domingo, 6 de enero de 2013

LA LLORONA


Poema: Margaret Randall


Traducción: María Vázquez Valdez

LA LLORONA

No me debe haber sorprendido.
La encontré
cerca de los bancos del San Antonio.

Ya sé, quizá pensabas que escogería
el Río Grande o el Colorado
para sus caminatas nocturnas:
ríos de fuerza y propósito,
dividiendo naciones o rugiendo
por el más grandioso cañón de todos.
Pero yo sabía
que ella prefería la belleza más íntima.
Me había preparado bien.

Casi no escuché su quejido susurrado
entre los gemidos de trenes de carga
asaltando la noche
en esa ciudad del sur de Texas.
Pensé que discernía una clave secundaria,
alta armonía a finales de septiembre,
y seguí el sonido
con libreta en mano
y con el afilado lápiz listo.

Alrededor de la curva se sentó sola,
perfil magnífico
escondido bajo el largo velo negro.
Me confundí al principio
con sombras de árbol en el aire callado.
Casi a medianoche,
y con ese maldito calor,
¿quién podría dormir?
Pensé que correría
pero se volvió
despacio hacia mí,
parecía resignada a hablar.

Gané su confianza: truco de historiadora oral
antes de que la simpatía calentara mi sangre,
y por un breve momento
sentí lo que ella sintió
tantos siglos antes.
Te importa si me siento, temblé,
y me dio a entender
que el desprecio es un compañero solitario:
a ella le gustaba la compañía.
Incluso las leyendas
tienen que soportar
la identificación errónea.

Temerosa de que se diluyera en el calor de Texas
empecé con preguntas
de las que sabía que mis lectores querrían respuestas:
¿Eras pobre pero hermosa?
¿Rica pero fea?
¿O personificabas otra combinación
de clase y magnetismo?
¿Él vino de lejos
o era alguien
con quien jugabas de niña? Ya sabes,
antes de que los papeles de género de la época
te mantuvieran aparte.

Y, respiré hondo, hablemos
sobre los niños
—sé que todavía debe ser doloroso—
pero no le demos rodeos,
la gente quiere saber.
¿Los ahogaste tú misma
o fue alguien más
quien te acusó del crimen?
¿Su padre? ¿Alguna otra autoridad?

Supe que rompía toda regla periodística
de imparcialidad estilo mundo libre
alimentando preguntas,
imponiendo valores del siglo XXI
a esa mujer del siglo XVII
que levantó una mano esbelta
y apartó su velo a un lado.
Una luna llena inundó su piel cobriza.
Los ojos que esperaba hinchados y rojos
perforaron los míos.

Tienes que entender, comenzó,
su voz era como el susurro
de mil grúas Sandhill,
teníamos pocas opciones cuando estaba viva.
Era el matrimonio
o pasar el resto de tus días
sirviendo a tu padre y hermanos.
Y sí, se inclinó hacia adelante,
su rostro casi tocaba el mío,
con el hedor rancio a hojas mojadas

penetrando mi nariz
mientras sostenía el cuaderno,
luchando por respirar,
por qué fingir otra cosa
después de todo este tiempo:
mi tipo de belleza no era alabado—
nariz y orejas grandes,
unas cuantas libras extra,
una sombra difusa sobre mi labio superior,
ojos que vieron demasiado.
Yo quería… no, no, olvida eso,
tuve que escapar o me habría vuelto loca.

Sé que la gente dice que estaba loca
pero fui una mujer con una vida
y no vivíamos tanto
en ese entonces,
una vida que no iba a gastar
con un hombre que sólo venía a casa
cansado de su última extravagancia
y siempre apestando a pulque,
cómo me hastió ese hedor nauseabundo.

Amé a mis dos niños, claro que los amé,
Benjamín y Ceferino,
sí, tenían nombres
y quiero que tú los pronuncies,
todos estos años y nadie se molestó en preguntar.
Amé a mis niños, y,
te diré ahora que traté de salvarlos,
entré en el río
aunque no sabía nadar,
luché hasta que el agua y los juncos
amenazaban con tirarme hacia abajo,
y miré la corriente llevarse sus cuerpos.

¿Por qué no proclama mi inocencia?
no esperé eso de usted,
la pensé más lista,
debe saber que podemos hablar y hablar
y ellos aún creen
sólo lo que encaja en las historias que escriben
para mantenernos bajo control.
Histérica, me habrían gritado
mentirosa o peor.
Historias escritas
mucho tiempo antes de mi tiempo
y no veo que nada haya cambiado demasiado.

¿Es suficiente? Se levantó
y dejó que su velo cayera
sobre su rostro difuminado,
se volteó con un gesto
de resignación o disgusto.
Pero quizá era algo en mis ojos.
Éramos dos mujeres hablando,
no perturbadas por la distancia
que separaba su tiempo del mío,
roles de historiadora e informante
olvidados ahora.

Me ofreció una última sonrisa
y vi una luz trémula
de simpatía
como si yo fuera la leyenda torcida
y ella la poeta
destinada a corregir la memoria.
Antes de que desapareciera del todo
entre el roble y la caoba estéril,
ella tocó mi mano.

Quizá en otros cien años, dijo,
si nuestra Madre no nos ha devorado a todos
y nos escupe al espacio para entonces.

Del libro The Rhizome as a field of broken bones
en proceso de traducción.