jueves, 21 de junio de 2007

LOS CAMINOS DE LA CREACIÓN

María Vázquez Valdez

Ponencia presentada en el ciclo de Forámen M Ballet

Octubre, 2006



Quiero empezar con lo que me parece que es el núcleo y epigrama de estos encuentros: “Los que lloran ríen y los que ríen son felices”. Me parece una frase precisa no sólo para enmarcar este programa, sino para aunarla al tema que ocupa a esta mesa: Los caminos de la creación.

Y es que la creación, como la danza, es un flujo, implica un movimiento relacionado con el sentir y el arriesgarse. Si lloras, ríes, y si ríes eres feliz. El arte, la creación, podrían traducirse a una danza en distintos lenguajes donde convergen el fluir, el movimiento.

El universo entero danza, y si tuviéramos que resumir esto en poesía, podríamos acudir a las frases del poeta sufi Rumi: “¡Oh día, levántate… los átomos danzan, las almas, arrebatadas de éxtasis, danzan, la bóveda celeste, a causa de ese Ser, danza. Te diré al oído hacia dónde conduce su danza: todos los átomos que hay en el aire y en el desierto, compréndelo bien, están enamorados como nosotros, y cada uno de ellos, feliz o desdichado, se encuentra deslumbrado por el sol del alma inconmensurable”.

El arte es una danza, una transmutación de energía transformada a través del cuerpo y las herramientas que ese cuerpo escoge, o que lo escogen a él. A veces esa danza tiene su lenguaje en la poesía y la fotografía, y ambos mundos, con sus distintos elementos, implican una danza ya sea de palabras o de luz e imágenes. A veces ambos lenguajes convergen y las imágenes se desdoblan tanto en palabras como en siluetas, y eso es parte también de esa danza.

Hablar de los caminos de la creación nos lleva hacia el impulso creativo, hacia cómo se enciende en ciertos recipientes. Esta discusión filosófica ha transitado generaciones y ámbitos desde hace siglos, y una de las obras que han determinado el rumbo de estas disquisiciones ha sido la de René Descartes, que en el siglo XVI disertó con su Discurso del método, acerca del pensamiento humano.

Descartes escribió ahí: “Jamás presumí que mi espíritu fuera en nada más perfecto que el del común de la gente; aun a menudo deseé tener el pensamiento tan pronto, o la imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia, como algunos otros. Y no sé de otras cualidades que sirvan a la perfección del espíritu, puesto que respecto a la razón, o el sentido, la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de las bestias, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros”.
[1]

Con todo y las diferencias abismales que pueden separar (y unir) a un Ingrès de un Delacroix, esa única cosa a la que se refiere Descartes está completa, según el filósofo, en cada uno. ¿Pero qué es lo que hacemos con ese territorio, ese destello poético, cómo administramos ese capital humano?

Jean Baudrillard escribió que en “el corazón de esta video cultura siempre hay una pantalla, pero no forzosamente una mirada”. Y esa frase parece resumir gran parte de esa imagen de fuego interno apagado por la chatarra que nos agobia desde el exterior. ¿Qué apaga esa mirada poética? Ahí podríamos preguntarnos con qué alimentamos nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros pensamientos.

Lo que creamos tiene una relación directa con lo que nos habita, la creación accede a zonas que superan la conciencia inmediata. En esos terrenos del subconsciente hay palabras sorprendentes, movimientos pulcros, momentos que trascienden los lugares comunes.

Este camino hacia lo profundo de la creación alcanza territorios insospechados en la configuración material cotidiana, hacia grutas que se nos revelan en los sueños, en un lapsus, un dèja vu, una palabra que es encontrada en psicoanálisis como una perla en el fondo del mar.

Ese buceo en las profundidades está vedado de muchas formas en las culturas contemporáneas, con una condena tácita o explícita, por su extrema carga de dinamita que hace peligrar a las sociedades levantadas con los alfileres de la modernidad y de la política manipuladora de algunos grupos. ¿A qué le tenemos miedo? ¿A abrir las compuertas donde aparecen los monstruos que evadimos en la conciencia colectiva con todo su horror y toda su belleza? ¿A quedarnos solos porque esas grutas hacia lo profundo de nosotros mismos nos alejan cada vez más de los otros y de lo que consideramos una vida “normal”, con todo lo absurdo que este concepto puede resultar?

Roland Barthes escribió en Crítica y verdad que: “Si se condena al psicoanálisis no es porque éste piense, sino porque habla; si se pudiera reducirlo a una pura práctica médica e inmovilizar al enfermo (que no lo es) sobre su diván, preocuparía tanto como la acupuntura. Pero el psicoanálisis abarca en su discurso al ser sagrado por antonomasia”.
[2]

A ese ser sagrado, relacionado con esa mirada poética y ese sitio incólume, se refiere también Barthes así: “El intelecto (…) aborda la región desnuda de ‘la experiencia interior’: una misma y única verdad se busca, común a toda habla, ya sea ficticia, poética o discursiva, porque en adelante es la verdad de la palabra misma”.
[3]

Esa región desnuda fue descrita por Georges Bataille en su libro que lleva justamente ese nombre, La experiencia interior: “Cuando un perfume de flor está cargado de reminiscencias, nos demoramos en respirar la flor, en interrogarla, en la angustia del secreto que su dulzura nos entregará dentro de un instante: tal secreto no es más que la presencia interior, silenciosa, insondable y desnuda, que una atención siempre entregada a las palabras (a los objetos) nos hurta”.
[4]

Una presencia interior que sin embargo es neutralizada por infinidad de cosas y circunstancias. ¿Qué es lo que mantiene contaminados esos páramos? ¿Qué nos habita la conciencia? ¿Cómo desenterrar el destello artístico de entre el bagazo de lo construido para convencernos de comprar, actuar, vivir irracionalmente?

Decimos que no hay nada nuevo bajo el sol, que no podremos crear nada nuevo porque todo ya está dicho y elaborado. Se plantean nuevas rutas para el arte, para la poesía, hay quienes dicen que la poesía es un arte que en su naturaleza misma requiere de renovación a partir de su propia muerte, que hay que alcanzar nuevos derroteros.

Quienes se atreven a crear son canales de esta época. Recibimos un contexto que transformamos en la creación y compartimos en el lenguaje del arte. Sí, no hay nada nuevo bajo el sol, y nuestros propios cuerpos son una amalgama de moléculas antiguas que pertenecieron a estrellas milenarias, y como señalan escrituras del budismo tibetano, en la transformación de la materia a través del tiempo inconmensurable, no hay ser al que no hayamos estado unidos de alguna forma.

Pero somos tan antiguos como nuevos, en esta configuración de contextos que nos pertenecen, realidad única que tenemos la posibilidad de digerir, transformar y renovar a través del arte. Y es ahí donde hay que preguntarse hacia dónde vamos, y qué papel jugamos en una serie de circunstancias que nos determinan no sólo como creadores sino como seres humanos. Hasta dónde somos responsables del devenir de esos sucesos.

Los caminos de la creación que podemos generar y transitar están obstaculizados por una serie de tejidos donde nos acechan la manipulación mediática, la falta de libertad de expresión, la imposición de sistemas y formas de vida que favorecen a una élite mundial y a una oligarquía política.

Basta encender la televisión para poner el cerebro en manos de esta manipulación que nos convence de comprar automáticamente, de creer sin justificación, de perder el tiempo. Basta enterarse de que en Rusia matan a una periodista llamada Ana Politovskaia por escribir en contra del régimen de Vladimir Putin, o que en México despiden a Federico Arreola, quien fuera director de Milenio, por publicar un texto acerca de la información oficialista de las cabezas de los principales diarios de México acerca de las elecciones en Tabasco. Basta saber de casos como estos para enfrentar el hecho de que la libertad de expresión es un mito al que se acude en la retórica de los discursos oficiales.

Estas son nuestras circunstancias: un planeta en el que se están derritiendo los polos a causa del calentamiento global, una política mundial encabezada por las medidas genocidas de George W. Bush, guerras cruentas y enfrentamientos como el del territorio palestino, la globalización de lo que comemos y bebemos a favor de unas cuantas trasnacionales y en desmedro de nuestra salud. Y más allá de eso, pero sobre todo, la filigrana de la cultura que consumimos.

Vigilar y vigilarse, transgredir y reconfigurar, cultivar la mirada poética en una danza lúdica, una crítica continua a lo que ingerimos y digerimos en todos los sentidos, y un tomar el riesgo de sentir para llorar, y así poder reír, para no dejar de ser felices.

Quiero terminar con Georges Bataille otra vez en La experiencia interior, y esta descripción que resume pautas de los caminos de la creación, que aunque en compañía, transitamos en las profundidades de rutas solitarias: “A fin de cuentas todo me pone en juego, permanezco suspendido, desnudo, en una soledad definitiva: ante la impenetrable sencillez de lo que es; y, una vez abierto el fondo de los mundos, lo que veo y lo que sé no tiene ya sentido, ni límites, y no me detendré hasta que haya avanzado lo más lejos que pueda”.
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[1] René Descartes, Discurso del método, Losada, Océano, Argentina, 1998, p. 24.
[2] Roland Barthes, Crítica y verdad, Siglo XXI, México, 1989, p. 25.
[3] Ibid, p. 49.
[4] Georges Bataille, La experiencia interior, Taurus, España, 1972, p. 19.
[5] Ibid., p. 229.

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