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Presentación del libro Ataúd de arena, de la poeta Norma Bazúa, en la Feria del
Libro de Minería 2012
María Vázquez Valdez
Érase
una vez el mar.
Y
érase una vez la arena. Érase una vez una hija deshojando el mar, invocando la
presencia de su madre, mar espuma sobre la arena de un ataúd inexorable llamado
muerte.
En Ataúd de arena Norma Bazúa nos lleva
entre costas del norte, integra poco a poco los paisajes genealógicos que la
conforman y la conmueven hasta que brota la imagen que nos tiene destinada:
ella misma.
Este
libro comienza y termina con la muerte. En su primer poema, Norma Bazúa nos
dice: “Morirá de sangre violenta / dijeron las estrellas // De sangre tenía que
ser sangre es agua / dijeron los miedos
// Ella se creyó la asesinada la de
muerte civil / la que cayó de bruces en la esquina”.
Ataúd de arena, editado por Editorial
Amanuense en 2011, forma parte del homenaje a Norma Bazúa (1928-2011), y tiene
un prólogo de Francis Mestries: “A Norma Bazúa le tocó nacer en Sinaloa en la
postrevolución, en un paisaje cercano al mar, y del océano heredó su ronco
bramido, su temperamento y su fuerza expresiva, pero también su canto sosegado,
que se unía con la voz de su madre que le leía poemas”.
Estas
son las coordenadas de estos poemas: el mar-el agua, la madre-la muerte. Y es
que este es un libro sobre la muerte, y por tanto es un libro sobre la vida.
Sobre la vida de la poeta, de su madre, de su familia. Y sobre la vida misma —la
de todos.
Heredera
de una estirpe claramente femenina, la poeta se reconoce ella misma tejedora:
“Muelle de una esperanza acompasada por manos hilanderas: / artesanas fabriles
de piel aternurada / que en telar de tendido tenso traman la urdimbre”.
El
recuerdo que la habita y la consume va perfilando la imagen con una resonancia
de palabras pulidas, creando esculturas en litoral:
“…Momentos
que están vivos / testigos son de que existen los olvidos felices / entre los
recuerdos fáciles (…) para abrir o esconder a antojo lo que te asombra / lo que te sobra / Lo
que todavía te ensombra los insomnios”.
Y
está el dolor. El dolor inevitable de la pérdida. El dolor agazapado en la
esquina de la vida, acechando como lo que la poeta define así: “Ese frío débil
—que ya esperan mis huesos— / es también desgarramiento: // Emoción
vibrante oscura / entre la carne descostrada adolorida // Y no sólo pavor sobre el
espíritu / Sobre el alarido”.
El
dolor de una muerte específica está aquí descrito con detalle en varios poemas:
estas páginas tienen una consistencia de arena, caen ligeras, uniformes,
congruentes. Pero también son lavadas por agua, refrescadas, y a la vez
concentradas por esa presencia.
La
poeta funde claramente el agua con la arena, y nos entrega el mar. El mar de su
madre —de la muerte de su madre:
“Cuando
la muerte llega el alma se va sin irse
todavía / impone los pasos sobre el día como cualquier cansancio (…) Las siento
todas aquí las vidas y las muertes /
tan cercanas /entre la piel se me quedó el infortunio del abandono / llaga que
nadie sabe de dónde viene ni a qué cáncer irá”.
Finalmente,
este canto de pérdida y duelo lanza destellos esperanzadores. Norma Bazúa, ya
desde el otro lado de esta vereda llamada vida, nos legó estos brillos:
“El
timón de la vida decide el tamaño de la esperanza / La palabra invita a
vivir a sopesar su licencia de albedrío
/ entre avatares de tempestades y mareas crecidas // El mandato de la utopía /
marca los caminos y nos eleva hasta el azul / trae coherencia del diálogo para
distraer el disturbio / antes de la catástrofe dolorosa de la muerte del cuerpo
(…) La elipse cónica extiende su espiralada inmensidad / y la muerte se doblega
ante la serpiente emplumada / que espera la novedad del fuego frente al espejo
negro / bajo las pieles sucesivas del universo”.
Porque
sí: la muerte se doblega bajo el conjuro de la poeta que encuentra que las
palabras son “de oro molido”, valiente al “aprender a caminar su aridez litoral
/ su aridez literal” hasta remontar el vuelo sobre el dolor de la ausencia más
grande —la materna, presagio de la suya misma—, hasta desgranar el más ominoso de
los ataúdes en la suavidad de la arena.
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