lunes, 25 de noviembre de 2013

"LÓGICA DEL SENTIDO" DE GILLES DELEUZE: EL ESTRUCTURADO CAOS DE UN COSMOS



Gilles Deleuze

María Vázquez Valdez
Gilles Deleuze nos induce, por medio de treinta y cuatro series de paradojas, en un camino entreverado de conceptos que, al ser articulados entre sí, dan como resultado un caoscosmos —palabra acuñada por el mismo Deleuze que recorre rutas alternas al trazado por Lewis Carroll en Alicia en el espejo y Alicia en el país de las maravillas. Deleuze nos induce y también nos propone, nos incita, nos convence de participar en un proceso lúdico: a ser parte de un juego excéntrico en terrenos donde convergen la filosofía, la lógica, el psicoanálisis y la literatura. Asimismo, nos reta a dirimir y desvanecer límites entre géneros literarios, a considerar cuestiones inusuales y a albergar la posibilidad de que el espejo que nos pone enfrente refleje algo muy distinto de lo que creemos y esperamos, y que además aceptemos ese reflejo como “cierto”. Porque en definitiva ese reflejo “dialoga” con un Otro específico, subrepticio e insondable: el lenguaje estructurado del inconsciente.
Lógica del sentido —un libro trascendental en la obra de Deleuze— logra constituir el andamiaje paradójico de una teoría del sentido en la cual la forma es tan relevante como el contenido, y donde se establece una relación dialéctica entre ambos. El rompecabezas-laberinto resultante se aproxima a ciertos destellos de Borges, a quien Deleuze citara en su tesis doctoral —Diferencia y repetición—, resultando así puntos equidistantes con la coexistencia de mundos simultáneos y alternativos, escenarios magistralmente estructurados, juegos de géneros literarios y cierta proclividad de ambos escritores a transmitir los horizontes de lo infinito.
Desde el terreno literario, Lógica del sentido coincide igualmente con la obra de Julio Cortázar, en especial con Rayuela, cuyo tablero de dirección especifica que “A su manera este libro es muchos libros”. Así Lógica del sentido, donde tenemos no sólo una numerología que abre un abanico de posibilidades para ahondar en escenarios lúdicos, sino además la intención explícita de Deleuze de construir en este libro “un ensayo de novela lógica y psicoanalítica”.
Respecto a esta bisagra con el psicoanálisis, la figura de Jacques Lacan es una constante tan explícita como tácita: hay una relación biunívoca entre las obras de Lacan y Deleuze, pues recurren uno al otro con frecuencia en un fructífero intercambio que se da especialmente durante 1969, en un encuentro que enriquece el concepto de sentido en el ámbito psicoanalítico —aunque desde entonces Deleuze diera muestras de intentar distanciarse de la referencia lacaniana, cuestión que se profundiza con la relación posterior con Guattari, sobre todo con la creación de Mil mesetas.
En cuanto a Lacan, en el Seminario 16 (Clase 14, del 12 de marzo de 1969) se refiere explícitamente a Deleuze y a Lógica del sentido, y acota sus profundidades psicoanalíticas: “es un grueso tomo, pero, en fin, está hecho como debe estarlo un libro, a saber, que cada uno de sus títulos implica el conjunto (…) él, en su dicha, ha podido tomarse el tiempo de articular, de reunir en un solo texto, no sólo lo que está en el corazón de lo que mi discurso ha enunciado, (…) él pudo tener el tiempo para todas esas cosas que, para mí, han nutrido mi discurso, lo han ayudado, le han dado la ocasión a su aparato (…) puede hacerlo con esta suprema elegancia cuyo secreto tiene (pp. 142-143).
La interesante lectura que hace Lacan de Lógica del sentido destaca la relación entre el significado y el significante en un juego al nivel del inconsciente, que Deleuze acciona en el mecano que arma con sus series de paradojas. Dice Lacan al respecto (también en el Seminario 16), que Deleuze distingue que “la posibilidad de todos los sentidos —está allí escrito— se produce a partir de esta verdadera identidad del significante y del significado; que (…) resulta de un cierto modo de manipular, un poco más allá del modo en que yo lo había hecho, la función metafórica y de hacer funcionar el S, rechazado debajo del límite de la barra por el efecto metafórico de una sustitución, de hacer jugar esa S conjunta a sí misma como representando la esencia de la relación en causa, y jugando como tal al nivel del inconsciente” (p. 143). 
Al referirse a lo que desata Deleuze en este libro, Lacan dice que establece “un terreno limpio del goce. Es al nivel del Otro, que aquellos que se tomen el esfuerzo, podrán situar lo que, en el libro de Deleuze, se intitula, con un rigor y una corrección admirables, y como distinto, y como de acuerdo con todo lo que el pensamiento moderno de los lógicos permite definir de eso que se llama los acontecimientos, la puesta en escena y todo el carrusel ligado a la existencia del lenguaje. Es allí, en el Otro, que está el inconsciente estructurado como un lenguaje (p. 146).
Hacia el final de esta Clase 14, Lacan cierra con otra clave respecto a Lógica del sentido: “Un lenguaje al estado reducido que es, quizá, exactamente eso a lo cual uno se enfrenta al nivel del sentido de la superficie —como se expresa Deleuze— es justamente un lenguaje donde todo equívoco es posible” (p. 166). En esas profundidades de la superficie —por hilvanar esta suerte de paradojas— se estructura pues el inconsciente como un lenguaje, emitiendo un reflejo del Otro.
Lógica del sentido tiene pues múltiples eslabones con ámbitos interdisciplinarios. Ahora bien, ¿en qué medida la estrategia de Gilles Deleuze, aplicada en este libro, permite atender el propósito y el procedimiento de la filosofía? En ¿Qué es el acto de creación? (conferencia dictada en 1987 en la
 cátedra de los martes de la fundación FEMIS), Deleuze afirma que la filosofía es también una disciplina creadora, tan inventiva como cualquier otra disciplina. La filosofía es una disciplina que consiste en crear conceptos. Y los conceptos no existen ya hechos, no existen en una especie de cielo en donde esperan que un filósofo los tome. Los conceptos, es necesario fabricarlos”.
Como disciplina creadora y tan inventiva como cualquier otra, la filosofía ve cumplido tanto su propósito como su procedimiento en Lógica del sentido, pues en estas páginas Deleuze crea no una sino varias series de paradojas conceptuales, construidas en un complejo andamiaje que trasciende la abstracción. Al respecto, nos dice Deleuze en El Abecedario que “Si uno hace filosofía de manera abstracta no ve los problemas. (…) El filósofo ya tiene que exponer los conceptos que está creando, no puede además exponer los problemas de esos conceptos, al menos sólo podemos encontrar esos problemas mediante los conceptos que crea. Si no encuentran el problema al cual el concepto responde pues todo es abstracto, si encontraron el problema todo es concreto”.
Deleuze construye en Lógica del sentido una obra que no sólo hace filosofía, expone conceptos y encuentra los problemas de esos conceptos, sino que además se aventura a gatillar la creación de más conceptos en el espacio del lector, y además a resolver dichos problemas en el terreno concreto de la relación significante/significado, en el intercambio lúdico con un lenguaje estructurado en terrenos del inconsciente, y con la puesta en escena de acontecimientos, proposiciones, reafirmación del presente, desglose de la superficie y la preponderancia de un sentido construido, invocado, realizado cuidadosamente en un multiverso donde, sin embargo —última paradoja por el momento—, “el sentido es una entidad inexistente”.
Bibliografía:
  • Cortázar, Julio (2013). Rayuela. México: Alfaguara. Edición conmemorativa.
  • Deleuze, Gilles (1972). Diferencia y Repetición. Barcelona: Cuadernos Anagrama. Traducción Francisco Monge.
  • Deleuze, Gilles (1969). Lógica del sentido. Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. www.philosophia.cl [Fecha de descarga: 10 de noviembre de 2013].
  • Deleuze, Gilles (1987). ¿Qué es el acto de creación? (conferencia dictada en la
cátedra de los martes de la fundación FEMIS). http://www.proyectotrama.org/00/trama/SaladeLectura/BIBLIOTECA/elacto.htm [Fecha de consulta: 20 de noviembre de 2013].
  • Lacan, Jacques (2000). Seminario 16. De Otro al otro (Clase 14, del 12 de marzo de 1969), México: Ediciones Paidós.

jueves, 14 de noviembre de 2013

WALTER BENJAMIN Y SU LIBRO DE LOS PASAJES: PROMESA DE FELICIDAD VS. DESPERTAR DEL SIGLO




María Vazquez Valdez

En el Libro de los pasajes tenemos un monumento a la filosofía de la historia del siglo XIX. Un recorrido por la historia de la filosofía. Un conjunto de eslabones con epicentro en el París del siglo antepasado. Un tejido en torno a los pasajes de la capital francesa que simbolizan las formas de expresión de la sociedad de esa época. 

Walter Benjamin escribe el Libro de los Pasajes en dos fases. Primero en Alemania, los últimos tres años de la década de 1920. Y en París durante el segundo lustro de la década de 1930. En esa última etapa, le escribiría en una carta a su gran amigo, T.W. Adorno, que su tema central en este libro es la “prehistoria del siglo XIX”. La conclusión, sin embargo, se vería truncada en septiembre de 1940, con la muerte (quizá suicidio) de Benjamin mientras huía de los nazis.

En esta última (y principal) obra de Benjamin tenemos un libro muy visual. Por una parte resalta un tejido de miles de fragmentos teñidos por un juego de tipografías múltiples (un reto delicioso para cualquier editor), y por otra tenemos series de referencias a artes visuales como la arquitectura, la fotografía, la pintura o el cine, y que desde el inicio del libro remiten a figuras como Nadar, Daguerre, Odilon Redon —y múltiples guiños al surrealismo— o Delacroix y la competencia entre la pintura y la fotografía, por nombrar una cuestión concreta en torno a estas cuatro figuras. Estas referencias artísticas sobre todo destacan en el terreno literario, de donde tenemos citas reiteradas a Baudelaire, Proust, Lautrèamont o Kafka.

Es evidente en el Libro de los pasajes el interés de Benjamin por la imagen, tanto artística como dialéctica, y su preservación orientada hacia cierta pulcritud objetiva: “La fotografía adquiere más importancia cuanto menos se toleran, a la vista de la nueva realidad técnica y social, las intromisiones subjetivas en la información pictórica y gráfica”. Las referencias a la imagen van aunadas constantemente con episodios históricos concretos como la exposición universal de 1855; episodios que luego derivan hacia otro tipo de reflexiones: “Las exposiciones universales son los lugares de peregrinación hacia el fetiche llamado mercancía”; cuestión que sería punta de una madeja muy larga que se trasluce en esta obra de Benjamin, relacionada con el pensamiento marxista, y un sentido de búsqueda de igualdad y de promesa de felicidad que remite al texto de Adorno sobre él en Prismas.

Acerca de la imagen dialéctica, Benjamin nos dice que “en ella está escondido el tiempo (…) El tiempo real no ingresa en la imagen dialéctica a tamaño natural —y menos psicológicamente—, sino en su figura más pequeña. El momento temporal en la imagen dialéctica sólo se puede indagar por completo mediante la confrontación con otro concepto. Este concepto es el “ahora de la cognoscibilidad” [Q, 21]. Las imágenes dialécticas de Benjamin en el Libro de los pasajes responden también a un origen expresivo, a un gesto relacionado con el arte expresionista.

La arquitectura tiene gran relevancia, particularmente en París, capital del siglo XIX, que recorre los pasajes parisinos, recorrido del cual se deriva una historiografía urbana —“¿Los pasajes como origen de los grandes almacenes? De los almacenes mencionados arriba, ¿cuáles estaban en los pasajes?” — eslabonada con referencias múltiples al arte y la literatura: “¡Hay que investigar la influencia de la actividad comercial en Lautrèamont y en Rimbaud!” Y como la arquitectura, el teatro —y un aguzado vínculo con Brecht— así como el cine son muy importantes al ojo de Benjamin; sobre este último, lo considera el “despliegue (¿resultado?) de todas las formas perceptivas, pautas y ritmos que se encuentran preformados en las máquinas actuales, de modo que todos los problemas del arte actual encuentran su formulación definitiva únicamente en relación con el cine”.

Un libro monumental. La obra capital de Benjamin: se trasluce que es la obra de toda una vida, y sin embargo frustrada en su conclusión por la muerte. Un monumento en forma y en contenido, en extensión, que competiría en número de páginas (más de mil) con el Doktor Faustus de Thomas Mann, que aunque en linderos de otro género, también es un coloso en muchos sentidos. Adorno nos diría en Prismas que Benjamin es “un hombre inagotable”, ante cuya insistencia “se disolvía lo insoluble”. Así es el Libro de los pasajes.

Un libro mitológico. Por una parte su cualidad de fabuloso le da ese cariz, y el hecho de no haber sido concluido. El paso de la historia le añeja también en las barricas del mito, donde aparecen una y otra vez referencias mitológicas concretas: “El propio rostro de la modernidad nos fulmina con una mirada inmemorial. Semejante a la mirada de la Medusa para los griegos”; mirada que Adorno adjudicara en Prismas al mismo Benjamin, ante la cual “el hombre va convirtiéndose cada vez más en escenario de cumplimientos objetivos”, parte de una filosofía que origina “tanto terror cuanta felicidad promete”. Y mitológico también por lo que Adorno señalara como tema de la filosofía de Benjamin: la reconciliación del mito.

Un libro que da voz a los sin voz. Adorno destacaría en Prismas la “promesa de felicidad” en la obra de Benjamin, y su “incomparable dignidad”. Una generosa honestidad al prometer las luces de la Navidad, pero hacerlo con base en la verdad. Benjamin redime del olvido, rescata de la muerte y del silencio; al darles voz, da cumplimiento a su promesa de felicidad tanto a lugares, como al arte, a las personas, a los pasajes.

En tres frases del convoluto N, Teoría del conocimiento, teoría del progreso, Benjamin nos da el objetivo, la estrategia y la tarea del Libro de los pasajes: “El objeto de la presente exposición es despertar del siglo XIX. Aprovechar los elementos oníricos al despertar es el canon de la dialéctica. Constituye un modelo para el pensador y una obligación para el historiador” [N 4, 4].

domingo, 3 de noviembre de 2013

LOU REED: “YOU’RE A CONEY ISLAND BABY”, BABY

Lou Reed y Laurie Anderson

A Lou Reed.
In memoriam

María Vázquez Valdez

Nueva York no será igual sin la espigada figura de Lewis Allan Reed deambulando por sus atestadas calles, enfundado en cuero negro y llevando en su estuche una de las guitarras eléctricas más avezadas del rock: exploradora submarina de sórdidos terrenos que abrieran las compuertas a lo alternativo.

Remember that the city is a funny place, Lou, pero en sus esquinas se esconde bien the glory of love. Tú lo encontraste por ahí: amor agazapado con rostro de héroe, abrazado a la heroína épica que te mostrara atisbos de los mundos que nos dibujan tu guitarra y tu voz.—

Apenas a 22 años de 1942 —cuando se asomó por primera vez a la tumultuosa luz de Brooklyn—, Lou Reed comenzó a trazar su leyenda con The Velvet Underground, al lado del virtuoso John Cale y de los ríspidos sonidos de las cuerdas vocales de la alemana Nico.

La banda creció engrandeciendo búsquedas incipientes que no tenían que ver con la psicodelia y la floreciente época hippie: lejos de modas y de medidas, y más underground que velvet, el grupo se aventuró en los terrenos feroces de lo inusual y lo estigmatizado, con la valentía que da la amalgama de los veinte años y el talento en bruto, y durante varios años Lou Reed fue uno de sus pilares fundamentales, sumando a su voz y a su guitarra oscuridades que lindan con escenarios a lo Jean Genet, letras que resuenan con aullidos de Allen Ginsberg y estéticas contrastantes que se friccionan con las contribuciones de Andy Warhol filmando a la banda o haciendo la portada de una de sus obras.

Cinco discos legó el grupo: The Velvet Underground & Nico (1967), White Light / White Heat (1968), The Velvet Underground (1969), Loaded (1970) y Squeeze (1973). En Loaded incluyeron el clásico Sweet Jane, que inmortalizara aún más, varios lustros después, una salvaje Juliette Lewis, recortada en belleza por un cielo estrellado, y mejor conocida como Mallory Knox en la inolvidable Asesinos por naturaleza (1994) de Oliver Stone.

A pesar de que años después The Velvet Underground fuera catalogada por diversos medios entre las más importantes de la historia —antecediendo el punk y otros linderos—, en realidad vendió pocas decenas de miles de los discos que grabó, lo cual sin embargo no determina influencias, al menos no en este caso. Sobre eso, parafraseando a Brian Eno, la banda vendió pocos miles de discos, pero cada uno de los compradores de estos discos formó una banda después.  

The Velvet Underground terminó formalmente en 1973, pero varios años antes comenzó a desintegrarse, primero con la salida de John Cale y luego con la de Lou Reed en 1970. Ya como solista, Reed grabó su primer disco —Lou Reed (1972)—, que no fue un éxito: todo lo contrario. Pero sin arredrarse grabó muy pronto Transformer (1972), que tiene la mano productora y mágica de David Bowie, incluye algunas canciones que se tocarían —y se tocan— con singular alegría en el radio, aparecen en películas de culto y engrosan las filas de lo magro que hay sobre Lou Reed en la red: Walk on the Wild Side y Perfect Day, insertada esta última en Trainspotting (1996) de Danny Boyle. Un día perfecto que aún hoy produce escalofríos por su sutileza inocente, su música prístina, su nostalgia heroinómana. La inquietante cinta Lost Highway (1997) de David Lynch también enriqueció su soundtrack con This Magic Moment, y Wim Wenders incluyó What’s Good en la estupenda selección musical de Until the End of the World (1991).

Durante cuarenta años como solista, después de Transformer, Lou Reed grabó más de veinte álbumes de estudio, aunque en su discografía destacan grabaciones en vivo como la que hiciera de un concierto en el Festival Meltdown: Perfect Night Live in London (para mi gusto una de las joyas más acabadas de su discografía, en la cual sorprende la pulcritud de su guitarra y el brillo de sus letras y su voz). Uno tras otro, los elementos de esta discografía giran en torno a temas que se implican con el tabú, lo sórdido, lo marginal, y también con la crítica a problemas de diversa índole, pero con resonancia poética constante.

En 1990, luego de veinte años de ruptura entre Lou Reed y John Cale, la dupla graba Songs for Drella, en homenaje a la entonces reciente muerte de Andy Warhol por absurdas cuestiones médicas. La mancuerna retomada de Cale y Reed, luego de una rivalidad de décadas surgida de la camaradería, evoca el engrane de David Gilmour y Roger Waters —guardadas las distancias entre The Velvet Underground y Pink Floyd.

Un lobo solitario y en solitario, y luego de un matrimonio de una década, Lou Reed comenzó a finales del siglo pasado una relación con Laurie Anderson, artista de performance, poeta y violinista, entre algunos etcéteras. Esa Laurie Anderson, cuyos experimentos musicales y poéticos habitan más de diez discos, acompañaría a Lou Reed hace unos días —el 27 de octubre— hasta la puerta de salida de este piso.

Así pues, Lou Reed se nos fue hacia las galaxias circunvecinas desde donde no podremos escuchar su voz de roble en vivo, ver su figura lacónica cruzar las calles de Manhattan o Londres, chocar acordes con Bowie, Moby o James Hetfield, ni escuchar el sólido sonido de su guitarra y su voz que se erigen brillantes cual faro en la penumbra de lo marginal y lo hondo, y que no dejan ni dejarán de ser avant-garde porque siguen escudriñando en fuegos en los cuales sólo la amalgama del talento y la valentía puede sumergirse y continuar cantando.