viernes, 26 de junio de 2015

Brooklyn Follies, o el milagro del Hotel Existencia


María Vázquez Valdez

Mientras vivimos, todos habitamos el Hotel Existencia, este sitio agridulce donde a veces nos caemos y otras nos levantamos, donde encontramos y perdemos el amor, donde estrechamos lazos con otros o cortamos amarras para siempre. Y en esos retruécanos exactos de la vida, donde parece que el camino se diluirá en la pérdida, la tristeza o la muerte, el paisaje de un desesperanzador desierto puede transformarse poco a poco —en las rendijas de lo cotidiano—, en un exuberante bosque de sorpresas y reencuentros. Así de frágiles y de cristal, así de humanos vamos dando tumbos por este hotel: la existencia.

Nathan Glass, un hombre de cristal en el quicio de los sesenta años, recién jubilado, recién divorciado, sobreviviendo apenas a la amenaza del cáncer, encuentra en el tumultuoso Brooklyn un lugar para consumirse en la soledad. Con algunas chispas de ingenio en El desvarío humano, un libro que va brotando como la lluvia se trasmina a través de goteras inesperadas, se va destejiendo la escritura de un ex agente de seguros que todo hubiera imaginado, menos ser escritor, menos ser un hombre de sabiduría práctica y consistente, generoso y bueno, que sin deberla ni temerla, poco a poco va urdiendo una original familia en los albores de una nueva vida, naciendo a un nuevo siglo con un “menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana”.

La historia de Nathan Glass en Brooklyn se desarrolla como una gran matrioska de la cual van surgiendo, una tras otra, historias enhebradas entre sí, de profundidad equivalente, capaces de tejerse por igual en la simpleza de lo cotidiano y en los lazos entrañables. Nuestro frágil hombre de cristal —que al final resulta ser más de acero— comienza a contarnos su historia a nosotros, sus amigos —en eso nos convertimos explícitamente en la penúltima línea de la novela—. Comienza a contarnos con gran pericia y buen humor su historia, tras sortear “los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar”, tras sobrevivir a sus venenos, con cáncer de por medio, y en una obertura taciturna de rompimiento e incomprensión, en principio con una sola válvula de escape: los libros.

Los libros son también el punto de encuentro, la bisagra que conecta a Nathan con el Doctor Pulgarcito, su querido sobrino Tom, a quien creía perdido para siempre, y a quien de alguna manera indujera en la niñez al mundo del pensamiento y la literatura. El encuentro entre Nathan Glass y Tom Wood es mucho más que el reencuentro entre tío y sobrino. Tenemos aquí la segunda matrioska, cuando se unen fortuitamente el cristal y la madera, cada elemento para enriquecer al otro, para darle las cualidades que lo complementan, tan evidente como el engranaje entre la delgadez de Nathan y la corpulencia de Tom.

Así lo percibe Harry Brightman, la tercera matrioska de la historia, e incluso propone la hipótesis de que en esa aleación de cristal y madera, él podría ser el acero, y entre los tres dedicarse a la construcción. Y de hecho así es, estos tres elementos son para Paul Auster la argamasa de esta novela, pues el brillante hombre, Harry Brigthman, el otrora Harry Dunkel, tiende a su vez una bisagra indeleble, primero con Tom, su empleado y luego confidente, y luego con Nathan, que se volverá también su confidente, amigo, y pieza indispensable en el desenlace de su accidentada vida. Entre los tres, son también los libros la piedra de toque, lo que los une y reúne, la amalgama que va surgiendo en este edificio que a final de cuentas se corporeiza en el Hotel Existencia, una de las utopías de Harry, destejida a propósito de una de las utopías de Tom.

Porque Nathan acepta a Harry, como acepta a Tom, a Lucy, a Aurora. No rechaza la apariencia estrafalaria de Harry, su labia, ni siquiera el pasado que confesara a Tom y luego a Nathan con sus detalles oscuros. Nathan demuestra en ello una sabiduría generosa que va deshojando a lo largo de la historia con todos los personajes de su vida. Así, le dice a Tom respecto a Harry: “Prefiero mil veces a un granuja astuto que a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo”. En este caso, habrá cierta esperanza para la novela, pues estas palabras de Nathan, al principio del libro, se verán demostradas en los hechos hacia el final, cuando Harry se lanza, con un “espléndido gesto”, en el “prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna”, que reivindica sus características de “granuja y bribón”, con las del niño que sueña con rescatar huérfanos, y que depositará en Tom y Rufus su último acto de grandeza redentora.

Entretejida con la historia de Tom se va perfilando la de su hermana Aurora, otra matrioska de la historia, que nueve años y medio antes diera a luz a Lucy, una matrioska más, pieza fundamental del relato, luego de que aparece un buen día en el umbral del departamento de su tío Tom, en un extraño mutismo, y llena de acertijos por resolver. Con sus reservas, poco a poco Tom y Nathan comienzan a aceptarla, no sin antes buscar una solución, y deciden llevarla con la hermanastra de Tom y Aurora. Pero Lucy demuestra no sólo firmeza de carácter e inteligencia brillante, sino también una conexión con el destino, pues su artimaña para evitar que la lleven, cambiará para siempre la vida de su tío Tom, el robusto taciturno, enamorado del sueño imposible de la Beatífica y Perfecta Madre, una hermosa neoyorquina madre y artesana. Paradójicamente, ese amor platónico de Tom por la BPM se consumará tiempo después en el seno de los Wood, cuando la “reina de Brooklyn” se abra a otros horizontes.
           
En los entresijos de cada uno de los treinta capítulos de Brooklyn Follies, Paul Auster nos va dando pinceladas de erudición literaria, por medio de Tom y sus conocimientos de doctorando en literatura, y también a través de Nathan, que va demostrando ser un verdadero escritor, no tanto un aficionado. Así lo percibe Tom cuando viajan hacia el norte a dejar a una Lucy muda, en un trayecto lleno de referencias literarias y acertadas reflexiones. Porque ¿si la historia de la literatura está poblada de “un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías”, por qué no podía ser Nathan candidato para ser atacado por la enfermedad de la escritura, “algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado”?

Así, Lucy llega, protegida por el cristal y la madera, al Chowder Inn, para refugiarse tras su travesura de averiar el Cutlass de Nathan. Y el Chowder Inn resulta fortuitamente la materialización perfecta del Hotel Existencia. El sitio donde se congregan los sueños más aventurados de Tom y Harry. A Nathan no le pasa desapercibido esto, y de inmediato comienza a destejer la madeja pues percibe que es ahí donde está situada la posibilidad real de esos sueños. Pero tampoco le pasa desapercibida la oportunidad de que se materialice otro Hotel Existencia, más carnal e inmediato, en la conexión fortuita entre Honey, la hija de Stanley —el dueño del Chowder Inn— y Tom. Y es ahí donde se desteje la utopía en la realidad: en la simpleza del amor y el encuentro. El otro Hotel Existencia, el corpóreo y tangible, demuestra ser menos efectivo, menos posible, al derrumbarse entre los escombros del engaño y la traición de a Harry, sabiamente vaticinada por Nathan, y propinada por Gordon, el antiguo y vengativo amor de Brightman.

Así pues, el Hotel Existencia que descubre Tom, en su viaje con Nathan y Lucy, es dulce como la miel, tiene cabellera entre rubia y cobriza. “No una etérea B.P.M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a aun hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho”. Honey es la siguiente matrioska de nuestra historia, deseosa por dar a luz a muchas matrioskas más.

Al volver a Brooklyn a recoger los vestigios de Harry, Nathan se encuentra con que es una especie de ángel vengador, “el portador de malas noticias. El que reparte amenazas y advertencias, el que dice a la gente lo que tiene que hacer”. Esa traición funesta de la que es víctima Harry, gracias a las palabras asesinas de su ex amante —una cruz que sí marca el lugar, el lugar de la caída y la muerte—, es vengada al final por un lúcido Nathan. Un último acto agradecido hacia Harry y su generosidad con los huérfanos hasta el final, en este caso Tom y Rufus, una Tina Hott que le regalará a Nathan “uno de los momentos más extraños y trascedentes” de su vida.

Un capítulo tras otro, Auster logra meterse en el guante que es Nathan. Una y otra vez, nos muestra el mundo tal como lo ve un hombre de la edad y contexto de Nathan Glass, y lo hace con tal humor que provoca innumerables sonrisas, risas e incluso carcajadas. Una narración que parece equidistar con la de Woody Allen en sus películas y libros, con chistes sencillos pero agudos, y una constante autocrítica, y por si fuera poco, el entorno neoyorquino musicalizado por el jazz.

Así pues, Auster logra dirigir la historia hacia una risa inevitable, pero también nos induce a un sitio paradisiaco para decirnos, dulcemente: “Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo. Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles”.

Nos habla, pues, de lo dulce de la existencia también, y que encuentra breves momentos de intensa felicidad como cuando Nathan se encuentra fortuitamente en una relación amorosa con Joyce, la madre de Nancy. Una bisagra más, que llevará a otra igual de fortuita con el encuentro entre su recuperada sobrina Aurora, sacada de los infiernos del fanatismo y la represión, y que encontrará en la BPM el amor que deseara para sí Tom poco tiempo antes, en lo que fuera una profecía cumplida por otras vías.

Finalmente, Nathan se encuentra otra vez cara a cara con la muerte, pero en los brazos de su amor, en un momento compartido de últimos de octubre, “uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul”. Pero una vez más la Diosa Fortuna le perdona la vida, y no sólo eso, le da la conciencia de que cada latido de su corazón, “sería concedido por un arbitrario acto de gracia”. Pequeños destellos de felicidad, aun cuando en breve caerían con estrépito las Torres Gemelas. Pero como bien lo apunta nuestro querido amigo Nathan, al terminar la novela eran las ocho de la mañana, y en esos momentos, queridos amigos, Nathan era “el hombre más feliz que jamás haya existido sobre la tierra”.

Ya nos lo había sugerido muchas páginas antes, cuando confiesa: “Yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las cosas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo.”


El simple hecho de ser, de habitar ese inesperado pero inobjetable, bello y sorpresivo Hotel Existencia.


Paul Auster
Brooklyn Follies
Editorial Seix Barral
España
2006
356 pp.

miércoles, 25 de marzo de 2015

LA VIDA DE LAS MUJERES, DE ALICE MUNRO



Por María Vázquez Valdez

La vida de las mujeres decanta, a través de los ojos de una niña, el universo femenino a partir de las experiencias, heridas, encuentros, fisuras, vivencias, erosiones que puede enfrentar cualquier mujer, en algún rincón del mundo, en sus primeros años de vida. 

Aunque no sabemos a ciencia cierta qué edad tiene Del Jordan —protagonista y narradora en primera persona de la novela—, sí la vemos en la provincia canadiense de mediados del siglo pasado en distintas etapas de su infancia y juventud. Lo mismo se nos aparece muy pequeña recogiendo ranas con su hermano Owen para que tío Benny las usara de carnada a orillas del río Wawanash, que la vemos descubrir su adolescencia con su amiga Naomi, o enfrentar a su primer gran amor, Garnet French, una súbita revelación del oropel en el deseo.

Alice Munro (Ontario, 1931) nos entrega en La vida de las mujeres retratos de una precisión asombrosa. Su manejo del lenguaje tiene un prodigioso juego de metáforas que destellan en la brevedad, y que explican el que esta Nobel de Literatura (2013) destaque entre los autores más reconocidos en la historia, particularmente por sus cuentos. Al principio de este libro —su única novela—, por ejemplo, nos describe el mundo paralelo de tío Benny, “como un perturbador reflejo distorsionado” que era el mismo mundo de todos, pero sin serlo, un mundo donde “las derrotas eran recibidas con demencial satisfacción". Así, “Flats Road”, el lugar de los primeros años de Del, y primer capítulo del libro, es el habitáculo también de ese tío que tampoco lo era del todo, que logra comenzar al fin una vida con una mujer de ataques desquiciados, pero sin lograrlo, tampoco, del todo.

El segundo capítulo, los “Herederos del cuerpo vivo”, nos adentra en la vida familiar de Del con más detalle. Si en un principio nos imaginamos a una niña de cinco o seis años, aquí ya tenemos a una Del de unos siete u ocho años, capaz de descifrar los acertijos de Jenkin’s Bend, la casa de los tíos de su padre. En ella encuentra, con su tío Craig y las tías Elspeth y Grace, raíces que le permiten disociarse de su madre, adoptar las posturas críticas de los otros hacia su rama materna, y un referente para su visión de un mundo que “estaba fuera de control, era irreal y, no obstante, desastroso”, al contrario del mundo de su madre, en el que el estudio, la curiosidad o la investigación podrían ser, aunque fuera de manera rudimentaria, un antídoto contra la ignorancia destejida en las creencias religiosas o el fanatismo.

Del se reconoce parte de un árbol genealógico descifrado por el tío Craig durante décadas, bien plantado en Irlanda en la segunda mitad del siglo XVII. Una genealogía sin gloria. Y sin embargo, no eran los hechos interesantes o escandalosos lo que buscaba el tío, sino delinear una estructura sólida del pasado que diera sentido a su presente.

Las tías muestran a Del un mundo femenino alterno al de su madre. Un universo en el cual hay cierta reverencia por el trabajo intelectual del hombre; en este caso, siendo solteras, el de su hermano. Un respeto por lo masculino, sin embargo, matizado de sarcasmo. Como si aceptaran cierta superioridad que sin embargo no lograba minimizar su propio universo, construido a golpe de trabajo y risas. Un mundo distante de las preguntas incisivas de la madre de Del, tan lejano de su escepticismo. Mujeres que habían construido su universo con miradas cuidadosas y bromas devastadoras, protegiendo al unísono todos sus flancos contra posibles ventiscas, bien instaladas en el no arriesgarse al emprender, al preguntar. Mujeres que se habían protegido físicamente al no casarse ni tener hijos, no como la tía Moira y su “hedor ginecológico”, y su única hija, una Mary Agnes Oliphant que, vista por Del, era incapaz de mostrarse ante los adultos, como capaz era de martirizar a su prima menor con la visión violentada de la muerte. 

Un episodio familiar que conlleva, con la muerte, perdón y vergüenza, y también una heredad no asumida, cuando Del acepta llevarse el manuscrito del tío Craig, como depositaria de las esperanzas de sus tías para sacar adelante esa obra de toda una vida, sin embargo arrumbada después en un sótano inundado, concentrando el remordimiento de Del y a la vez “una brutal y absoluta satisfacción”.

El tercer capítulo, “La Princesa Ida”, es una inmersión profunda en la vida de la madre de Del. Nos da los cabos para atar cierta explicación a su agnosticismo, razones para su incredulidad, un acercamiento a sus heridas. A pesar de que Del no se libra de la crítica hacia su madre, de cierta infidelidad al ponerse tácitamente del lado de sus tías, hay cierto orgullo por el esfuerzo de esa Princesa Ida capaz de exponer sus preguntas ingenuas en cartas al periódico, esa mujer entregada a cierta reverencia al saber, dispuesta a caminar kilómetros para vender enciclopedias, una niña con la entereza suficiente para abandonar a un padre que le negaba el estudio, y dejar atrás la herencia materna de fanatismo y religión, o el abuso de su hermano, para ir a leer frente a una clase un latín mal pronunciado y que aprendió sola. Una madre que no podía evitar emocionarse al recordar a “la niña que había sido” y que “la llenaba de asombro”. Alice Munro nos entrega aquí, desnuda, una reflexión magnífica: “si existiera un momento en el tiempo, un momento en el que pudiéramos elegir ser juzgados, lo más desnudos posible, asediados, triunfantes, ese tendría que ser su momento. Más tarde llegarían las concesiones y tal vez la equivocación; allí ella era absurda e inexpugnable”.

En el siguiente capítulo, “La edad de la fe”, Del se aferra a indagar en lo que su madre le niega: la posibilidad de que Dios exista. Como ocurriera con su madre misma, al rechazar la religión luego de padecer a una madre que prefería rezar a hacer la comida o calentar la casa, y que era capaz de gastar un dinero recibido providencialmente en biblias para regalar, así Del rechaza el escepticismo de su madre, capaz de dedicarse con el mismo fervor al conocimiento, e invertir ahora en enciclopedias, ya no en biblias. Por eso emprende su búsqueda por todas las posibilidades religiosas a su alcance.

Y sin embargo, son las afirmaciones de su madre las que Del boceta con más sentido, cuando por ejemplo le dice, exasperada que “¡Dios fue creado por el hombre! ¡No al revés! Dios fue una invención del hombre”. A pesar de que las afirmaciones de su madre no la disuaden, Del no logra encontrar explicaciones satisfactorias en ese momento de su vida, antes de adentrarse en la religión por motivos amorosos, con Garnet French.

En “Cambios y ceremonias” Del ya es una jovencita, suponemos. Ya tiene experiencias adolescentes con su amiga Naomi, y mira de cerca otro tipo de femineidad en el destino fatal de la señorita Farris, y sus pretensiones fuera de tiempo y de lugar, que acaban por ahogarse, en un silencio equivalente a la sutileza de su vida misma, en las aguas del río Wawanash.

En este episodio de su vida, Del ya tiene un desarrollo sexual incipiente, resuelto en las preguntas y respuestas lanzadas al unísono con Naomi. Una visión que sin embargo demeritaba una y otra vez la igualdad entre los sexos. Le dice Naomi, por ejemplo, que “La chica es la responsable porque nuestros órganos sexuales están dentro y los suyos fuera, y nosotras podemos controlar nuestro deseo mejor que ellos. Un chico no puede refrenarse”.

En su rol como mujer, Del advierte una y otra vez que sus posibilidades no necesariamente son las que tienen Naomi u otras chicas sin más interés que el matrimonio. En “Bautizo”, Del encuentra el amor en Garnet French. Un amor físico, enamoramiento catártico, capaz de hacerla olvidar sus deseos por aprender, estudiar. Pero el episodio del bautizo al que trata de obligar Garnet a Del le muestra, en su descarnado filo de vida y muerte, que el amor bien puede diluirse en un río de imposición, y a fuerza de sometimiento.

Afortunadamente para Del, para nosotros, y para todas las mujeres, esta protagonista no sucumbe, ni en el río, ni en el espejismo de la fascinación. Prefiere su cota de realidad cruda, de soledad descarnada, comiendo sola en la cocina al perder a su amante, que encerrarse en una ilusión hipnótica.

Las palabras que le sentencia su madre al final del penúltimo capítulo redondean y resumen en cierta forma la médula consistente en el libro: “Creo que va a haber un cambio en la vida de las niñas y las mujeres. Sí. Pero depende de nosotras que se produzca. Todo lo que las mujeres han tenido hasta ahora ha sido su relación con los hombres. Eso es todo. No hemos tenido más vida propia, en realidad, que un animal doméstico (…). Es de amor propio de lo que te estoy hablando. De amor propio”.

Y sí, al final, esta es una historia de amor propio, de aceptación de un trozo de realidad a cambio de un universo de fantasía, puesta en escena del desgarrador eslabonamiento de las mujeres a otros, lejos de sí mismas, y de un impulso que sin embargo late hacia la libertad, aunque sea en soledad, que impulsa hacia la pregunta, aunque sea sin certezas de por vida, que desnuda de afeites y soportes, aunque sea lejos del consuelo de una fe ilusoria, porque a final de cuentas, “es de amor propio de lo que te estoy hablando. De amor propio”.

viernes, 23 de enero de 2015

PEDRO LEMEBEL, EL DE LOS CIELOS ROJOS


María Vázquez Valdez

Icono contracultural, figura central desde los márgenes: la madrugada de este 23 de enero partió el chileno Pedro Lemebel, enarbolando hasta el final su irreverencia y crítica hacia la derecha, la homofobia y la burguesía en Chile, en el mundo.

En una original obra, Pedro Lemebel nos dejó una especie de superposición de dos cuerpos: el de los torturados y desaparecidos políticos y el cuerpo agredido de los estigmatizados por su preferencia sexual. A manera de construcción de una larga metáfora, quizá recurso subversivo, en su escritura se encuentran la herencia funesta de la dictadura militar pinochetista, la persecución e intolerancia homófobas y a la vez una crítica constante al modelo social y económico chileno.

En De perlas y cicatrices nos evidencia nudos en la sociedad chilena de décadas recientes, que trascienden la dictadura en tiempo pero no en consecuencias; dando espacio a discursos de doble moral, violación de derechos humanos, juicio a militares, y el atisbo a la posibilidad de tumoraciones sociales.

Lemebel llevó a cabo una larga carrera como crítico tenaz de la sociedad chilena por medio de la crónica urbana. En sus textos los cuerpos buscan el anonimato de lugares públicos en una ciudad vigilada dentro del estado autoritario que desata la globalización, retratando a la vez la política sexual chilena y la crítica al neoliberalismo.

En el prólogo de La esquina es mi corazón, Carlos Monsiváis escribió que Lemebel no es sólo “un fenómeno de la literatura latinoamericana de este tiempo”, sino un “freak”, y se refiere a la inversión de un lenguaje abyecto y condenado. Un “freak” que en muchos momentos nos resuena cercano al Jean Genet de Nuestra señora de las flores.

Es y será referencia obligada identificar a Lemebel con Las Yeguas del Apocalipsis, ese mito vinculado con el origen de su obra y con la dictadura militar, y que diera a luz en 1987 en mancuerna con el poeta Francisco Casas, como parte de un ejercicio constante de enfrentar la represión de la sexualidad y el régimen militar en Chile, y que cristalizaría en obras como “La noche de los visones”, de Loco afán, donde Lemebel vuelve a 1973 para darnos un atisbo al futuro negro que se cerniría a partir de ese año aciago sobre Chile.

Luego de su partida, nos queda la obra de Lemebel como un pedazo de cielo rojo para poder volar, a partir de la imagen cristalizada en un texto que leyó en un acto político en septiembre de 1986:

Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.



viernes, 11 de julio de 2014

Palestina



ENTRE JERUSALÉN, ISRAEL Y PALESTINA
 (Fragmentos de una crónica)

María Vázquez Valdez


Transitar en Jerusalén y en sus alrededores puede ser tan peligroso como jugar a la ruleta rusa. Nunca se sabe si la próxima bomba será en el restaurante donde uno suele comer, en una esquina o en un parque.
Hace algunos años lo aprendí en carne propia, cuando pude presenciar uno de los eventos que han ocasionado en Jerusalén más muertos y heridos desde que la Intifada comenzó en la década pasada. A pesar de la crudeza del evento, después comprendí que esa experiencia no es nada comparada con lo que enfrentan los palestinos en los constantes ataques del ejército israelí en sus territorios.
Ese día, entre vidrios rotos, sangre y gritos, quince personas murieron y más de 130 resultaron heridas. Dominados por la histeria, algunos sobrevivientes corrían y gritaban manchados de sangre, algunos testigos también compartían las lágrimas y el estupor. Varios hospitales de los alrededores excedían su capacidad para atender a los heridos.
Recorriendo las calles de Jerusalén con denuedo, pronto me di cuenta de que todos los viernes los enfrentamientos en esa ciudad parecen inminentes. Es el día sagrado de los musulmanes en los países donde se practica la religión que Mahoma plasmó en El Corán. Cada día, además, se hacen cinco pausas específicas durante las cuales se escuchan cantos y oraciones y se puede ver a comerciantes, transeúntes o taxistas, hincarse reverentes aun en horas de trabajo; incluso los canales de televisión, en el caso de Jordania, por ejemplo, tienen programados cortes con oraciones de El Corán e imágenes de mezquitas. Pero los viernes el fervor se manifiesta de muchas formas más, como es el caso de las tiendas cerradas o grandes congregaciones de musulmanes para rezar.
Las puertas de la Antigua Jerusalén se ven rodeadas frecuentemente por policías y soldados israelíes, sobre todo desde que se prohibió la entrada a la Mezquita de Al-Aqsa a los hombres menores de cuarenta años. Este lugar sagrado para los musulmanes está a tan sólo unos pasos del Muro de las Lamentaciones, y de la Vía Dolorosa y El Calvario: un nudo de sangre y oraciones.
La prohibición derivó en conflictos crecientes sobre todo durante los viernes, cuando docenas de musulmanes intentan entrar en su mezquita, y ante la negativa de la policía israelí, finalmente se congregan frente a la Puerta de Damasco, hincados en cartones, y siguiendo las oraciones que uno de ellos dirige por un altavoz.
La tensión creciente entre palestinos e israelíes se manifiesta en esos espacios de confrontación donde es común ver a policías arrestando musulmanes, o escuchar los insultos que se dirigen unos a otros en hebreo o en árabe. Nada comparado con lo que ocurre en los bastiones palestinos.

Ramallah

Además de ser un campo de batalla palestino, Ramallah es una ciudad cisjordana a media hora de Jerusalén, rodeada de escombros y basura. Para llegar ahí hay que tomar una camioneta colectiva que se detiene en un retén lleno de soldados y barricadas, y después otra más para llegar al centro de la ciudad.
Tiene una población palestina mucho más obvia que Jerusalén, y que se pone de manifiesto en los carteles que abundan en las calles, con fotografías de palestinos armados o practicando artes marciales. Por ahí también se ve uno que otro retrato o dibujo del Che Guevara.
Muchos lugares de Ramallah se ven desmoronados, como un cuartel de policía que hace varios meses destruyó un avión israelí. Ahí han ocurrido también asesinatos selectivos que Israel ha perpetrado contra los palestinos, como fue el caso de los misiles lanzados por el ejército israelí contra el jefe del Frente Popular para la Liberación Palestina, Abu Ali Mustafá, el 28 de agosto de 2001.
La tensión en Ramallah es evidente sobre todo cerca del despacho de quien fuera en vida presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat. Incluso tomar una fotografía cerca de ahí podía acarrear graves problemas con la policía.
Le pregunto a varios palestinos dónde están los edificios más dañados de Ramallah, e invariablemente me responden que alrededor del City Inn Hotel, pero todos eluden decirme claramente dónde está. Finalmente uno de ellos me acompaña. Tomamos un colectivo que se aleja del centro de la ciudad, y donde suena una hermosa canción: “Es música hecha para la Intifada”, me dice Wajeek, mi acompañante palestino.
Finalmente llegamos a una zona que parece a medio destruir, y ahí nos bajamos. Caminamos un poco entre lotes baldíos, y no se ve ni un alma en los alrededores, hasta que llegamos a una pequeña tienda donde hay dos hombres y un niño. Wajeek habla con ellos y luego se dirige a mí: “Puedes ir hacia allá, pero es muy riesgoso. Ellos dicen que mejor te espere aquí, porque hay soldados israelíes”.
Me encamino hacia el hotel y me parece presenciar los restos de un holocausto. Los edificios de los alrededores están deshabitados, hay barricadas por todas partes, las paredes están acribilladas y no queda ni un vidrio entero. Una gasolinería cerca de ahí está destrozada. Casi puedo ver la sangre y los muertos.
El City Inn Hotel es un edificio deshecho, con huellas de balas y de explosiones en todos los costados. Cerca de ahí hay varias carrocerías de autos calcinados, y hacia uno de los extremos se extiende una ancha calle que parece haber recibido varias bombas: la tierra está quemada, el pavimento ennegrecido está lleno de hoyos y hay restos de granadas y bombas, pero no veo a ningún soldado.
De regreso Wajeek me acompaña a varios edificios más que están destruidos, y al salir de ahí nos detienen varios soldados palestinos. Nos piden identificaciones que revisan una y otra vez mientras sacuden la cabeza. Llaman a un superior que adopta la misma postura, y luego a otro. “Estamos en problemas”, me dice Wajeek. Revisan mis papeles una y otra vez, y se comunican con alguien por radio. Wajeek habla con ellos durante un largo rato y les muestra más identificaciones, hasta que los convence y nos dejan ir.
Llegar a Ramallah es mucho más fácil que salir de ahí rumbo a Jerusalén. La enorme fila de autos avanza con extrema lentitud y hay que esperar un largo rato antes de cruzar el retén donde las figuras que se entrecruzan con más frecuencia son las de los soldados israelíes y las mujeres árabes.

Jordania

Adel es palestino y tiene una tienda en el centro de Amman, la capital de Jordania. Es un hombre de sesenta años que ha vivido en varios países de Europa; en pocos minutos resume la historia de los palestinos: “Para mí Jordania, Cisjordania e Israel no existen; son Palestina. En los años cuarenta comenzó todo esto, cuando los ingleses decidieron dividir Palestina e imponer un reinado”.
Le pregunto su opinión sobre el rey Hussein, y su sucesor, el rey Abdullah, de quienes hay enormes retratos por todo Amman y con distintas indumentarias; entonces Adel recuerda el Septiembre Negro de los setenta, y dice que el rey Hussein mató en esa época a cerca de 35 mil palestinos, y agrega: “En Jordania hay cinco millones de habitantes y 500 mil efectivos militares; tarde o temprano todo va a explotar, y si hay una guerra mundial, pasará por supuesto por aquí. Los palestinos estamos reprimidos y nadie quiere hablar del asunto. No nos atrevemos a expresarnos. No hay libertad, tenemos miedo. Pero esto es una bomba de tiempo”.
Unos días después, al sur de Jordania, esta conversación parece repetirse con una hermosa jovencita palestina que vive en Nablus, una ciudad cercana a Gaza. De camino a Petra, le pregunto su opinión sobre el conflicto, que ha cobrado muchas vidas palestinas en su ciudad en esos días, y me responde que tiene miedo de hablar, que su ciudad vive una situación muy tensa, y que la gente que conoce prefiere quedarse callada por miedo: “Preferimos no hablar, aunque nuestras experiencias sean muy tristes”.

Armas y oraciones

En los desérticos caminos que rodean el Mar Muerto y que se dirigen a Galilea, hay una ebullición de armas y uniformes militares.Un retén detiene todo vehículo en el camino que une Jerusalén con el Masada, donde el Mar Muerto se extiende en su pasmosa quietud.
Hacia Tiberías y el río Jordán también hay varias bases militares, donde muchos jóvenes judíos, que portan armas y uniformes, se trasladan de un sitio a otro. Llaman la atención su juventud y la familiaridad con que llevan sus armas, que manipulan con la facilidad con que portan sus teléfonos celulares; pero sobre todo llama la atención la cantidad de mujeres que forman parte de estos regimientos. Las que se han unido voluntariamente a posiciones de combate en la Policía Fronteriza, por ejemplo, son el mismo número que el correspondiente a los hombres, es decir, unas 140, más 70 en entrenamiento. Los camiones de pasajeros que cruzan las carreteras del país transportan a grandes grupos de estos jóvenes armados de una base a otra.
Muchos otros jóvenes judíos recorren Jerusalén sin uniforme, pero con celulares y mochilas en las que guardan armas. Lahav tiene 28 años, y aunque no vive en Jerusalén, ahí trabaja: “Después de enlistarme en el ejército, pasé algunas pruebas y ahora trabajo ‘usando’ mis ojos”.
Le pregunto el significado de esas palabras, y me explica que su trabajo es vigilar e informar lo que crea pertinente. En su apariencia nada da a entender que forma parte del ejército o que ejerce una función de “espía”.
Al salir del Muro de las Lamentaciones pasamos frente a un callejón que desemboca en la Mezquita de Al-Aqsa, y al pasar por la puerta vemos a varios soldados israelíes que prohiben el paso a todos, menos a los musulmanes mayores de cuarenta años.
A unos metros de ahí también está la iglesia del Santo Sepulcro y algunos templos que pertenecen a la iglesia griega ortodoxa. En pocos minutos cruzamos los cuadrantes en los que está dividida la Antigua Jerusalén, que concentran población armenia, judía, católica y palestina.
Muchos pueblos y santuarios de religiones diferentes, mucha fe y oraciones brotan enredados en la sangre y las mercancías de la Antigua Jerusalén, en cuyo techo, desde donde se observan el Monte de los Olivos y los principales santuarios de la ciudad, se puede ver con frecuencia a docenas de jóvenes judíos armados, reunidos por las noches fumando con ansiedad este aire que huele a muerte y a reyerta, a la disputa eterna cada vez más desigual, más inhumana.