jueves, 14 de noviembre de 2013

WALTER BENJAMIN Y SU LIBRO DE LOS PASAJES: PROMESA DE FELICIDAD VS. DESPERTAR DEL SIGLO




María Vazquez Valdez

En el Libro de los pasajes tenemos un monumento a la filosofía de la historia del siglo XIX. Un recorrido por la historia de la filosofía. Un conjunto de eslabones con epicentro en el París del siglo antepasado. Un tejido en torno a los pasajes de la capital francesa que simbolizan las formas de expresión de la sociedad de esa época. 

Walter Benjamin escribe el Libro de los Pasajes en dos fases. Primero en Alemania, los últimos tres años de la década de 1920. Y en París durante el segundo lustro de la década de 1930. En esa última etapa, le escribiría en una carta a su gran amigo, T.W. Adorno, que su tema central en este libro es la “prehistoria del siglo XIX”. La conclusión, sin embargo, se vería truncada en septiembre de 1940, con la muerte (quizá suicidio) de Benjamin mientras huía de los nazis.

En esta última (y principal) obra de Benjamin tenemos un libro muy visual. Por una parte resalta un tejido de miles de fragmentos teñidos por un juego de tipografías múltiples (un reto delicioso para cualquier editor), y por otra tenemos series de referencias a artes visuales como la arquitectura, la fotografía, la pintura o el cine, y que desde el inicio del libro remiten a figuras como Nadar, Daguerre, Odilon Redon —y múltiples guiños al surrealismo— o Delacroix y la competencia entre la pintura y la fotografía, por nombrar una cuestión concreta en torno a estas cuatro figuras. Estas referencias artísticas sobre todo destacan en el terreno literario, de donde tenemos citas reiteradas a Baudelaire, Proust, Lautrèamont o Kafka.

Es evidente en el Libro de los pasajes el interés de Benjamin por la imagen, tanto artística como dialéctica, y su preservación orientada hacia cierta pulcritud objetiva: “La fotografía adquiere más importancia cuanto menos se toleran, a la vista de la nueva realidad técnica y social, las intromisiones subjetivas en la información pictórica y gráfica”. Las referencias a la imagen van aunadas constantemente con episodios históricos concretos como la exposición universal de 1855; episodios que luego derivan hacia otro tipo de reflexiones: “Las exposiciones universales son los lugares de peregrinación hacia el fetiche llamado mercancía”; cuestión que sería punta de una madeja muy larga que se trasluce en esta obra de Benjamin, relacionada con el pensamiento marxista, y un sentido de búsqueda de igualdad y de promesa de felicidad que remite al texto de Adorno sobre él en Prismas.

Acerca de la imagen dialéctica, Benjamin nos dice que “en ella está escondido el tiempo (…) El tiempo real no ingresa en la imagen dialéctica a tamaño natural —y menos psicológicamente—, sino en su figura más pequeña. El momento temporal en la imagen dialéctica sólo se puede indagar por completo mediante la confrontación con otro concepto. Este concepto es el “ahora de la cognoscibilidad” [Q, 21]. Las imágenes dialécticas de Benjamin en el Libro de los pasajes responden también a un origen expresivo, a un gesto relacionado con el arte expresionista.

La arquitectura tiene gran relevancia, particularmente en París, capital del siglo XIX, que recorre los pasajes parisinos, recorrido del cual se deriva una historiografía urbana —“¿Los pasajes como origen de los grandes almacenes? De los almacenes mencionados arriba, ¿cuáles estaban en los pasajes?” — eslabonada con referencias múltiples al arte y la literatura: “¡Hay que investigar la influencia de la actividad comercial en Lautrèamont y en Rimbaud!” Y como la arquitectura, el teatro —y un aguzado vínculo con Brecht— así como el cine son muy importantes al ojo de Benjamin; sobre este último, lo considera el “despliegue (¿resultado?) de todas las formas perceptivas, pautas y ritmos que se encuentran preformados en las máquinas actuales, de modo que todos los problemas del arte actual encuentran su formulación definitiva únicamente en relación con el cine”.

Un libro monumental. La obra capital de Benjamin: se trasluce que es la obra de toda una vida, y sin embargo frustrada en su conclusión por la muerte. Un monumento en forma y en contenido, en extensión, que competiría en número de páginas (más de mil) con el Doktor Faustus de Thomas Mann, que aunque en linderos de otro género, también es un coloso en muchos sentidos. Adorno nos diría en Prismas que Benjamin es “un hombre inagotable”, ante cuya insistencia “se disolvía lo insoluble”. Así es el Libro de los pasajes.

Un libro mitológico. Por una parte su cualidad de fabuloso le da ese cariz, y el hecho de no haber sido concluido. El paso de la historia le añeja también en las barricas del mito, donde aparecen una y otra vez referencias mitológicas concretas: “El propio rostro de la modernidad nos fulmina con una mirada inmemorial. Semejante a la mirada de la Medusa para los griegos”; mirada que Adorno adjudicara en Prismas al mismo Benjamin, ante la cual “el hombre va convirtiéndose cada vez más en escenario de cumplimientos objetivos”, parte de una filosofía que origina “tanto terror cuanta felicidad promete”. Y mitológico también por lo que Adorno señalara como tema de la filosofía de Benjamin: la reconciliación del mito.

Un libro que da voz a los sin voz. Adorno destacaría en Prismas la “promesa de felicidad” en la obra de Benjamin, y su “incomparable dignidad”. Una generosa honestidad al prometer las luces de la Navidad, pero hacerlo con base en la verdad. Benjamin redime del olvido, rescata de la muerte y del silencio; al darles voz, da cumplimiento a su promesa de felicidad tanto a lugares, como al arte, a las personas, a los pasajes.

En tres frases del convoluto N, Teoría del conocimiento, teoría del progreso, Benjamin nos da el objetivo, la estrategia y la tarea del Libro de los pasajes: “El objeto de la presente exposición es despertar del siglo XIX. Aprovechar los elementos oníricos al despertar es el canon de la dialéctica. Constituye un modelo para el pensador y una obligación para el historiador” [N 4, 4].

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