. Así lo atestiguan los videos pornográficos que sus explotadores usan para extorsionarla.

Y como en todo cuento de hadas, aquí también tenemos a una bruja, en este caso llamada Aliide. Una anciana que habita en el bosque a donde Cenicienta llega a buscar ayuda. Pero como no todo es lo que parece —o más bien en el caso de este entramado de historias, todo es lo que parece y mucho más—, aquí la cuestión no comienza con el engaño de la inocente. Aquí es la joven la que engaña. Al menos al principio, en esta historia de la joven finlandesa Sofi Oksanen.

Aliide Truu, según su nombre de casada, es en efecto una bruja en muchos sentidos. De joven es asidua visitante de la hechicera del pueblo para obtener pócimas y conjuros que le permitan obtener su objeto de deseo: Hans Pekk —su cuñado—. Ya mayor, tiene la cocina llena de frascos con plantas y pócimas preparadas por ella misma. Pero más allá de esta derivación obvia de significados, tenemos que en efecto, Aliide Truu es una arpía en toda la extensión de la palabra.

Cinco años más joven que su hermana Ingel, Aliide es presa del pecado capital más subrepticio, el que se desliza en silencio con la lengua bífida del puñal desenvainado: la envidia.

Escribió Miguel de Unamuno que “la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”. Si atendemos a ello, Aliide es una famélica espiritualmente hablando, y envidia a Ingel tanto que habita, desde pequeña, las cloacas del odio. Desde ahí es capaz de esparcir sus venenos de revancha durante décadas de vida insatisfecha y llegar a los parajes más abyectos. La envidia que siente por su hermana la convierte en mentirosa, artera, embustera, en una tía que maltrata y odia a su sobrina, en una cuñada enamorada para siempre de un imposible —que si fuera posible entonces no habría obsesión.

El deseo de Aliide por el marido de su hermana empieza incluso antes de que Ingel y Hans crucen la primera mirada. Pero Aliide no se prenda de Hans, sino del miedo a que éste elija a Ingel, la siempre perfecta, la que hasta por la ordeña de las vacas es premiada, la de la compota más sabrosa, la espigada de las trenzas olorosas a abedul.

Ese primer encuentro es la estocada de muerte para Aliide, que hará todo lo posible y lo imposible por separar a Ingel y a Hans, entregada al martirio de presenciar su noviazgo y su matrimonio, desde las recetas fallidas de la hechicera hasta su matrimonio con un hombre que la asquea pero que podría ayudarle a lograr lo que finalmente articula: la deportación de su rival.

Luego de casi tres lustros de echar sal en la herida, Aliide logra lo que siempre soñó: tener a Hans totalmente para ella sola. Encerrado en un escondite durante años, Hans se ve imposibilitado de ver a nadie más, de hablar con nadie, ni siquiera de salir de la casa. Es Aliide su único contacto una vez que Ingel es sacada por la fuerza de Estonia con su hija Linda.

Pero ni así Aliide logra el tan ansiado amor. No. El rechazo de Hans hacia Aliide no disminuye con las circunstancias, sino que se aviva poco a poco, tanto que ni siquiera es capaz de cruzar la mirada con ella, entre otras cosas porque descubre las cartas falseadas de Aliide haciéndose pasar por Ingel, en un escenario tan teatral que explica el origen de esta historia como puesta en escena.

A lo largo de la novela, Aliide lo intenta todo, frustrada usa todos sus recursos, está dispuesta a lo que sea por obtener su imposible amor edípico por Hans. Porque, ¿qué otra cosa podría ser el deseo imposible de satisfacer en el cual está involucrada su hermana, la perfecta, la que ella no podría ser nunca?

Derrotada, Aliide decide llegar al límite y deshacerse de Hans. Si no es con ella, no es. Punto. Ahí termina de bocetarse su perfil: una mujer insatisfecha y capaz de todo. De desaparecer a su hermana y a su sobrina, de matar a su amado, y que más tarde será capaz, sin ningún escrúpulo, de matar poco a poco, conscientemente, a su marido, Martin Truu, al negarse a darle yodo para evitar los efectos de la explosión nuclear de Chernobyl.

Esa mujer es la que recibe a Cenicienta en el bosque varias décadas después de la muerte de Hans e incluso de Martin, cuando a principios de los años noventa un día aparece una joven con la ropa hecha jirones y con señales de un pasado no muy grato.

Esa chica es Zara, y no es otra que la hija de Linda, y por lo tanto nieta de Ingel y Hans. Pero eso Aliide no lo sabe, pues Zara evita muy bien delatarse. Buscando refugio en su tía abuela, Zara no sospecha siquiera que esa mujer hubiera matado a su abuelo, y fuera en última instancia la artífice de su destino en Vladivostok, desde donde saltara de la sartén de la carencia al fuego de la prostitución y la explotación sexual más descarnada.

Porque Zara —como todos— es el reducto de su pasado. La suma de su madre, sus abuelos y su tía abuela, la síntesis de una situación política y social donde se mezclan la deportación, la delación, la huida, el miedo. Y así, como vomitada por el destino, un día llega “esa chica” al jardín estonio de Aliide a pedirle cuentas con su presencia, a descorrer los velos, descubrir la libreta de su abuelo Hans y al mismo tiempo mostrar lo que Aliide siempre hubiera querido en una descendiente y que nunca tuvo en su hija Talvi.

Zara es pues el resultado de los ingredientes de un conjuro de medio siglo de guerra, persecución y traición, pero no por eso tiene menos arrojo e inteligencia que sus antecesoras. Gracias a esa herencia logra escapar de los proxenetas Pasa y Lavrenti, sobreponerse al miedo aun a costa de volverse asesina del jefe de sus explotadores, y logra inmiscuirse en la cocina de Aliide e ir ganando su confianza.

Aliide se entera del engaño no por su perspicacia ni porque Zara tenga un destello de honestidad, sino por los propios Pasa y Lavrenti. Es la prueba de fuego para Aliide. ¿Qué hará esta mujer tan despiadada hasta con sus seres más amados? ¿Será capaz de proteger a la nieta de la hermana que ha odiado toda la vida?

Pocas páginas antes tenemos el único beso que da Aliide a Hans, casi inconsciente, antes de prácticamente emparedarlo hasta la muerte en su escondite. En efecto, no podemos creer tanta crueldad. Esta mujer capaz de todo bien podría vender a la nieta de su hermana, o matarla ella misma como a Hans.

Pero Aliide, como un logrado arquetipo, supera su propia prueba de fuego, y no sólo protege a Zara de sus proxenetas, sino que además la libera de su destino de asesina perseguida con la elocuencia digna de una heroína, al matar en su propio jardín, sin vacilar y con su propia pistola a los desalmados de quienes ya tenía ganada la confianza.

Aliide se libera de su aciago sino y logra lo que siempre quiso: yacer junto a Hans en su escondite, así fuera sepultada por las llamas y para siempre.

Hay que hablar de recursos narrativos. Son lo que podríamos llamar los flashbacks y los flashforwards lo que aquí impera. Empezamos con Hans en una especie de prólogo a finales de los cuarenta, y seguimos con Zara en lo que podría ser “el presente”, a principios de los noventa, y de pronto retrocedemos a finales de los cuarenta, con Hans encerrado en su escondite, luego vamos a los sesenta, con el matrimonio de Aliide y Martin, o a los treinta, cuando empieza la historia de las jovencitas Aliide e Ingel.

Este rompecabezas lleno de guiños se empeña en enfatizar su efectividad, pero a ratos se desgasta, sobre todo en la quinta parte de la novela, que francamente sale sobrando, así como en los monólogos de Hans, un tanto forzados e inverosímiles.

Volviendo a la historia, al final tenemos que todo es relativo e impermanente. Un amor a prueba de todo como el de Ingel y Hans es nublado por los celos y la envidia de Aliide; la explotación sexual de Zara y su cautiverio a prueba de escapes termina con los tiros de la pistola antigua de su tía abuela; la maldad de Aliide no es tal vista desde los ojos de la víctima abusada en un sótano que fuera ella misma una vez; y en última instancia, el odio de una hermana por la otra se transforma en la solidaridad con la propia sangre de los descendientes.

Todo es relativo, hasta el dolor por la buena fortuna del otro, como llamara Aristóteles a la envidia. Dolor en este caso por la felicidad de la hermana, del cual nace esta historia. Pero en la envidia como en la vida, el tiempo, con su eficaz escoba, es capaz de esparcir cualquier ceniza.