miércoles, 12 de agosto de 2015

Las (imperiosas) solidaridades misteriosas



María Vázquez Valdez

Somos en el otro, nos afirmamos en un tejido de momentos donde la vida equidista con otras vidas, figuras geométricas que se encuentran, a veces colisionan, otras se funden, y otras más se comparten en un vínculo tácito que nos enhebra en encuentros absortos, más allá del tiempo y la circunstancia. Vínculos misteriosos, bisagras que nos reúnen en páramos de solidaridad sin condiciones.

Al menos así nos lo sugiere Pascal Quignard en su libro Las solidaridades misteriosas, donde Claire Methuen, una mujer de intensas emociones, largas y espigadas como su propio cuerpo, comparte una permanente y misteriosa solidaridad con su hermano menor Paul, en los abismales paisajes marítimos de una Bretaña que atisbamos desde riscos helados, acantilados erguidos frente a vientos fuertes y salados, caminos empinados, naturaleza acentuada y caídas escarpadas con violencia, tanto como las pasiones de los habitantes de esos parajes filosos y altos. Son esos lugares los que atraen a Claire de regreso a los sitios de su infancia, al reconocer “los bloques de granito, los matorrales, los senderos, los viejos muros, las escalinatas escarpadas, el mar, el estruendo del mar”, donde, “en lo alto del acantilado, quieta, de cara al viento y al cielo, vuelve a ser feliz”.

También es una solidaridad misteriosa la que Claire teje de por vida, y de por muerte, con la señora Ladon. Desde su niñez en la orfandad, fue esa mujer pequeña de manos virtuosas la que le abrió puertas hacia la música y la femineidad, y que cuatro décadas después le abriera las posibilidades de una nueva vida a una mujer que ya había dejado de lado la vida matrimonial, la maternidad, e incluso su exitosa carrera como traductora, y regresa al lugar donde creció, a una naturaleza efervescente de vida.

Luego de ser la maestra de piano casi olvidada, la señora Ladon se convierte en madre tardía para Claire, la adopta no sólo emocionalmente, sino que legaliza su vínculo, y la hace heredera única en esa unión misteriosa y solidaria que no es la de la sangre. Y de la que sin embargo, a punto de morir, renegará la señora Ladon.

En el primer encuentro fortuito que tienen maestra y alumna, cuando aquella ya es una mujer madura, y ésta es una mujer anciana, se traslucen los vértigos emocionales de una Claire que a menudo llora, sufre, y también es profundamente feliz en un universo único que es de ella, y también es ella misma, experimentando las cosas más sorprendentes desde una “exaltación incesante”, y evadiendo la lucha de frente contra la angustia, que sin embargo resulta “una compañera tan antigua. Quizá no sea la compañera más agradable del mundo, pero es una buena consejera. La garganta que se cierra es un hada, aciaga, cruel, pero que sabe interpretar admirablemente las cartas que reparte el tiempo”.

Pero Claire también conoce la alegría, una alegría intensa que la llena y la desborda cuando la toca el aire mojado en el rostro, y la sumerge en el silencio, hasta que ya no es de este mundo.

Ese vínculo portentoso con la naturaleza y el paisaje al cual vuelve Claire en su madurez, está reforzado por Simon, su primer y gran amor, con quien se cumple el vaticinio del epígrafe, retomado del Libro de Ruth: “Donde él vaya, yo iré. / Donde él viva, me quedaré. / Donde él muera, seré enterrada”. Y sí, Claire va a donde Simon, regresa para quedarse en el lugar en el que él vive, y permanece hasta la muerte donde también él morirá, tan angustiado como ella por ese amor que es incapaz de realizar. Un lugar donde serán enterrados ambos por el mar y por el viento. Por el amor imposible.

Y a pesar de lo finito, ese reencuentro con Simon, sin embargo, tiene la potencia de un verano de intensa felicidad, de mar deslumbrante embellecido por los acantilados, brillando como oro, y los ojos ardientes por una luz de miles de colores. Un amor que debilitaba a Claire desde los trece años, y al cual quedó unida por una solidaridad también misteriosa. Solidaridad que la hacía bajar entre residuos y metales oxidados hasta un pequeño valle, nido de sombras, paraíso encubierto y deslumbrante.

Sabemos que Quignard es polígrafo por la enorme cantidad de obras que ha escrito de diversos géneros. Tal vez de esa poligrafía también se desprende la polifonía de esta novela. Tenemos aquí una serie de voces que logran identidades distintas a partir de su articulación particular. Así, en la primera parte, dedicada a Claire, pero escrita en tercera persona, la redacción es entrecortada. A ratos es una síntesis, luego un aforismo, un silogismo breve, un tejido contenido y con espacios que también proveen su significado peculiar. Por ejemplo cuando Claire guarda silencio, asombrada, tenemos una frase corta que se separa de cualquier párrafo.

La segunda parte, dedicada a Simon, también nos la narra Quignard en tercera persona. Sin embargo, la narración es más extensa, más profusa. Tenemos un vuelo narrativo de más aliento. Es como si la respiración de Claire en la primera parte, entrecortada por el esfuerzo y la emoción, encontrara un poco más de aliento en Simon. La tercera parte, dedicada a Paul, ya está narrada en primera persona, y nos da un ángulo mucho más acentuado de la misma Claire, de quien ya tenemos muchas preguntas e interrogantes a estas alturas. Paul es quien sabe más de su hermana, y posiblemente quien más la querrá en toda su vida, y quien puede determinar que “siempre lo vivió todo con una brusquedad y una intensidad muy particulares. No es que ella lo decidiese así, eran sobresaltos de energía que la poseían, que la arrastraban, o que la frenaban, o que la devastaban”.

Es también Paul quien puede saber que el vínculo de Claire con Simon era absoluto, y que “cuando él murió, ella fue feliz. Milagrosamente, por decirlo así, el sufrimiento se fue cuando la presencia del cuerpo del hombre al que amaba también se fue”. El sufrimiento finalmente se convirtió en luto, en el verano de 2010.

Pero a pesar de su deseo permanente de soledad, Claire no está sola. Tiene en primer lugar a Paul, y con él a Jean, el sacerdote que es su amante, aunque a ella no le guste. Y también tiene a Juliette, una de las dos hijas que abandonó en la niñez, y que irá a buscarla muy a pesar suyo, en una relación ríspida y cortante como el estrépito del mar.

Entre las voces de la landa que aparecen en la quinta parte del libro aparece la de Jean, que también tiene otra tesitura. Un largo aliento, un poco más poético que el de Paul, y más reflexivo, nos va dando pautas para entender la historia. Es Jean quien dice que el sentimiento que reinaba entre Claire y Paul “no era amor. Tampoco era una especie de perdón automático. Era una solidaridad misteriosa. Era un vínculo sin origen… Con el paso de los años habían descubierto una complicidad. Ésta fue creciendo. Era una fidelidad que se impuso sobre ellos y que según iba pasando el tiempo tenía la particularidad de desbaratar toda complicación de amor propio, de suspender cualquier crítica, de no suscitar jamás la menor irritación del uno contra el otro”.

“A veces, cuando un hermano y una hermana no se odian, se quieren más que los enamorados”, nos dice Jean, y es capaz de comprender los vínculos e intercambios entre estos dos hermanos, como un espectador ausente, pero también de comprender a la Claire misma de una manera distinta a como la comprende su hermano. Es quizá Jean quien la percibe desde una concepción un tanto mística, cuando dice que a Claire “le gustaba sentir ese tiempo muy antiguo que leemos en las rocas, ese tiempo que se anima en el sol, ese tiempo que precede a la vida, ese tiempo que levanta las olas del mar… perspectiva desprovista de horizonte que se hunde en el infinito, éxtasis enviando sin fin su extraño polvo al cielo. Dios es tan antiguo”.

Tal vez también es quien la comprende como mujer cuando dice que “las mujeres necesitan a los hombres para que ellos las consuelen de algo inexplicable”. Pues sin duda Claire necesitaba ser consolada de algo que nunca entenderemos. Y también es Jean quien la comprende como ser humano, cuando dice que “el camino que ella había emprendido era más el camino de otro mundo que el camino del amor”, un camino donde Dios era muy violento, porque era el mismo Tiempo.

En varios momentos parece que Claire es el alter ego de Pascal Quignard. No sólo en su inmersión vital y profesional en la palabra, sino también por su pasión propensa a la soledad y por su amor a la música. De Quignard sabemos que adoptó un aislamiento voluntario para escribir, y que también ha sido músico. Pareciera que Claire, y a pesar de vivir por y para el lenguaje, al igual que Quignard, vindica con su existencia lo que el autor ha afirmado alguna vez: “Hay que ser el más secreto de los hombres; no revelar el secreto a nadie, ni siquiera la lengua. El propio corazón no debe descubrirse a ningún precio. El verdadero designio no es acceder a una improbable realidad, sino quemarse lo más cerca de la luz”.

La polifonía que va tejiendo la novela, al final se va perdiendo en retazos donde por aquí aparece una fecha, allá se nos sugiere algo que ocurrirá después, aunque sin más detalle. Sabemos que después de 2016, último año que nos menciona Quignard, pasarán varios años más, después del cumpleaños sesenta de Paul. No sabemos a ciencia cierta cuándo muere Claire, pues su vejez se anuncia desde muy temprano, pero seguramente su muerte, a estas alturas, aún no ocurre. Tenemos ahí una insinuación de lo que ya sabemos: que Claire era una mujer interminable, y a su manera, infinita.


Pascal Quignard
Las solidaridades misteriosas
Editorial Sexto Piso
México
2013
192 pp. 

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