miércoles, 6 de marzo de 2013

ROJO Y NEGRO





María Vázquez Valdez


Rojo y Negro es una historia de polaridades, altibajos y contrastes. Nos lo advierte su título, donde se funden el rojo y el negro simbolizados en la novela mediante el encuentro de dos arquetipos: la señora de Rénal —la presencia femenina maternal y acogedora— y Matilde de la Mole —la mujer fuerte, brillante y competitiva.

Pero para llegar a estos espacios de concreción de dos polos opuestos, pasamos primero por los polos instalados en la mente de Julián Sorel, el héroe de Stendhal —nuestro héroe, como lo llama reiteradamente el autor—. Así pues, la novela es una sucesión de episodios donde se colisionan dos espacios contradictorios, que a ratos podrían ser el apasionamiento más profundo, más rojo, y la hipocresía y la falsedad más oscuras, más negras.

Y si de polaridades hablamos en la obra de Stendhal, bien podríamos partir de ese conjunto de opuestos en su propia vida, una dualidad de la que Jean-Pierre Richard escribe, como prólogo al estudio crítico de una de tantas ediciones: “A través de todas sus vidas, reales e imaginarias, y en todos los niveles de su experiencia, Stendhal muestra una dualidad: espíritu lúcido y lógico, deseoso de llegar a la verdad por los caminos, incluso los más áridos, del análisis; pero también soñador quimérico, amante apasionado, llevado por el mínimo pretexto a la melancolía novelesca y a la imaginación de la felicidad”.*

Si atendemos a la premisa de que Julián Sorel es en muchos sentidos una proyección del escritor mismo y de su vida —como lo fueran tantos personajes en sus obras y los más de doscientos seudónimos que el escritor utilizó—, hacia el final de la novela, en el capítulo 42 de la segunda parte, Henry Beyle —el nombre real de Stendhal— nos da la clave de esta polaridad en su protagonista, cuando una vez que recibe su sentencia, se confiesa a sí mismo que “La verdad es que el hombre lleva dos mentes dentro de sí”.

¿Y cómo, si no fuera a partir de contradicciones, un joven brillante como Julián Sorel podría padecer por un lado los arrebatos más intensos de pasión, mezclados con una lucidez e inteligencia fuera de lo común, y por otro lado enfrentar los abismos de la desesperación, la paranoia y la falta de un control capaz de llegar al homicidio? Y no al homicidio de cualquier persona, ni siquiera al de un enemigo acérrimo, sino de un ser amado.

La clave inicial del título también podría referirse directamente a la fortuna: ¿acaso hace alusión al destino, simbolizado en los colores de la ruleta? Si así fuera, la descripción de destino en Rojo y Negro bien podría estar fincada en altibajos que finalmente no están dirigidos por otra cosa que la mente, y entonces volvemos a la mente de Julián Sorel.

Stendhal no tiene reparos en mostrar con toda su crudeza lo absurdo del pensar y el actuar de Julián, una y otra vez. Pero no sólo de él. También de sus contrapartes femeninas, pues no tenemos, ni en la señora de Rénal ni en Matilde de la Mole ningún personaje firme, consecuente con sus actos, sino marionetas a la deriva de los vientos desafortunados de sus propios miedos, arrebatos, caprichos y desvaríos.

Pero, hay que resaltarlo, nuestros personajes están insertos en una convulsiva sociedad que también es presa de estos altibajos y polaridades, en un contexto político altamente inestable. Instalados en la Francia del siglo XIX —una de las épocas más conflictivas en la historia de ese país—, nuestros protagonistas son herederos directos de las empresas napoleónicas.

El mismo Julián se admite, una y otra vez, encandilado con la figura de Napoleón hasta la muerte, aun cuando no alcanzó a ver que Luis Napoleón Bonaparte llegaba a la dirección de la República, pues muere cuatro años antes de que esto suceda (Henry Beyle nació en 1783 y murió en 1842). En este sentido, los paralelismos entre Julián Sorel y Napoleón son claramente visibles en etapas puntuales: su origen es el pueblo, alcanzan un momento de gloria apoteósica y finalmente fracasan rotundamente.

Además, estamos apenas a unas tres o cuatro décadas de distancia del filo ensordecedor de la Revolución francesa de 1789. El sonido de la guillotina se escucha al doblar muchas páginas, y es el eco que persigue a Julián hasta el final, para cercenar su último desenlace. Es también la sociedad que presagia la Revolución de Julio de 1830, y en ese sentido la novela es un retrato histórico invaluable de la época, en el que la sombra revolucionaria es constante en los personajes, incluso secundarios, bien sea manifestada en forma de miedo o con un sesgo esperanzador.

Estos hechos históricos permean directamente la obra de Stendhal, y por supuesto también su vida, por lo que tenemos una descripción exhaustiva de atmósferas, pensamientos, posiciones políticas, confrontaciones ideológicas, conflictos de clase, remordimientos sociales, escenarios donde las posiciones exacerbadas conviven con cambios repentinos y posiciones irreconciliables.

Y tenemos que todo esto surge al amparo de un movimiento literario que apenas se matiza en esta época, y del cual Stendhal ha sido señalado directamente participante, en una paternidad compartida con Balzac: el realismo en su primera fase, denominada romántica (1827-1847), y que se caracteriza —sin dejar de lado la exposición puntual de hechos históricos— por el enfrentamiento del protagonista con la sociedad que le rodea, lo cual le lleva a desenlaces generalmente mortales y heroicos, exaltados por contextos abiertamente románticos.

En todo este caldo de cultivo caben otras interpretaciones para la conjunción del rojo y el negro, pues al lado de las referencias militares, en concreto al ejército —vestido de rojo— de Napoleón, e incluso políticas —que también simboliza a los liberales— se entreteje el hilo negro del clero, dibujando las sotanas y los uniformes de los clérigos y de las ropas de Julián mismo.

Esta presencia de la Iglesia y de la religión es constante y determinante en la historia, y también, hay que decirlo, es vista con un ojo profundamente crítico por parte de Stendhal, cuyo anticlericalismo es innegable. Digamos, incluso, que el clero es el hilo conductor de la travesía de Julián, quien avanza prendido de asideros como el padre Chélan, el padre Pirard, el obispo de Besançon, que ejercen una clara paternidad —compartida con Napoleón— sobre el protagonista, en contraparte con la presencia débil y mezquina de su padre biológico.

Y son estos sacerdotes quienes finalmente rigen el destino de Sorel al darle preferencias, prioridades, abrirle camino y puertas. Pero son también quienes determinan sus caídas y lo confinan a un destino del que al final ya no puede escapar, atrapado en la torre más alta de sí mismo y condenado a muerte por dejarse llevar por el rojo exaltado de su historia.

Y al hablar de la presencia del padre —matizada también con la alusión a paternidades misteriosas—, en la historia de Julián Sorel es insoslayable que la presencia de la madre es también fundamental, como lo fuera en la historia del escritor mismo. Así, no tenemos a una madre biológica presente, pero sí la tenemos en la figura de la señora de Rénal, primer y principal amor de Sorel, pauta fundamental para su ascensión, caída y redención en el amor. Hay aquí, lo vislumbramos, un complejo de Edipo claramente perfilado como en otras obras de Stendhal —léase Henri Brulard—, a raíz de una historia de vida marcada por la muerte de la madre cuando el escritor tenía ocho años.

La identificación de Stendhal con Sorel es también tácita al vincularlo amorosamente con una Matilde, como lo estuviera el escritor mismo con una mujer del mismo nombre. Stendhal nos da a un héroe que camina en la ascensión, aunque en la penumbra de sí mismo, pero con una lucidez extraordinaria, aunque fuera por momentos. Un hombre que al final cede a la total entrega de su pasión, que se sobrepone a una maquiavélica avaricia, sin duda negra, pero que define igualmente su destino.

Julián se acerca también una y otra vez a Goethe en la figura de un Fausto sobrio, correcto y lúcido que se desdobla en las malignidades de un Mefistófeles que a final de cuentas dicta los despeñaderos del protagonista.**

Sin embargo, Stendhal bien que tuvo sus inspiraciones reales para darnos a un protagonista instalado en el realismo literario, al retomar en diciembre de 1828, de La Gaceta de los tribunales, la historia de Antoine Berthet, un joven hijo de un artesano que sigue claramente los mismos pasos que siguiera Julián Sorel, algo parecido a lo que hizo Flaubert con una Madame Bovary que sí existió, aunque con otro nombre, por supuesto.

Pero en Rojo y Negro, aun cuando Julián Sorel coincide con muchos personajes incluso grotescos, tenemos una historia que aunque nos da los matices oscuros del retrato histórico acucioso de una sociedad, también nos da los tonos rojizos del hombre, la mujer y sus pasiones, sus profundas hondonadas signadas por el corazón, la entrega que, aunque fugaz, tiene la suficiente fuerza como para dar sentido a las pulsiones de lo humano, de la vida.

Profundamente intelectual y brillante como su contraparte, adversaria y amante, Matilde de la Mole, Julián perece finalmente, en toda la extensión de la palabra, inundado en el rojo del amor desmedido hacia la señora de Rénal. El protagonista alcanza, luego de un viaje mítico signado por oráculos y predestinaciones —simbolizados por el gavilán, las escaleras, la cueva en las alturas— las altas esferas de la sociedad y el dinero, para luego despeñarse hasta el fondo, donde pierde todo, incluso la vida.

En esa caída, sin embargo, Julián Sorel encuentra al mismo tiempo todo el amor —en los brazos de la señora Rénal— y la libertad —paradójicamente en la prisión, lejos de una sociedad opresiva— en medio de una locura desenfrenada de delirios que trasciende el hielo negro de la mesura y la mentira, para fluir con sutileza en un río de sangre, ni qué decirlo, apasionadamente roja.


* Stendhal, Rojo y Negro, Cátedra, 2009, 623 pp.
** Hay que señalar que fue Goethe uno de los pocos en juzgar positivamente Rojo y Negro, que en su época fue, más que denostada, abiertamente ignorada.

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