domingo, 3 de abril de 2016

La pasión según G.H., de Clarice Lispector




En la novela La pasión según G.H., de Clarice Lispector, tenemos una inmersión en lo máximo a través de lo mínimo. La búsqueda de un absoluto a partir de lo neutro, leche materna, materia blanquecina de un insecto, plasma original.

Un momento basta para que la protagonista, delicada escultora, mujer independiente, se encuentre cara a cara con la puerta hacia lo que considera divino, por medio del cuerpo ancestral de una enorme cucaracha, ser antiguo que antecede todos los vestigios, y que porta en su presencia las emociones a las que no había llegado G.H. en su aséptica vida anterior.

Al principio y al final de la experiencia se yergue G.H. misma, primero como sombra insinuada en la pared, que bien podría ser una pintura rupestre, grafía mágica, para terminar con el clímax de comulgar con el universo, hostia insólita que entraña toda repulsión, toda intención de lo grotesco, la belleza descomunal del abismo.

Con una pluma magnífica, Clarice Lispector nos lleva por la desconfiguración total de su protagonista, a quien apenas nos boceta, pero de quien nos da hasta la médula. Trazos firmes, femeninos, pulcros, delicados, van dibujando la sorpresa, el horror, la esperanza, el ahondar filosófico de una G.H. que ante todo teme el mal gusto, pero que debe adentrarse en él hasta el fondo, para encontrar su redención, debe pasar por el temido desorden, para lograr encontrar su punto de partida, su génesis.

Una mujer de rascacielos, atisbando desde su torre moderna sujeta a la refinada elegancia, viviendo, como nos confiesa, entre comillas, buscando ante todo vivir en belleza, un día de pronto, como una caída en tobogán, es presa de un golpe emocional surgido de lo intrascendente, es cautiva por unos momentos espeluznantes que parecieran ser el sortilegio de su trabajadora, pero que acaban siendo la honda epifanía de un encuentro con el mundo, consigo misma, con lo divino.

Y en esa epifanía, G.H. se quiebra. De ser las iniciales de unas maletas viejas e inmóviles, de pronto pasa a ser la materia original y fragmentada, el cristal por el que se filtra la luz de la conciencia y del origen, el desorden que permite atisbar “la mejor forma”.

En ese cuarto olvidado, ático en tinieblas y al mismo tiempo en luz deslumbrante, G.H. enfrenta el “odio indiferente” de una Janair para siempre ausente, pero que en la pared sabe escribir el código de ruptura de la dueña de la casa. Ese cuarto, fuera de las comillas del resto del mundo, “retrato de un estómago vacío”, es la puerta de entrada donde espera Caronte, en forma de cucaracha, para llevar a G.H. hasta los confines del universo, un universo de terror y de sombra, de belleza agridulce donde ya nada será lo mismo, y donde el corazón encanece “como encanecen los cabellos”.

Una habitación “muerta” pero “en verdad, poderosa”, con olor a “gallina viva”, cucaracha atisbando por encima de la hostilidad y la amenaza para cruzar el río y llegar hasta la nada, una nada que para G.H., sin embargo, resulta “viva y húmeda”. Un silencio lujoso, incrustado de siglos. “El mundo se mira en mí”, nos dice, y admite la metamorfosis, cual Kafka, Gregorio Samsa femenino que se transmuta en el ser que le atisba, se transforma en sí desde sí, más allá del yo en un instante iridiscente e iluminado.

Mirada fértil de la cucaracha, mirada enjoyada fertilizando, dando sentido a lo que antes jamás lo tuviera, trayendo en la nada el todo que es lo neutro, y también es el infierno, porque el paraíso carece de sabor, pero el infierno es salado. Mirada fértil que toca lo intocable, el pulcro cuidado de G.H. por no ser tocada, para no enfrentar “la muerte de la bondad”.

Esa mirada fértil es también el reconocimiento de un aborto, el encuentro con la muerte y la pérdida, y la conciencia de la propia “neutralidad viva”, la inmersión en el plasma de un Dios, el infierno de una alegría, y la luz del amor verdadero. Universo que para G.H. es total, ya que “esa única cucaracha es el mundo”.

El asco es un vehículo para G.H., un guía que fecunda y que transporta al desierto de Libia o a la noche en Galilea. Asco que es parte de ese rompimiento que lleva a una sola cosa, a La Cosa, tesoro resguardado en un pequeño cofre que alberga “el nudo vital”, porque “la alegría del mundo es un pedazo opaco de cosa”. Secreto inmemorial resguardado, germen joya, luciérnaga que ilumina lo que Es.

Al final, G.H. admite su deseo: quiere “la materia de las cosas”, y la encuentra en un último acto repulsivo, la prueba máxima de trascendencia de sí misma, el olvido de su yo, que llega a la revelación máxima: “no quiero la belleza, quiero la identidad”. Y la identidad está al cruzar los fragmentos rotos del espejo, la barrera infranqueable y última de comerse su propio miedo al comerse la masa inmunda de la cucaracha, acto final de antipecado, acto primigenio de autocreación.

Buscando lo divino, G.H. logra aproximarse a lo “real”, y alcanza a comprender que el “golpe de gracia” más allá de la conciencia del amor es la pasión, altitud que sin embargo, tiene una gracia efímera pero insuperable, un instante en el que logra prescindir de sí para encontrar en sí misma a “la mujer de todas las mujeres”.

G.H. encuentra la dulzura del abismo, y en su acto máximo en lo ínfimo, pierde toda heroicidad para lograr llegar al principio del camino hacia sí, hacia lo inhumano.

Acto repulsivo hacia lo divino, acto final hacia todo principio. Comunión consigo y con lo que no es, lo que nunca ha sido, pero que al fin, quizá, será un destello de adoración de sí, a través del todo.

Clarice Lispector
La pasión según G.H.
Editorial Siruela
2013
156 pp.