lunes, 1 de agosto de 2016

La soledad de los números primos, de Paolo Giordano

María Vázquez Valdez



Para algunas personas, los demás y el mundo en general pueden ser representados por un color, o por una textura. Quizá por un sabor o una imagen. Generalmente por medio de uno de los cinco sentidos. Para otros, casos excepcionales como el de Mattia Balossino —uno de los protagonistas de La soledad de los números primos— el mundo es una configuración de cifras, ángulos, distancias, velocidades, ecuaciones, e incluso el destino y el amor pueden ser explicados a partir de una naturaleza matemática y abstracta.

Los números primos explican para Mattia, en su singular colocación dentro de la arborescencia aritmética, cierta distancia irremediable, cierta coexistencia que sin embargo no permite el acercamiento, mucho menos la unión. Porque los números primos, especialmente los que se conoce como gemelos —tal como nos dice el autor por medio de su protagonista—, tienen como pareja otro número primo, pero están para siempre separados por otro número par situado entre ellos, como ocurre con el 11 y el 13, el 17 y el 19 o el 47 y el 49. Así, tenemos que los números primos están irremediablemente solos, y con ello llegamos al meollo central de esta novela.

Así como números primos que coexisten y se acompañan, pero no se unen, como líneas paralelas que avanzan a la misma velocidad, pero no equidistan, así Mattia y su coprotagonista, Alice, van cumpliendo su destino al unísono, encajando en una amalgama tan irremediable como infértil. Ambos encajan perfectamente como piezas de un rompecabezas profundamente orgánico, misteriosamente cortado con las tijeras del devenir y la casualidad. Incluso físicamente embonan con naturalidad en las aristas que un destino trágico talló en sus cuerpos desde la infancia. Así lo perciben sus compañeros en la fiesta de Viola Bai cuando los ven caminando juntos: la cojera de Alice se ve disminuida con el apoyo que le da el cuerpo de Mattia al jalarlo un poco, y la mano de él se encuentra protegida y oculta, con todas sus cicatrices —estigmas de autoflagelación— en la mano de Alice.

Pero esto ocurre mucho tiempo después de que sus vidas fueran determinadas por acontecimientos igualmente aciagos. Su encuentro ocurre ya en la adolescencia, en 1991, mientras que ambos enfrentaron sus tragedias personales años atrás: Alice con un accidente en la nieve que la dejó coja cuando tenía siete años, en 1983, y Mattia con la desaparición de su hermana gemela Michela, en 1984, y que le marcara con una honda culpa por abandonarla, traducida en cicatrices de aparición constante: renglones de una angustia soterrada.

Mattia y Alice tienen en común estos eventos trágicos derivados de una vida familiar disfuncional. Mattia con la responsabilidad creciente de su hermana gemela, con un retraso intelectual tan acentuado como la inteligencia de él —dos partes de una misma balanza que busca su equilibrio—, y Alice obligada por su padre a asumir una disciplina rígida para aprender a esquiar, y que la lleva a un accidente casi mortal, que sin embargo sí resultará definitivo en las dosis ínfimas de una anorexia permanente. Así, tienen en común también el resolver sus propias tragedias en el hacerse daño a sí mismos.

La aparición tan desafortunada como fortuita de Viola Bai en la vida de Alice la reúne circunstancialmente con Mattia. Ahí empieza la infructuosa pero inevitable relación entre ellos, su primer beso, a iniciativa de Alice, llama que surge de las cenizas de la culpa de Mattia por abandonar a su gemela. Y luego su larga separación de nueve años, el matrimonio de Alice con Fabio, y la vida de Mattia en el norte de Europa. Hasta que nuevamente Alice toma la iniciativa y le pide que vuelva, luego de que sospecha haber encontrado a Michela. Y sin embargo no pasa nada. Como no pasaría durante todos los encuentros y los capítulos compartidos. Apenas dos besos, unos cuantos impulsos sin resolver: los cortos brazos de los números primos que no les permiten unirse.
La narración tiene ciertas cualidades cinematográficas. La historia es bastante visual, y la descripción permite imaginarse con precisión las escenas y los personajes. La secuencia es claramente lineal, sin saltos hacia delante o atrás en el tiempo. Tampoco hay grandes disertaciones filosóficas entre los personajes, ni se plantean conceptos demasiado complicados. De hecho, con base en la novela, el director Saverio Constanzo filmó una cinta en 2010 con el mismo título.

Por otra parte, el libro juega en su estructura también con los números primos. Está dividido en siete partes —47 capítulos—, y constantemente es una inmersión en el mundo matemático y físico. Se trasluce la visión de físico teórico del propio Paolo Giordano, matizada en los pensamientos y reflexiones de Mattia.

Y también, quizá, tenemos no dos números primos en la figura de Mattia y Alice, sino tres números primos, que atienden a esta estructura. El tercer número primo sería, por supuesto, Michela. O también, quizá, tenemos una configuración de dos números primos tan gemelos como Mattia y Michela, separados para siempre —si es que Alice en verdad vio a Michela y no dijo nada a Mattia nunca— por un número par en la figura de Alice.

Sin duda el comienzo de la novela es brillante. Los dos primeros capítulos arrancan con fuerza y consistencia, y vaticinan un desarrollo vibrante con las trágicas circunstancias que enfrentan los protagonistas en su infancia. Sin embargo, la historia de pronto se estira demasiado, y le falta carne al esqueleto, sobre todo en lo que concierne a la época de la adolescencia. También resultan repetitivas ciertas cosas, como son algunos diálogos entre los protagonistas, la presión de Alice sobre Mattia, y las actitudes resignadas de éste. Algunas partes son también un poco pueriles, la relación entre ellos, o la pelea de Fabio y Alice en la cocina, y su relación misma. También lo es el carácter de ella, que pareciera no evolucionar en el tiempo, sino involucionar. Como la primera cena en casa de Fabio, y el tomate atorado en el inodoro, o el capítulo de la sesión de fotos en la boda de Viola Bai, que parecieran escenas que no van a ninguna parte.

Sin embargo, la novela tiene momentos y rasgos sobresalientes, metáforas concisas y efectivas, como cuando nos cuenta Giordano que Viola no apartaba la mirada de Alice, “que se encogía como una hoja de periódico en la lumbre”. O como cuando Alice se miraba el tatuaje con frecuencia, “Y siempre que lo hacía su entusiasmo se evaporaba un poco como agua de charco al sol de agosto”.

Finalmente la historia es fiel a su columna vertebral, aunque con ello sacrifique un destino halagüeño para los protagonistas, o deje al lector deseando más de esos encuentros, deseando más de esa fórmula inconclusa, incluso cuando tenemos la sentencia programada desde mucho antes del final: “el verdadero destino de los números primos es quedarse solos”.

Aunque tanto Mattia como Alice son conscientes de su capacidad de cambiar el devenir de las cosas, se dejan llevar con cierta mansedumbre por callejones sin salida ni retorno, como al final, cuando Mattia es plenamente consciente de que “La gente no perdía el tiempo, se aferraba a unas pocas casualidades y fundaba sobre ellas su existencia. Sí, lo había aprendido. Las decisiones se toman en unos segundos y se pagan el resto de la vida”. Lo había aprendido, y sin embargo sus decisiones habían sido, y seguirían fundadas hasta el final, en el no hacer nada, con esa aceptación resignada y permanente.


Al final, tanto entre Alice y Mattia como en la novela misma, se estira tanto el hilo que los unía, que acabaron “de extinguirse las invisibles fuerzas de campo que los habían mantenido unidos a través del aire”. El encuentro entre ellos, las posibilidades crepitando en una hoguera siempre a punto de ser encendida, terminan por evaporarse y desaparecer en la imposibilidad de que un número primo se divida entre (o dentro de) otro que no sea él mismo, y su propia soledad.

Paolo Giordano
La soledad de los números primos
Salamandra
España, 2011
288 pp.


domingo, 3 de abril de 2016

La pasión según G.H., de Clarice Lispector




En la novela La pasión según G.H., de Clarice Lispector, tenemos una inmersión en lo máximo a través de lo mínimo. La búsqueda de un absoluto a partir de lo neutro, leche materna, materia blanquecina de un insecto, plasma original.

Un momento basta para que la protagonista, delicada escultora, mujer independiente, se encuentre cara a cara con la puerta hacia lo que considera divino, por medio del cuerpo ancestral de una enorme cucaracha, ser antiguo que antecede todos los vestigios, y que porta en su presencia las emociones a las que no había llegado G.H. en su aséptica vida anterior.

Al principio y al final de la experiencia se yergue G.H. misma, primero como sombra insinuada en la pared, que bien podría ser una pintura rupestre, grafía mágica, para terminar con el clímax de comulgar con el universo, hostia insólita que entraña toda repulsión, toda intención de lo grotesco, la belleza descomunal del abismo.

Con una pluma magnífica, Clarice Lispector nos lleva por la desconfiguración total de su protagonista, a quien apenas nos boceta, pero de quien nos da hasta la médula. Trazos firmes, femeninos, pulcros, delicados, van dibujando la sorpresa, el horror, la esperanza, el ahondar filosófico de una G.H. que ante todo teme el mal gusto, pero que debe adentrarse en él hasta el fondo, para encontrar su redención, debe pasar por el temido desorden, para lograr encontrar su punto de partida, su génesis.

Una mujer de rascacielos, atisbando desde su torre moderna sujeta a la refinada elegancia, viviendo, como nos confiesa, entre comillas, buscando ante todo vivir en belleza, un día de pronto, como una caída en tobogán, es presa de un golpe emocional surgido de lo intrascendente, es cautiva por unos momentos espeluznantes que parecieran ser el sortilegio de su trabajadora, pero que acaban siendo la honda epifanía de un encuentro con el mundo, consigo misma, con lo divino.

Y en esa epifanía, G.H. se quiebra. De ser las iniciales de unas maletas viejas e inmóviles, de pronto pasa a ser la materia original y fragmentada, el cristal por el que se filtra la luz de la conciencia y del origen, el desorden que permite atisbar “la mejor forma”.

En ese cuarto olvidado, ático en tinieblas y al mismo tiempo en luz deslumbrante, G.H. enfrenta el “odio indiferente” de una Janair para siempre ausente, pero que en la pared sabe escribir el código de ruptura de la dueña de la casa. Ese cuarto, fuera de las comillas del resto del mundo, “retrato de un estómago vacío”, es la puerta de entrada donde espera Caronte, en forma de cucaracha, para llevar a G.H. hasta los confines del universo, un universo de terror y de sombra, de belleza agridulce donde ya nada será lo mismo, y donde el corazón encanece “como encanecen los cabellos”.

Una habitación “muerta” pero “en verdad, poderosa”, con olor a “gallina viva”, cucaracha atisbando por encima de la hostilidad y la amenaza para cruzar el río y llegar hasta la nada, una nada que para G.H., sin embargo, resulta “viva y húmeda”. Un silencio lujoso, incrustado de siglos. “El mundo se mira en mí”, nos dice, y admite la metamorfosis, cual Kafka, Gregorio Samsa femenino que se transmuta en el ser que le atisba, se transforma en sí desde sí, más allá del yo en un instante iridiscente e iluminado.

Mirada fértil de la cucaracha, mirada enjoyada fertilizando, dando sentido a lo que antes jamás lo tuviera, trayendo en la nada el todo que es lo neutro, y también es el infierno, porque el paraíso carece de sabor, pero el infierno es salado. Mirada fértil que toca lo intocable, el pulcro cuidado de G.H. por no ser tocada, para no enfrentar “la muerte de la bondad”.

Esa mirada fértil es también el reconocimiento de un aborto, el encuentro con la muerte y la pérdida, y la conciencia de la propia “neutralidad viva”, la inmersión en el plasma de un Dios, el infierno de una alegría, y la luz del amor verdadero. Universo que para G.H. es total, ya que “esa única cucaracha es el mundo”.

El asco es un vehículo para G.H., un guía que fecunda y que transporta al desierto de Libia o a la noche en Galilea. Asco que es parte de ese rompimiento que lleva a una sola cosa, a La Cosa, tesoro resguardado en un pequeño cofre que alberga “el nudo vital”, porque “la alegría del mundo es un pedazo opaco de cosa”. Secreto inmemorial resguardado, germen joya, luciérnaga que ilumina lo que Es.

Al final, G.H. admite su deseo: quiere “la materia de las cosas”, y la encuentra en un último acto repulsivo, la prueba máxima de trascendencia de sí misma, el olvido de su yo, que llega a la revelación máxima: “no quiero la belleza, quiero la identidad”. Y la identidad está al cruzar los fragmentos rotos del espejo, la barrera infranqueable y última de comerse su propio miedo al comerse la masa inmunda de la cucaracha, acto final de antipecado, acto primigenio de autocreación.

Buscando lo divino, G.H. logra aproximarse a lo “real”, y alcanza a comprender que el “golpe de gracia” más allá de la conciencia del amor es la pasión, altitud que sin embargo, tiene una gracia efímera pero insuperable, un instante en el que logra prescindir de sí para encontrar en sí misma a “la mujer de todas las mujeres”.

G.H. encuentra la dulzura del abismo, y en su acto máximo en lo ínfimo, pierde toda heroicidad para lograr llegar al principio del camino hacia sí, hacia lo inhumano.

Acto repulsivo hacia lo divino, acto final hacia todo principio. Comunión consigo y con lo que no es, lo que nunca ha sido, pero que al fin, quizá, será un destello de adoración de sí, a través del todo.

Clarice Lispector
La pasión según G.H.
Editorial Siruela
2013
156 pp.

sábado, 27 de febrero de 2016

DOS VECES ÚNICA Y MIL VECES DISTINTA






Tanto mar dentro. Tanto mar. Pero no el mar calmo, espejo y suavidades. Mar sí, pero de fuego encendido en armas punzocortantes. Erizo tallado a mano, enamorado de sí mismo —y enemigo mortal de sí mismo—; recipiente de obsidiana inundado de ácida penumbra: Lupe Marín, a partir del crisol de Elena Poniatowska.
En esta escultura de asombrosa precisión que es Dos veces única, Lupe Marín es también muchas Lupes, ambivalentes, sorprendentes, menos adorables que abominables, pero siempre descritas con el dato duro, semi duro y blando, y con una comprensión fuera de serie, tanto de esa mujer polivalente, como de la longeva época en la que vivió, es decir, el México de casi todo el siglo XX, sus contraluces históricas y personajes fundamentales.
Con la claridad lograda en el golpe a golpe periodístico, y con una singular, angular y aguda pluma, Elena Poniatowska nos describe en las primeras páginas a la joven Lupe de Diego Rivera, exuberante, enorme, inundada de fruta, color, sabor y vida, con una estatura física y vital capaz de darle batalla al gigante que fue su primer marido. Ambos dos fuerzas de la naturaleza en explosión e implosión, erosión y eclosión constante: dos volcanes que se friccionan y confunden, lava que se mezcla y petrifica en dimensiones históricas.
Destejida de aquella Lupe, tenemos a la Lupe curiosa, inexperta, pero con el olfato capaz de distinguir a un Xavier Villaurrutia, a un Salvador Novo, y de un plumazo a todos los Contemporáneos, y no sólo darse el lujo de atraerlos, albergarlos y cautivarlos, sino también de criticarlos sin pelos en la lengua.
Al unísono tenemos también a la inconsciente e insensible Lupe a cargo de dos niñas maltratadas, madre capaz de amarrar a una de ellas en la reja de la Catedral para poder irse con frivolidad y tan campante al Monte de Piedad, sembrando con golpizas y gritos los surcos que serían heridas abiertas de por vida y de por muerte.
Luego nos llega la primera Lupe de Jorge Cuesta, tan despechada por el monumental Diego como seducida por las palabras de un poeta grave, taciturno, cercano a un personaje trágico de Dostoievski. Hacia el final del libro recordaremos, atando cabos, la fascinación de Lupe por el escritor ruso y su Crimen y castigo, como un extremo del vínculo que la unía a Jorge Cuesta.
Intercalada entre las páginas, asoma también la Lupe hija y hermana, asumiendo con prejuicio la diferencia de su piel como una barrera infranqueable entre los suyos, ajena y rencorosa, aferrada a la figura paterna a la que sin embargo acusa al final por ser como todos los hombres —por abandonarla—. Y a la par aparece también la Lupe trastornada y enferma, embarazada del poeta y, paradójicamente, presa en un contexto nada poético, capaz de renegar de su propio hijo, de devorarlo en su corazón como Saturno, alucinada por el desamor y la ceguera del desasosiego.
Poco a poco se va desarrollando entre las páginas también una Lupe mortalmente rencorosa, ahogando todo amor e incluso piedad por el poeta, como escopeta cargada de resentimiento y balas expansivas de desamor, dando vueltas al tornillo de la venganza desde lejos, moviendo los hilos de marioneta para martirizar implacablemente a su ex marido, y poner no un grano, sino una carretilla de arena para afinar la soga del suicidio.
En los entresijos se nos aparece también la Lupe aferrada a Diego, la gran empresa de su vida, recibiendo los dividendos de su fama y sus recursos, capitalizando su presencia y su ausencia, pero también atendiéndolo de cerca y de lejos, acompañándolo en los abismos de la pérdida de Frida, dando tanta sombra bajo el sol insoportable que el mismo Diego le pide otra vez matrimonio. Otra vez implacable, otra vez inaudita, tenemos a la Lupe que lo rechaza, y que poco tiempo después lo llora en Bellas Artes hasta adelante, con el sello de viuda, y el emblema de única grabado para siempre.
Y entre todas estas Lupes, tenemos a la que es capaz de levantarse de las caídas con garbo, de atravesar los duelos de Jorge Cuesta, de Diego Rivera y de su hija Ruth, de apretarse la cintura para caminar derechita y de afinar y refinar junto a la máquina de coser su imagen obligadamente afrancesada. Tan capaz de negarse placeres con disciplina, como incapaz de ver el daño propinado por todas partes por su descomunal ego, el veneno regado sin misericordia, la compasión clausurada de por vida y hacia todos.
Ya hacia el final de su vida, tenemos a la Lupe abuela, con algunos atisbos más sabios de amor hacia sus nietos, y sin embargo aún poseída hasta la locura por su propia fuerza descontrolada, una desaforada Coatlicue armada hasta los dientes, incluso —y en primer lugar— contra sí misma.
Un momento menos álgido y violento, menos cruento en la vida de Lupe Marín pareciera que es, paradójicamente, el momento de su muerte. Ya sin fuerza, el cuerpo, carcomido por sus propios ácidos venenosos, la paraliza desde el centro con una aterosclerosis intestinal. Esa hecatombe furiosa, tormenta sarcástica e irrebatible, va disminuyendo en intensidad, hasta que de pronto se apaga en un mar ya en calma, saturado —y suturado— en sus costas de vestigios salados y amargos.
Hay un solo atisbo en que parece que la pluma de Elena permite el reflejo. En todo el libro, en toda la historia prevalece una imagen imparcial, excepto cuando Lupe pregunta a uno de sus nietos: “¿Crees que algún día alguien escribirá mi biografía?” Ahí parece que Elena lanza discretamente un guiño —como la imagen de Velázquez en Las Meninas—. Un guiño dulce y brevísimo.
Esta historia puede resultar, por momentos, mucho más imponente, atroz, dolorosa, que cualquier historia de ficción. Sin duda la existencia es la escritora más genial para inventar tramas increíbles, insoportables, sorprendentes. Así, la historia de Lupe Marín encuentra, al menos en estas páginas, un clímax digno de Dostoievski en el suicidio de Jorge Cuesta. De por sí un poeta imprescindible en México, su Canto a un dios mineral lo pone a la altura de su contemporáneo —Contemporáneo—, José Gorostiza, y su Muerte sin fin, y de ahí a la altura de innumerables poemas formidables para la literatura universal, tanto en extensión como en grandeza lírica.
A pesar de la gran cantidad de destellos derivados del gran espejo y reflector que fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, la figura de Lupe Marín posiblemente no se había dibujado en sus magnitudes agridulces, al menos no en un retrato minucioso como Dos veces única. Así también la figura de Jorge Cuesta, tan sólo por la solidez y consistencia de su sobria y bien pulida palabra, raramente había alcanzado, quizá, una caída hacia alturas tan poéticas como biográficas, anticipadas en su Canto a un dios mineral:

Una mirada en abandono y viva,
Si no una certidumbre pensativa,
Atesora una duda;
Su amor dilata en la pasión desierta
Sueña en la soledad, y está despierta
En la conciencia muda.

Sus ojos errabundos y sumisos,
El hueco son, en que los fatuos rizos
De nubes y de frondas
Se apoderan de un mármol de un instante
Y esculpen la figura vacilante
Que complace a las ondas

Es la vida allí estar, tan fijamente,
Como la helada altura transparente
Lo finge a cuanto sube
Hasta el purpúreo límite que toca,
Como si fuera un sueño de la roca,
La espuma de la nube.

A la vez que es un considerable retrato de época, Dos veces única es también un cuidadoso acercamiento a determinados protagonistas, a sus razones y sinrazones. Es también un valioso y digno parangón, en prosa, de las monumentales obras de Diego Rivera, construido con la filigrana del dato preciso y la entrevista, el testimonio y el hecho verificable, levadura que da consistencia a estas páginas que son verdad, pero que también son historia, que alcanzan a levantarse en vuelo  pero consolidadas en el reflejo de su propia autenticidad.
   Las fuerzas retratadas en este libro, encarnadas en sus protagonistas, son —y también somos, en el caso de los lectores— deudoras de otra fuerza admirable de la naturaleza, capaz de recoger con sabia paciencia el oro entre tanta tierra de tiempo y palabras, capaz de limpiar y conservar cada parte valiosa, pulirla, engarzarla hábilmente con las demás, en una sinfonía que es novela y es historia, es grandeza de México tanto como es poesía, es verdad tanto como es imaginación, mirada clara, pluma original y generosa, tantas veces única, tantas veces Elena.

Elena Poniatowska
Dos veces única
Seix Barral, 2015
416 pp.