domingo, 3 de noviembre de 2013

LOU REED: “YOU’RE A CONEY ISLAND BABY”, BABY

Lou Reed y Laurie Anderson

A Lou Reed.
In memoriam

María Vázquez Valdez

Nueva York no será igual sin la espigada figura de Lewis Allan Reed deambulando por sus atestadas calles, enfundado en cuero negro y llevando en su estuche una de las guitarras eléctricas más avezadas del rock: exploradora submarina de sórdidos terrenos que abrieran las compuertas a lo alternativo.

Remember that the city is a funny place, Lou, pero en sus esquinas se esconde bien the glory of love. Tú lo encontraste por ahí: amor agazapado con rostro de héroe, abrazado a la heroína épica que te mostrara atisbos de los mundos que nos dibujan tu guitarra y tu voz.—

Apenas a 22 años de 1942 —cuando se asomó por primera vez a la tumultuosa luz de Brooklyn—, Lou Reed comenzó a trazar su leyenda con The Velvet Underground, al lado del virtuoso John Cale y de los ríspidos sonidos de las cuerdas vocales de la alemana Nico.

La banda creció engrandeciendo búsquedas incipientes que no tenían que ver con la psicodelia y la floreciente época hippie: lejos de modas y de medidas, y más underground que velvet, el grupo se aventuró en los terrenos feroces de lo inusual y lo estigmatizado, con la valentía que da la amalgama de los veinte años y el talento en bruto, y durante varios años Lou Reed fue uno de sus pilares fundamentales, sumando a su voz y a su guitarra oscuridades que lindan con escenarios a lo Jean Genet, letras que resuenan con aullidos de Allen Ginsberg y estéticas contrastantes que se friccionan con las contribuciones de Andy Warhol filmando a la banda o haciendo la portada de una de sus obras.

Cinco discos legó el grupo: The Velvet Underground & Nico (1967), White Light / White Heat (1968), The Velvet Underground (1969), Loaded (1970) y Squeeze (1973). En Loaded incluyeron el clásico Sweet Jane, que inmortalizara aún más, varios lustros después, una salvaje Juliette Lewis, recortada en belleza por un cielo estrellado, y mejor conocida como Mallory Knox en la inolvidable Asesinos por naturaleza (1994) de Oliver Stone.

A pesar de que años después The Velvet Underground fuera catalogada por diversos medios entre las más importantes de la historia —antecediendo el punk y otros linderos—, en realidad vendió pocas decenas de miles de los discos que grabó, lo cual sin embargo no determina influencias, al menos no en este caso. Sobre eso, parafraseando a Brian Eno, la banda vendió pocos miles de discos, pero cada uno de los compradores de estos discos formó una banda después.  

The Velvet Underground terminó formalmente en 1973, pero varios años antes comenzó a desintegrarse, primero con la salida de John Cale y luego con la de Lou Reed en 1970. Ya como solista, Reed grabó su primer disco —Lou Reed (1972)—, que no fue un éxito: todo lo contrario. Pero sin arredrarse grabó muy pronto Transformer (1972), que tiene la mano productora y mágica de David Bowie, incluye algunas canciones que se tocarían —y se tocan— con singular alegría en el radio, aparecen en películas de culto y engrosan las filas de lo magro que hay sobre Lou Reed en la red: Walk on the Wild Side y Perfect Day, insertada esta última en Trainspotting (1996) de Danny Boyle. Un día perfecto que aún hoy produce escalofríos por su sutileza inocente, su música prístina, su nostalgia heroinómana. La inquietante cinta Lost Highway (1997) de David Lynch también enriqueció su soundtrack con This Magic Moment, y Wim Wenders incluyó What’s Good en la estupenda selección musical de Until the End of the World (1991).

Durante cuarenta años como solista, después de Transformer, Lou Reed grabó más de veinte álbumes de estudio, aunque en su discografía destacan grabaciones en vivo como la que hiciera de un concierto en el Festival Meltdown: Perfect Night Live in London (para mi gusto una de las joyas más acabadas de su discografía, en la cual sorprende la pulcritud de su guitarra y el brillo de sus letras y su voz). Uno tras otro, los elementos de esta discografía giran en torno a temas que se implican con el tabú, lo sórdido, lo marginal, y también con la crítica a problemas de diversa índole, pero con resonancia poética constante.

En 1990, luego de veinte años de ruptura entre Lou Reed y John Cale, la dupla graba Songs for Drella, en homenaje a la entonces reciente muerte de Andy Warhol por absurdas cuestiones médicas. La mancuerna retomada de Cale y Reed, luego de una rivalidad de décadas surgida de la camaradería, evoca el engrane de David Gilmour y Roger Waters —guardadas las distancias entre The Velvet Underground y Pink Floyd.

Un lobo solitario y en solitario, y luego de un matrimonio de una década, Lou Reed comenzó a finales del siglo pasado una relación con Laurie Anderson, artista de performance, poeta y violinista, entre algunos etcéteras. Esa Laurie Anderson, cuyos experimentos musicales y poéticos habitan más de diez discos, acompañaría a Lou Reed hace unos días —el 27 de octubre— hasta la puerta de salida de este piso.

Así pues, Lou Reed se nos fue hacia las galaxias circunvecinas desde donde no podremos escuchar su voz de roble en vivo, ver su figura lacónica cruzar las calles de Manhattan o Londres, chocar acordes con Bowie, Moby o James Hetfield, ni escuchar el sólido sonido de su guitarra y su voz que se erigen brillantes cual faro en la penumbra de lo marginal y lo hondo, y que no dejan ni dejarán de ser avant-garde porque siguen escudriñando en fuegos en los cuales sólo la amalgama del talento y la valentía puede sumergirse y continuar cantando.

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