lunes, 15 de octubre de 2012

NORMA BAZÚA: BAJO LAS PIELES SUCESIVAS DEL UNIVERSO


                                         Foto: http://www.contrasteweb.com

Presentación del libro Ataúd de arena, de la poeta Norma Bazúa, en la Feria del Libro de Minería 2012

María Vázquez Valdez

Érase una vez el mar.

Y érase una vez la arena. Érase una vez una hija deshojando el mar, invocando la presencia de su madre, mar espuma sobre la arena de un ataúd inexorable llamado muerte.

En Ataúd de arena Norma Bazúa nos lleva entre costas del norte, integra poco a poco los paisajes genealógicos que la conforman y la conmueven hasta que brota la imagen que nos tiene destinada: ella misma.

Este libro comienza y termina con la muerte. En su primer poema, Norma Bazúa nos dice: “Morirá de sangre violenta / dijeron las estrellas // De sangre tenía que ser  sangre es agua / dijeron los miedos // Ella se creyó la asesinada   la de muerte civil / la que cayó de bruces en la esquina”.

Ataúd de arena, editado por Editorial Amanuense en 2011, forma parte del homenaje a Norma Bazúa (1928-2011), y tiene un prólogo de Francis Mestries: “A Norma Bazúa le tocó nacer en Sinaloa en la postrevolución, en un paisaje cercano al mar, y del océano heredó su ronco bramido, su temperamento y su fuerza expresiva, pero también su canto sosegado, que se unía con la voz de su madre que le leía poemas”.

Estas son las coordenadas de estos poemas: el mar-el agua, la madre-la muerte. Y es que este es un libro sobre la muerte, y por tanto es un libro sobre la vida. Sobre la vida de la poeta, de su madre, de su familia. Y sobre la vida misma —la de todos.

Heredera de una estirpe claramente femenina, la poeta se reconoce ella misma tejedora: “Muelle de una esperanza acompasada por manos hilanderas: / artesanas fabriles de piel aternurada / que en telar de tendido tenso traman la urdimbre”.

El recuerdo que la habita y la consume va perfilando la imagen con una resonancia de palabras pulidas, creando esculturas en litoral:

“…Momentos que están vivos / testigos son de que existen los olvidos felices / entre los recuerdos fáciles (…) para abrir o esconder a antojo    lo que te asombra / lo que te sobra / Lo que todavía te ensombra los insomnios”.

Y está el dolor. El dolor inevitable de la pérdida. El dolor agazapado en la esquina de la vida, acechando como lo que la poeta define así: “Ese frío débil —que ya esperan mis huesos— / es también desgarramiento: // Emoción vibrante   oscura / entre la carne descostrada   adolorida // Y no sólo pavor sobre el espíritu / Sobre el alarido”.

El dolor de una muerte específica está aquí descrito con detalle en varios poemas: estas páginas tienen una consistencia de arena, caen ligeras, uniformes, congruentes. Pero también son lavadas por agua, refrescadas, y a la vez concentradas por esa presencia.

La poeta funde claramente el agua con la arena, y nos entrega el mar. El mar de su madre —de la muerte de su madre:

“Cuando la muerte llega   el alma se va sin irse todavía / impone los pasos sobre el día como cualquier cansancio (…) Las siento todas aquí   las vidas y las muertes / tan cercanas /entre la piel se me quedó el infortunio del abandono / llaga que nadie sabe de dónde viene ni a qué cáncer irá”.

Finalmente, este canto de pérdida y duelo lanza destellos esperanzadores. Norma Bazúa, ya desde el otro lado de esta vereda llamada vida, nos legó estos brillos:

“El timón de la vida decide el tamaño de la esperanza / La palabra invita a vivir   a sopesar su licencia de albedrío / entre avatares de tempestades y mareas crecidas // El mandato de la utopía / marca los caminos y nos eleva hasta el azul / trae coherencia del diálogo para distraer el disturbio / antes de la catástrofe dolorosa de la muerte del cuerpo (…) La elipse cónica extiende su espiralada inmensidad / y la muerte se doblega ante la serpiente emplumada / que espera la novedad del fuego frente al espejo negro / bajo las pieles sucesivas del universo”.

Porque sí: la muerte se doblega bajo el conjuro de la poeta que encuentra que las palabras son “de oro molido”, valiente al “aprender a caminar su aridez litoral / su aridez literal” hasta remontar el vuelo sobre el dolor de la ausencia más grande —la materna, presagio de la suya misma—, hasta desgranar el más ominoso de los ataúdes en la suavidad de la arena.

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