Lou Reed y Laurie Anderson
A Lou Reed.
In memoriam
María Vázquez Valdez
Nueva
York no será igual sin la espigada figura de Lewis Allan Reed deambulando por
sus atestadas calles, enfundado en cuero negro y llevando en su estuche una de
las guitarras eléctricas más avezadas del rock: exploradora submarina de
sórdidos terrenos que abrieran las compuertas a lo alternativo.
—Remember that the city is a funny place,
Lou, pero en sus esquinas se esconde bien the
glory of love. Tú lo encontraste por ahí: amor agazapado con rostro de
héroe, abrazado a la heroína épica que te mostrara atisbos de los mundos que
nos dibujan tu guitarra y tu voz.—
Apenas
a 22 años de 1942 —cuando se asomó por primera vez a la tumultuosa luz de
Brooklyn—, Lou Reed comenzó a trazar su leyenda con The Velvet Underground, al lado del virtuoso John Cale y de los
ríspidos sonidos de las cuerdas vocales de la alemana Nico.
La banda creció engrandeciendo búsquedas incipientes que no tenían que ver con la
psicodelia y la floreciente época hippie:
lejos de modas y de medidas, y más underground
que velvet, el grupo se aventuró en
los terrenos feroces de lo inusual y lo estigmatizado, con la valentía que da
la amalgama de los veinte años y el talento en bruto, y durante varios años Lou
Reed fue uno de sus pilares fundamentales, sumando a su voz y a su guitarra
oscuridades que lindan con escenarios a lo Jean Genet, letras que resuenan con
aullidos de Allen Ginsberg y estéticas contrastantes que se friccionan con las
contribuciones de Andy Warhol filmando a la banda o haciendo la portada de una de
sus obras.
Cinco
discos legó el grupo: The Velvet
Underground & Nico (1967), White
Light / White Heat (1968), The Velvet
Underground (1969), Loaded (1970)
y Squeeze (1973). En Loaded incluyeron el clásico Sweet Jane, que inmortalizara aún más,
varios lustros después, una salvaje Juliette Lewis, recortada en belleza por un
cielo estrellado, y mejor conocida como
Mallory Knox en la inolvidable Asesinos
por naturaleza (1994) de Oliver Stone.
A
pesar de que años después The Velvet Underground fuera catalogada por diversos medios entre
las más importantes de la historia —antecediendo el punk y otros linderos—, en
realidad vendió pocas decenas de miles de los discos que grabó, lo cual sin
embargo no determina influencias, al menos no en este caso. Sobre eso, parafraseando
a Brian Eno, la banda vendió pocos miles de discos, pero cada uno de los
compradores de estos discos formó una banda después.
The Velvet Underground terminó
formalmente en 1973, pero varios años antes comenzó a desintegrarse, primero
con la salida de John Cale y luego con la de Lou Reed en 1970. Ya como solista,
Reed grabó su primer disco —Lou Reed
(1972)—, que no fue un éxito: todo lo contrario. Pero sin arredrarse grabó muy
pronto Transformer (1972), que tiene
la mano productora y mágica de David Bowie, incluye algunas canciones que se
tocarían —y se tocan— con singular alegría en el radio, aparecen en películas
de culto y engrosan las filas de lo magro que hay sobre Lou Reed en la red: Walk on the Wild Side y Perfect Day, insertada esta última en Trainspotting (1996) de Danny Boyle. Un
día perfecto que aún hoy produce escalofríos por su sutileza inocente, su
música prístina, su nostalgia heroinómana. La inquietante cinta Lost Highway (1997) de David Lynch
también enriqueció su soundtrack con This Magic Moment, y Wim Wenders incluyó
What’s Good en la estupenda selección
musical de Until the End of the World
(1991).
Durante
cuarenta años como solista, después de Transformer,
Lou Reed grabó más de veinte álbumes de estudio, aunque en su discografía
destacan grabaciones en vivo como la que hiciera de un concierto en el Festival
Meltdown: Perfect Night Live in London
(para mi gusto una de las joyas más acabadas de su discografía, en la cual
sorprende la pulcritud de su guitarra y el brillo de sus letras y su voz). Uno
tras otro, los elementos de esta discografía giran en torno a temas que se
implican con el tabú, lo sórdido, lo marginal, y también con la crítica a
problemas de diversa índole, pero con resonancia poética constante.
En
1990, luego de veinte años de ruptura entre Lou Reed y John Cale, la dupla
graba Songs for Drella, en homenaje a
la entonces reciente muerte de Andy Warhol por absurdas cuestiones médicas. La
mancuerna retomada de Cale y Reed, luego de una rivalidad de décadas surgida de
la camaradería, evoca el engrane de David Gilmour y Roger Waters —guardadas las
distancias entre The Velvet Underground
y Pink Floyd.
Un lobo
solitario y en solitario, y luego de un matrimonio de una década, Lou Reed comenzó
a finales del siglo pasado una relación con Laurie Anderson, artista de performance, poeta y violinista, entre
algunos etcéteras. Esa Laurie Anderson, cuyos experimentos musicales y poéticos
habitan más de diez discos, acompañaría a Lou Reed hace unos días —el 27 de
octubre— hasta la puerta de salida de este piso.
Así
pues, Lou Reed se nos fue hacia las galaxias circunvecinas desde donde no
podremos escuchar su voz de roble en vivo, ver su figura lacónica cruzar las
calles de Manhattan o Londres, chocar acordes con Bowie, Moby o James Hetfield,
ni escuchar el sólido sonido de su guitarra y su voz que se erigen brillantes
cual faro en la penumbra de lo marginal y lo hondo, y que no dejan ni dejarán de
ser avant-garde porque siguen escudriñando
en fuegos en los cuales sólo la amalgama del talento y la valentía puede
sumergirse y continuar cantando.
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