viernes, 2 de octubre de 2009

ME LLAMO ROJO

...PINTAR ES RECORDAR LA OSCURIDAD

DE ORHAN PAMUK

No es lo mismo el ciego que el que ve, dice El Corán. Dice Me llamo Rojo que dice El Corán. Y es una premisa que da sentido a esta historia múltiple.

La pintura —forma y color— es protagonista: la tradición en un enjambre donde una hebra principal es la religión y otra el arte, y dan origen a una fórmula que tiene visos de novela histórica pero también de novela negra, y en última instancia, de historia de amor.

Una de sus características peculiares son los recursos narrativos, construidos de tal forma que la historia transcurre por medio de la voz de los personajes, que narran en primera persona piezas de una gran imagen que poco a poco se va construyendo, en un contexto que mezcla cimas y simas —esplendor decadente— del Imperio Turco en el siglo XVI.

En torno a la decisión del sultán de que una pintura lo inmortalice, surge la lucha de fuerzas: por un lado las prohibiciones de la ley islámica, por otro la pulsión de cuatro artistas de crear una gran obra. Para hacerlo trabajan en secreto, y uno de ellos es asesinado. Tres de ellos —Mariposa, Aceituna y Cigüeña— sobreviven.

Así, primero habla el muerto, que nos abre el umbral a toda la historia, narra su asesinato, caída y rompimiento en un pozo. Nos habla con claridad y desapego, pero con cierta nostalgia: “Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito”.

También habla al que llamaremos asesino. Poco a poco se perfila su identidad, nos da señales, pistas que van formando un retrato que se devela sólo al final: “Es exactamente la casa de un asesino (…) Ni siquiera tiene una alfombra de oración (…) Las cosas de alguien no sabe ser feliz”.

El Maestro Osman es un personaje breve pero fundamental: da todo el sentido histórico a la narración, explica cómo la caída del imperio otomano se llevó las antiguas formas en la pintura hasta traer otros estilos, cómo se transformó la pintura y su relación con los maestros francos de la época.

Así, “la pintura es silencio para la mente y música para los ojos”, en un contexto en el que “en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro”.

En un largo capítulo narrado por el Maestro Osman, quien fuera tutor de Negro, de Maese Donoso —el muerto— del Tío de Negro —y padre de Seküre, para entonces también asesinado— y de Mariposa, Aceituna y Cigüeña, los principales sospechosos, se plantea la transformación de la pintura: pintar lo que —creemos que— Dios ve, o pintar como vemos nosotros.

Pintar un ejército ordenado, de pie, de frente, para ilustrar una batalla, o pintar la batalla misma con su sangre, cuerpos deformados, dolor y caída. En última instancia es una cuestión de —temor de— Dios, de fe, de religión, que deriva en un tratar de detener el cambio inminente, las nuevas formas, la transformación: “Y así fue como se marchitó la rosa roja del entusiasmo por la ilustración y la pintura que llevaba un siglo floreciendo en Estambul inspirada por el país de los persas”.

Hay dos niños en la historia, hijos de Seküre: Sevket y Orhan, el más pequeño. Alter ego del autor, Orhan resulta finalmente el depositario de la historia. Ambos acompañan el luminoso hilo conductor: el amor constante y realizado tardíamente de Negro y Seküre.

Además de los maestros pintores, Esther la buhonera y el Tío, aparecen en forma intermitente, entre otros personajes, un árbol, el diablo, dos derviches, la Muerte, y por supuesto, el Rojo. Todos ellos hablan en torno a una inmersión en la pintura: “En realidad la gente no busca sonrisas en las pinturas de la felicidad, sino la propia felicidad de la vida. Los ilustradores lo saben, pero eso es algo que no pueden pintar. Así pues, sustituyen la felicidad de la vida por el gozo de la vista”.

En este adentrarse en la vista, tiene también su sitio aparentemente ominoso la ceguera, tanto interior en el caso del asesino, como la ceguera física con la que el célebre pintor Behzat se ciega, y que deslumbra al Maestro Osman en las salas del Tesoro. Ceguera ocasionada por algo tan nimio como una punta de alfiler de turbante: “la punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes”.

Pamuk nos dice que la ceguera “es el silencio (…). Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios”. Entonces la ceguera es parte de la pintura, es antecedente de la imagen y el color: “Antes de la pintura sólo existía la oscuridad y después de la pintura sólo existirá la oscuridad. (…) Recordar es saber lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar. Así pues, pintar es recordar la oscuridad”.

María Vázquez Valdez

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