Poema: Margaret Randall
LA LLORONA
No me debe haber
sorprendido.
La encontré
cerca de los
bancos del San Antonio.
Ya sé, quizá
pensabas que escogería
el Río Grande o el
Colorado
para sus caminatas
nocturnas:
ríos de fuerza y
propósito,
dividiendo
naciones o rugiendo
por el más
grandioso cañón de todos.
Pero yo sabía
que ella prefería la
belleza más íntima.
Me había preparado
bien.
Casi no escuché su
quejido susurrado
entre los gemidos
de trenes de carga
asaltando la noche
en esa ciudad del
sur de Texas.
Pensé que discernía
una clave secundaria,
alta armonía a
finales de septiembre,
y seguí el sonido
con libreta en
mano
y con el afilado
lápiz listo.
Alrededor de la
curva se sentó sola,
perfil magnífico
escondido bajo el
largo velo negro.
Me confundí al
principio
con sombras de árbol
en el aire callado.
Casi a medianoche,
y con ese maldito
calor,
¿quién podría
dormir?
Pensé que correría
pero se volvió
despacio hacia mí,
parecía resignada
a hablar.
Gané su confianza:
truco de historiadora oral
antes de que la
simpatía calentara mi sangre,
y por un breve
momento
sentí lo que ella
sintió
tantos siglos
antes.
Te importa si me siento, temblé,
y me dio a
entender
que el desprecio
es un compañero solitario:
a ella le gustaba la compañía.
Incluso las
leyendas
tienen que soportar
la identificación
errónea.
Temerosa de que se
diluyera en el calor de Texas
empecé con
preguntas
de las que sabía
que mis lectores querrían respuestas:
¿Eras pobre pero hermosa?
¿Rica pero fea?
¿O personificabas otra combinación
de clase y magnetismo?
¿Él vino de lejos
o era alguien
con quien jugabas de niña? Ya sabes,
antes de que los papeles de género de la época
te mantuvieran aparte.
Y, respiré hondo, hablemos
sobre los niños
—sé que todavía debe ser doloroso—
pero no le demos rodeos,
la gente quiere saber.
¿Los ahogaste tú misma
o fue alguien más
quien te acusó del crimen?
¿Su padre? ¿Alguna otra autoridad?
Supe que rompía
toda regla periodística
de imparcialidad estilo
mundo libre
alimentando
preguntas,
imponiendo valores
del siglo XXI
a esa mujer del
siglo XVII
que levantó una
mano esbelta
y apartó su velo a
un lado.
Una luna llena
inundó su piel cobriza.
Los ojos que
esperaba hinchados y rojos
perforaron los
míos.
Tienes que entender, comenzó,
su voz era como el
susurro
de mil grúas
Sandhill,
teníamos pocas opciones cuando estaba viva.
Era el matrimonio
o pasar el resto de tus días
sirviendo a tu padre y hermanos.
Y sí, se inclinó hacia adelante,
su rostro casi
tocaba el mío,
con el hedor
rancio a hojas mojadas
penetrando mi
nariz
mientras sostenía
el cuaderno,
luchando por
respirar,
por qué fingir otra cosa
después de todo este tiempo:
mi tipo de belleza no era alabado—
nariz y orejas grandes,
unas cuantas libras extra,
una sombra difusa sobre mi labio superior,
ojos que vieron demasiado.
Yo quería… no, no, olvida eso,
tuve que escapar o me habría vuelto loca.
Sé que la gente dice que estaba loca
pero fui una mujer con una vida
y no vivíamos tanto
en ese entonces,
una vida que no iba a gastar
con un hombre que sólo venía a casa
cansado de su última extravagancia
y siempre apestando a pulque,
cómo me hastió ese hedor nauseabundo.
Amé a mis dos niños, claro que los amé,
Benjamín y Ceferino,
sí, tenían nombres
y quiero que tú los pronuncies,
todos estos años y nadie se molestó en preguntar.
Amé a mis niños, y,
te diré ahora que traté de salvarlos,
entré en el río
aunque no sabía nadar,
luché hasta que el agua y los juncos
amenazaban con tirarme hacia abajo,
y miré la corriente llevarse sus cuerpos.
¿Por qué no proclama mi inocencia?
no esperé eso de usted,
la pensé más lista,
debe saber que podemos hablar y hablar
y ellos aún creen
sólo lo que encaja en las historias que escriben
para mantenernos bajo control.
Histérica, me habrían gritado
mentirosa o peor.
Historias escritas
mucho tiempo antes de mi tiempo
y no veo que nada haya cambiado demasiado.
¿Es suficiente? Se levantó
y dejó que su velo
cayera
sobre su rostro
difuminado,
se volteó con un
gesto
de resignación o
disgusto.
Pero quizá era
algo en mis ojos.
Éramos dos mujeres
hablando,
no perturbadas por
la distancia
que separaba su
tiempo del mío,
roles de
historiadora e informante
olvidados ahora.
Me ofreció una
última sonrisa
y vi una luz
trémula
de simpatía
como si yo fuera
la leyenda torcida
y ella la poeta
destinada a
corregir la memoria.
Antes de que
desapareciera del todo
entre el roble y
la caoba estéril,
ella tocó mi mano.
Quizá en otros cien años, dijo,
si nuestra Madre no nos ha devorado a todos
y nos escupe al espacio para entonces.
Del libro The Rhizome as a field of broken bones,
en proceso de traducción.