martes, 6 de noviembre de 2007
lunes, 5 de noviembre de 2007
jueves, 1 de noviembre de 2007
PARA LA LIBERTAD: POR EL BOULEVARD DE LOS SUEÑOS ROTOS,
SANGRO, LUCHO, PERVIVO
Y ME ENVENENAN LOS BESOS QUE VOY DANDO...
Por María Vázquez Valdez
Por María Vázquez Valdez
(Concierto de Serrat y Sabina, 31 de octubre, 2007)
Noche de brujas, cuarto menguante hinchado en rojo y esos dos volcanes se encuentran en un escenario enorme de la Ciudad de México, compatibles como lo han sido en el escenario de vida de muchos que los vimos ahí, tan campantes y vivos, seguramente, como al componer las primeras canciones y recibir los primeros aplausos.
Que han ido conmigo desde la primaria (Serrat, porque a Sabina lo conocí mucho después) es cierto, que me han enseñado a viajar por terruños y poetas (con Serrat me enamoré de Machado y de Miguel Hernández), a construir una filosofía de vida que va entre los hondos y helados encuentros con esa amante inoportuna que se llama Soledad, y el descubrir mi parte de bucanero onda Jack London, pues soy cantor(a), soy embustero, me gusta el juego y el vino, tengo alma de marinero…, aunque no haya nacido en el Mediterráneo.
De las cuerdas más sutiles de Serrat (no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí) hasta la piel curtida de Sabina (no soy un fulano con la lágrima fácil, de esos que se quejan sólo por vicio), lo de ayer fue una amalgama con los ingredientes justos.
Con Serrat desde la risa (si llegan a tener un encuentro carnal cercano y brota la semillita en una linda niña, por favor pónganle Joaquina) hasta la humedad con Sabina en la voz de Serrat (o tal vez ese viento, que te arranca del aburrimiento, y te deja abrazada a una duda, en mitad de la calle y desnuda).
Salieron tres veces después de que nos desgañitamos con ganas. Y nos regalaron algunas que acabaron de destrozar lo que quedaba de garganta y otras cosas: El pirata cojo, Cantares, Calle Melancolía, Para la libertad.
Menos mal, pero faltó tanto, tantísimo, que aún no lo acabo de aceptar. Me quedé esperando (a todas horas la iba a ver, porque yo amaba a esa mujer) De cartón piedra; (yo que siempre cumplo un) Pacto (cuando es) entre caballeros; (colgado de un barranco, duerme mi) Pueblo blanco; (siete versos tristes para una canción) Siete crisantemos (en el cementerio); Campesina (si el viento y los robles, campesina se saben tu nombre); Oiga doctor (que no escribo una nota, desde que soy feliz); (a esa muchacha que dio a comer su) Piel de manzana; (como te has dejado llevar a un callejón sin salida, el mejor dotado de los) Conductores suicidas; La mujer que yo quiero (no necesita bañarse cada noche en agua bendita); Corre dijo la tortuga (atrévete dijo el cobarde, estoy de vuelta dijo un tipo que nunca fue a ninguna parte) y mejor ahí le dejo porque no acabo.
Tanto y en tan poco tiempo (apenas tres horas), de un tiro estos dos pájaros encendieron el Auditorio Nacional, nos encendieron uno por uno, así estuviéramos en los veintes o los sesentas o intermedios. Lo pude atestiguar en la fila de enfrente, pues tenía una pareja de chavas que sabían todas las de Serrat, junto a un matrimonio mayor que cantaba todas las de Sabina. Los cuatro estaban en trance y de pronto brillaban lágrimas, resonaban carcajadas, se levantaban aplausos. Y así los de mi fila. Y así los de la fila de atrás.
Me faltaron muchas canciones como me faltó mucha gente, así que el crédito de mi celular se agotó con varias llamadas que no pude evitar a algunos de mis entrañables: Princesa, Ruido, Calle Melancolía, Cantares, El Pirata Cojo…
Poetas siendo poesía al unísono: Serrat cantando “Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía, en la escalera me siento a silbar mi melodía”; Sabina cantando “Cuando el jilguero no puede cantar, cuando el poeta es un peregrino, cuando de nada nos sirve rezar, caminante no hay camino, se hace camino al andar”.
Complementarios, intensamente vivos, estos pájaros tenían que reunirse en noche de brujas, por si hiciera falta más magia para el mapa de las vidas ahí presentes y que los han (los hemos) asimilado en tantas estaciones. Mapas de vida iluminados por un par de faros honestos, en una noche de “más de cien palabras más de cien motivos para no cortarse de un tajo las venas, más de cien pupilas donde vernos vivos, más de cien mentiras que valen la pena”.
Bertolt Brecht habla de los imprescindibles en uno de sus poemas, dice que son aquellos que luchan toda la vida. Eso son estos dos: imprescindibles en la vida de tantos, soltando conjuros y bendiciones a diestra y siniestra : “…que el equipaje no lastre tus alas, que el calendario no venga con prisas, que el diccionario detenga las balas… que el corazón no se pase de moda, que los otoños te doren la piel”.
"...y morirme contigo si te matas, y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren"..., oh sí... "porque una casa sin ti es una embajada... un velo de alquitrán en la mirada"...
martes, 30 de octubre de 2007
(a propósito del puente que viene)
Foto: Enrique Meitinides
Texto: María Vázquez Valdez
Publicados en la revista Pic-Nic, 2005
Desconectar los días de sus enchufes rutinarios y celebrar. Las vacaciones requieren un soltar las amarras, lo de menos es el lugar cuando se decide zambullirse en el momento.
Las aguas pueden ser lo mismo las del Mar Muerto con su lecho quieto, casi sólido de sal, el Mar del Norte con sus horizontes grises y aguas heladas, el Caribe con sus tibias pupilas turquesa, dilatadas de peces coloridos, o una inundación en la ciudad de México en 1967, captada aquí por el lente de Enrique Metinides.
La intención genera el significado, y así sea el lugar más bello y propicio del planeta, o un percance en otras circunstancias desagradable, como es el caso de esta inundación en Polanco, la voluntad de fiesta resulta ser la médula de las vacaciones, como denotan la actitud y la sonrisa de los jóvenes que aparecen en la imagen.
Si hurgamos en estas palabras, al parecer la etimología de vacación proviene del hebreo, más dudosa en forma y contenido que la del término recogido en inglés, holiday, que se refiere abiertamente a un día santo, una fiesta, una celebración: holy (santo) day (día).
En ese sentido, la serpiente lingüística se muerde la cola convenientemente, porque la palabra entusiasmo proviene del griego, enthusiasmos; la sílaba en significa “en, dentro, o en posesión de”, y theos significa Dios –“Dios en la sangre”.
El entusiasmo es pues la sustancia sagrada y primordial de los días festivos, porque, ¿hay vacaciones que merezcan esa denominación si carecen de entusiasmo?
Las aguas pueden ser lo mismo las del Mar Muerto con su lecho quieto, casi sólido de sal, el Mar del Norte con sus horizontes grises y aguas heladas, el Caribe con sus tibias pupilas turquesa, dilatadas de peces coloridos, o una inundación en la ciudad de México en 1967, captada aquí por el lente de Enrique Metinides.
La intención genera el significado, y así sea el lugar más bello y propicio del planeta, o un percance en otras circunstancias desagradable, como es el caso de esta inundación en Polanco, la voluntad de fiesta resulta ser la médula de las vacaciones, como denotan la actitud y la sonrisa de los jóvenes que aparecen en la imagen.
Si hurgamos en estas palabras, al parecer la etimología de vacación proviene del hebreo, más dudosa en forma y contenido que la del término recogido en inglés, holiday, que se refiere abiertamente a un día santo, una fiesta, una celebración: holy (santo) day (día).
En ese sentido, la serpiente lingüística se muerde la cola convenientemente, porque la palabra entusiasmo proviene del griego, enthusiasmos; la sílaba en significa “en, dentro, o en posesión de”, y theos significa Dios –“Dios en la sangre”.
El entusiasmo es pues la sustancia sagrada y primordial de los días festivos, porque, ¿hay vacaciones que merezcan esa denominación si carecen de entusiasmo?
sábado, 27 de octubre de 2007
LA POESÍA ACTUAL “A CONTRALUZ”
Por María Vázquez Valdez
Texto publicado en Trends
Por María Vázquez Valdez
Texto publicado en Trends
suplemento de El Financiero, julio de 2006
Un ejercicio en solitario que reclama la concentración en sí mismo, que no dialoga y se vierte sin reclamar un análisis sobre su naturaleza, ¿es eso la poesía? ¿es lo contrario? ¿Qué matices separan a la poesía de la poética? ¿Cuál es el estado de la crítica sobre la poesía en México entre los autores jóvenes? ¿Cuáles las tendencias más recientes en esta materia?
Habría que escarbar un buen rato entre libros para comenzar a responder a estas preguntas, y a muchas más que se van derivando como ecuaciones de cálculo diferencial, sobre todo en lo relacionado con autores jóvenes y sus contextos.
Una convergencia de escasa crítica de la poesía (aunque haya una tradición de análisis en la que se suman Alfonso Reyes, Octavio Paz, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, etc.) y espacios y tirajes exiguos para publicar estos textos, le da al libro A contraluz. Poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente, un valor que merece subrayarse, tanto porque responde de muchas maneras a una gran diversidad de preguntas, como por su vocación de ser un espacio para que jóvenes poetas y críticos de la poesía expongan sus situaciones particulares, sus tesis, sus métodos.
A contraluz es una reunión de quince textos compilados por Jair Cortés (1977) y Rogelio Guedea (1974), poetas que han sobresalido ya con su propia obra, y que en esta plaza de papel reúnen una muestra representativa de los autores jóvenes en México y sus recensiones.
El libro entrega al lector un rompecabezas de textos que contiene el escenario de la poesía de sur a norte en el país en esta primera década del siglo, desde sus aristas cruentas en materia de mafias literarias hasta su resplandor inmanente en el silencio de la creación.
En estas páginas confluyen Jorge Fernández Granados, Jorge Ortega, Ofelia Pérez Sepúlveda, Pablo Molinet, Ricardo Venegas, Roxana Elvridge-Thomas, Benjamín Valdivia, Javier España, Daniel Téllez, Cristina Rivera-Garza, Luis Armenta Malpica, Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal, Julián Herbert, Mario Bojórquez y Heriberto Yépez (en el orden en el que aparecen en el libro). Autores nacidos entre 1960 y 1975, en tierras tan distantes y cercanas como son la Ciudad de México, Quintana Roo, Baja California, San Luis Potosí, Nuevo León, Guerrero, Aguascalientes, Tamaulipas y Sinaloa.
Panoramas agrestes e innegables: “obtener el reconocimiento público no es proporcional a las virtudes estéticas de una obra, son necesarios otros ingredientes, por lo general fuera del alcance de los autores: habilidad en el trato con las personas, participación en un corporativo cultural…” (Mario Bojórquez), cohabitan con reflexiones del quehacer poético en solitario: “mi vocación de escritor ha sido, si acaso, sólo saber hacer de un ámbito interior un espacio compartido. Afirmar el significado que tiene lo particular, el individuo, en la medida que no hay otra cosa que nos sume a lo humano” (Jorge Fernández Granados).
Definiciones que delinean a la poesía como “…cien cosas y de ellas dos: un género literario, en efecto; también una cualidad que ciertos registros cultos de la lengua le asignan a toda clase de cosas –rostros, películas, acontecimientos. En su segunda acepción, poesía es como una frecuencia vibratoria. Una manera de caminar, cierta luz sobre cierta fachada, cierta mezcla culinaria despiden un resplandor poético” (Pablo Molinet). O la palabra poética como una herramienta que se aplica “tomando para sí el dominio de lo telúrico, lo aéreo, lo ígneo y lo acuoso, trasladándolo al ámbito de la inteligencia, de la sensibilidad, de la creación” (Roxana Elvridge Thomas).
Hay deslumbramiento y pasión por la poesía en estas páginas, pero también hay desencanto y (muchas) líneas incisivas acerca de los contextos y los mitos: “Tanto la novela como el poema se sirven de y problematizan la línea, el verso, el párrafo, la oración, la anécdota. No hay nada que les sea propio o intrínseco. No hay nada ineludible o natural. No existe esa zona de esencial pureza. No hay gracia” (Cristina Rivera-Garza).
Hay declaraciones a favor: “Yo creo en la ciudad de la poesía. En el país de la palabra. En el mundo del libro. No concibo más espacio geográfico que la mente del hombre, el corazón del hombre, su piel y la naturaleza” (Luis Armenta Malpica). Y declaraciones en contra: “Al querer conservar una estructura socioestética (y emotiva e intelectual y etcétera), una estructura que natural o culturalmente está muriendo (la poesía), la hacemos rehén. La mantenemos artificialmente “viva”. No aceptando la muerte de la poesía, no hemos aceptado su suprema sabiduría. Una sabiduría que ya en ningún sentido reconocemos, pues todas las sabidurías han sido descontextualizadas y nosotros vueltos inmunes a cada una de ellas” (Heriberto Yépez).
La convocatoria a estos poetas tiene la fortuna de haber considerado posiciones tanto equidistantes como contrarias, disquisiciones agudas acerca del estado de salud de la poesía, su permanencia o desaparición.
Interesante reunión de documentos de la época, estos textos serán en el futuro (lo son ya, pero sin la perspectiva y el enfoque preciso que da el tiempo) un retrato de las circunstancias que enfrentan los escritores en México en estos años, y las tendencias que están señalando los caminos que devendrán con este oficio-pasión-género en transición-delta de la expresión humana.
En este caso, el pecado de omisión será, más bien, un pecado de persuasión, pues lo que se busca en realidad es iniciar un debate de mayor radio sobre la situación de la poesía mexicana en la actualidad, siempre de cara y en correlación con su tradición e, incluso, con otras tradiciones menos exploradas y aparentemente ajenas.
Lo cierto es que la lectura en conjunto de las poéticas incluidas en este libro deja saldos que catalizan el estado y el ánimo del ejercicio poético actual en México.
A contraluz. Poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente
Rogelio Guedea y Jair Cortés (compiladores)
Fondo Editorial Tierra Adentro
2005, 248 pp.
viernes, 26 de octubre de 2007
miércoles, 19 de septiembre de 2007
ENTRE JERUSALÉN, ISRAEL Y PALESTINA
(Crónica derivada del viaje que hice hace unos años...)
María Vázquez Valdez
Transitar en Jerusalén y en sus alrededores puede ser tan peligroso como jugar a la ruleta rusa. Nunca se sabe si la próxima bomba será en el restaurante donde uno suele comer, en una esquina o en un parque.
Muchos de los atentados que ahí ocurren son menores, pero uno de los que han ocasionado más muertos y heridos desde que la Intifada comenzó en septiembre de 2000 ocurrió el jueves 9 de agosto de 2001, cuando un palestino de 23 años entró a la pizzería Sbarro de Jerusalén, ubicada en la calle Jaffa, con una bomba ajustada a su cuerpo, de alrededor de diez kilos, que además tenía clavos y agujas para aumentar el número de víctimas. Cerca de las dos de la tarde la bomba estalló con el cuerpo del suicida. Lo sé porque pasé por esa calle, rumbo a Nazaret, un par de horas antes del atentado.
Entre vidrios rotos, sangre y gritos, quince personas murieron y más de 130 resultaron heridas. Dominados por la histeria, algunos sobrevivientes corrían y gritaban manchados de sangre, algunos testigos también compartían las lágrimas y el estupor. Varios hospitales de los alrededores excedieron su capacidad para atender a los heridos.
Esa tarde, un numeroso grupo de israelíes se reunió en una manifestación al frente de lo que quedaba de la pizzería, en una de las esquinas más transitadas de Jerusalén, y los días siguientes el lugar congregó veladoras, coronas de muerto y letreros en hebreo. Los encuentros sucesivos en ese lugar entre palestinos e israelíes después de la bomba derivaban, cuando menos, en gritos e insultos.
Todos los viernes los enfrentamientos en Jerusalén parecen inminentes. Es el día sagrado de los musulmanes en los países donde se practica la religión que Mahoma plasmó en El Corán. Cada día, además, se hacen cinco pausas específicas durante las cuales se escuchan cantos y oraciones y se puede ver a comerciantes, transeúntes o taxistas, hincarse reverentes aun en horas de trabajo; incluso los canales de televisión, en el caso de Jordania, por ejemplo, tienen programados cortes con oraciones de El Corán e imágenes de mezquitas. Pero los viernes el fervor se manifiesta de muchas formas más, como es el caso de las tiendas cerradas o grandes congregaciones de musulmanes para rezar.
Las puertas de la Antigua Jerusalén se ven rodeadas frecuentemente por policías y soldados israelíes, sobre todo desde que se prohibió la entrada a la Mezquita de Al-Aqsa a los hombres menores de cuarenta años. Este lugar sagrado para los musulmanes está a tan sólo unos pasos del Muro de las Lamentaciones, y de la Vía Dolorosa y El Calvario: un nudo de sangre y oraciones.
La prohibición derivó en conflictos crecientes sobre todo durante los viernes, cuando docenas de musulmanes intentan entrar a su mezquita, y ante la negativa de la policía israelí, finalmente se congregan frente a la Puerta de Damasco, hincados en cartones, y siguiendo las oraciones que uno de ellos dirige por un altavoz.
La tensión creciente entre palestinos e israelíes se manifiesta en esos espacios de confrontación donde es común ver a policías arrestando musulmanes, o escuchar los insultos que se dirigen unos a otros en hebreo o en árabe.
Ramallah
Además de ser un campo de batalla, Ramallah es una ciudad cisjordana a media hora de Jerusalén, rodeada de escombros y basura. Para llegar ahí hay que tomar una camioneta colectiva que se detiene en un retén lleno de soldados y barricadas, y después otra más para llegar al centro de la ciudad.
Tiene una población palestina mucho más obvia que Jerusalén, y que se pone de manifiesto en los carteles que abundan en las calles, con fotografías de palestinos armados o practicando artes marciales. Por ahí también se ve uno que otro retrato o dibujo del Che Guevara.
Muchos lugares de Ramallah se ven desmoronados, como un cuartel de policía que hace varios meses destruyó un avión israelí. Ahí se han dado también asesinatos selectivos que Israel ha perpetrado contra los palestinos, como fue el caso de los misiles lanzados por el ejército israelí contra el jefe del Frente Popular para la Liberación Palestina, Abu Ali Mustafá, el 28 de agosto de ese mismo 2001.
La tensión en Ramallah es evidente sobre todo cerca del despacho de quien fuera en vida presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat. Incluso tomar una fotografía cerca de ahí podía acarrear graves problemas con la policía.
Le pregunto a varios palestinos dónde están los edificios más dañados de Ramallah, e invariablemente me responden que alrededor del City Inn Hotel, pero todos eluden decirme claramente dónde está. Finalmente uno de ellos me acompaña. Tomamos un colectivo que se aleja del centro de la ciudad, y donde suena una hermosa canción: “Es música hecha para la Intifada”, me dice Wajeek, mi acompañante.
Finalmente llegamos a una zona que parece a medio destruir, y ahí nos bajamos. Caminamos un poco entre lotes baldíos, y no se ve ni un alma en los alrededores, hasta que llegamos a una pequeña tienda donde hay dos hombres y un niño. Wajeek habla con ellos y luego se dirige a mí: “Puedes ir hacia allá, pero es muy riesgoso. Ellos dicen que mejor te espere aquí, porque hay soldados israelíes”.
Me encamino hacia el hotel y me parece presenciar los restos de un holocausto. Los edificios de los alrededores están deshabitados, hay barricadas por todas partes, las paredes están acribilladas y no queda ni un vidrio entero. Una gasolinería cerca de ahí está destrozada.
El City Inn Hotel es un edificio deshecho, con huellas de balas y de explosiones en todos los costados. Cerca de ahí hay varias carrocerías de autos calcinados, y hacia uno de los extremos se extiende una ancha calle que parece haber recibido varias bombas: la tierra está quemada, el pavimento ennegrecido está lleno de hoyos y hay restos de granadas y bombas, pero no veo a ningún soldado.
De regreso Wajeek me acompaña a varios edificios más que están destruidos, y al salir de ahí nos detienen varios soldados palestinos. Nos piden identificaciones que revisan una y otra vez mientras sacuden la cabeza. Llaman a un superior que adopta la misma postura, y luego a otro. “Estamos en problemas”, me dice Wajeek. Revisan mis papeles una y otra vez, y se comunican con alguien por radio. Wajeek habla con ellos durante un largo rato y les muestra más identificaciones, hasta que los convence y nos dejan ir.
Llegar a Ramallah es mucho más fácil que salir de ahí rumbo a Jerusalén. La enorme fila de autos avanza con extrema lentitud y hay que esperar un largo rato antes de cruzar el retén donde las figuras que se entrecruzan con más frecuencia son las de los soldados israelíes y las mujeres árabes.
Jordania
Adel es palestino y tiene una tienda en el centro de Amman, la capital de Jordania. Es un hombre de sesenta años que ha vivido en varios países de Europa; en pocos minutos resume la historia de los palestinos: “Para mí Jordania, Cisjordania e Israel no existen; son Palestina. En los años cuarenta comenzó todo esto, cuando los ingleses decidieron dividir Palestina e imponer un reinado”.
Le pregunto su opinión sobre el rey Hussein, y su sucesor, el rey Abdullah, de quienes hay enormes retratos por todo Amman y con distintas indumentarias; entonces Adel recuerda el Septiembre Negro de los setenta, y dice que el rey Hussein mató en esa época a cerca de 35 mil palestinos, y agrega: “En Jordania hay cinco millones de habitantes y 500 mil efectivos militares; tarde o temprano todo va a explotar, y si hay una guerra mundial, pasará por supuesto por aquí. Los palestinos estamos reprimidos y nadie quiere hablar del asunto. No nos atrevemos a expresarnos. No hay libertad, tenemos miedo. Pero esto es una bomba de tiempo”.
Unos días después, al sur de Jordania, esta conversación parece repetirse con una jovencita palestina que vive en Nablus, una ciudad cercana a Gaza. Le pregunto su opinión sobre el conflicto, que ha cobrado muchas vidas palestinas en su ciudad en esos días, y me responde que tiene miedo de hablar, que su ciudad vive una situación muy tensa, y que la gente que conoce prefiere quedarse callada por miedo: “Preferimos no hablar, aunque nuestras experiencias sean muy tristes”.
Armas y oraciones
En los desérticos caminos que rodean el Mar Muerto y que se dirigen a Galilea, hay una ebullición de armas y uniformes militares.
Un retén detiene todo vehículo en el camino que une Jerusalén y el Masada, donde el Mar Muerto se extiende en su pasmosa quietud.
Hacia Tiberías y el río Jordán también hay varias bases militares, donde muchos jóvenes judíos, que portan armas y uniformes, se trasladan de un sitio a otro. Llaman la atención su juventud y la familiaridad con que llevan sus armas, que manipulan con la facilidad con que portan sus teléfonos celulares; pero sobre todo llama la atención la cantidad de mujeres que forman parte de estos regimientos. Las que se han unido voluntariamente a posiciones de combate en la Policía Fronteriza, por ejemplo, son el mismo número que el correspondiente a los hombres, es decir, unas 140, más 70 en entrenamiento. Los camiones de pasajeros que cruzan las carreteras del país transportan a grandes grupos de estos jóvenes armados de una base a otra.
Muchos otros jóvenes judíos recorren Jerusalén sin uniforme, pero con celulares y mochilas en las que guardan armas. Lahav tiene 28 años, y aunque no vive en Jerusalén, ahí trabaja: “Después de enlistarme en el ejército, pasé algunas pruebas y ahora trabajo ‘usando’ mis ojos”.
Le pregunto el significado de esas palabras, y me explica que su trabajo es vigilar e informar lo que crea pertinente. En su apariencia nada da a entender que forma parte del ejército o que ejerce una función de “espía”.
Al salir del Muro de las Lamentaciones pasamos frente a un callejón que desemboca en la Mezquita de Al-Aqsa, y al pasar por la puerta vemos a varios soldados israelíes que prohiben el paso a todos, menos a los musulmanes mayores de cuarenta años.
A unos metros de ahí también está la iglesia del Santo Sepulcro y algunos templos que pertenecen a la iglesia griega ortodoxa. En pocos minutos cruzamos los cuadrantes en los que está dividida la Antigua Jerusalén, que concentran población armenia, judía, católica y palestina.
Muchos pueblos y santuarios de religiones diferentes, mucha fe y oraciones brotan enredadas en la sangre y las mercancías de la Antigua Jerusalén, en cuyo techo, desde donde se observan el Monte de los Olivos y los principales santuarios de la ciudad, se puede ver con frecuencia a docenas de jóvenes judíos armados, reunidos por la noche al término de los días en que ha habido enfrentamientos; es decir, con mucha frecuencia.
(Crónica derivada del viaje que hice hace unos años...)
María Vázquez Valdez
Transitar en Jerusalén y en sus alrededores puede ser tan peligroso como jugar a la ruleta rusa. Nunca se sabe si la próxima bomba será en el restaurante donde uno suele comer, en una esquina o en un parque.
Muchos de los atentados que ahí ocurren son menores, pero uno de los que han ocasionado más muertos y heridos desde que la Intifada comenzó en septiembre de 2000 ocurrió el jueves 9 de agosto de 2001, cuando un palestino de 23 años entró a la pizzería Sbarro de Jerusalén, ubicada en la calle Jaffa, con una bomba ajustada a su cuerpo, de alrededor de diez kilos, que además tenía clavos y agujas para aumentar el número de víctimas. Cerca de las dos de la tarde la bomba estalló con el cuerpo del suicida. Lo sé porque pasé por esa calle, rumbo a Nazaret, un par de horas antes del atentado.
Entre vidrios rotos, sangre y gritos, quince personas murieron y más de 130 resultaron heridas. Dominados por la histeria, algunos sobrevivientes corrían y gritaban manchados de sangre, algunos testigos también compartían las lágrimas y el estupor. Varios hospitales de los alrededores excedieron su capacidad para atender a los heridos.
Esa tarde, un numeroso grupo de israelíes se reunió en una manifestación al frente de lo que quedaba de la pizzería, en una de las esquinas más transitadas de Jerusalén, y los días siguientes el lugar congregó veladoras, coronas de muerto y letreros en hebreo. Los encuentros sucesivos en ese lugar entre palestinos e israelíes después de la bomba derivaban, cuando menos, en gritos e insultos.
Todos los viernes los enfrentamientos en Jerusalén parecen inminentes. Es el día sagrado de los musulmanes en los países donde se practica la religión que Mahoma plasmó en El Corán. Cada día, además, se hacen cinco pausas específicas durante las cuales se escuchan cantos y oraciones y se puede ver a comerciantes, transeúntes o taxistas, hincarse reverentes aun en horas de trabajo; incluso los canales de televisión, en el caso de Jordania, por ejemplo, tienen programados cortes con oraciones de El Corán e imágenes de mezquitas. Pero los viernes el fervor se manifiesta de muchas formas más, como es el caso de las tiendas cerradas o grandes congregaciones de musulmanes para rezar.
Las puertas de la Antigua Jerusalén se ven rodeadas frecuentemente por policías y soldados israelíes, sobre todo desde que se prohibió la entrada a la Mezquita de Al-Aqsa a los hombres menores de cuarenta años. Este lugar sagrado para los musulmanes está a tan sólo unos pasos del Muro de las Lamentaciones, y de la Vía Dolorosa y El Calvario: un nudo de sangre y oraciones.
La prohibición derivó en conflictos crecientes sobre todo durante los viernes, cuando docenas de musulmanes intentan entrar a su mezquita, y ante la negativa de la policía israelí, finalmente se congregan frente a la Puerta de Damasco, hincados en cartones, y siguiendo las oraciones que uno de ellos dirige por un altavoz.
La tensión creciente entre palestinos e israelíes se manifiesta en esos espacios de confrontación donde es común ver a policías arrestando musulmanes, o escuchar los insultos que se dirigen unos a otros en hebreo o en árabe.
Ramallah
Además de ser un campo de batalla, Ramallah es una ciudad cisjordana a media hora de Jerusalén, rodeada de escombros y basura. Para llegar ahí hay que tomar una camioneta colectiva que se detiene en un retén lleno de soldados y barricadas, y después otra más para llegar al centro de la ciudad.
Tiene una población palestina mucho más obvia que Jerusalén, y que se pone de manifiesto en los carteles que abundan en las calles, con fotografías de palestinos armados o practicando artes marciales. Por ahí también se ve uno que otro retrato o dibujo del Che Guevara.
Muchos lugares de Ramallah se ven desmoronados, como un cuartel de policía que hace varios meses destruyó un avión israelí. Ahí se han dado también asesinatos selectivos que Israel ha perpetrado contra los palestinos, como fue el caso de los misiles lanzados por el ejército israelí contra el jefe del Frente Popular para la Liberación Palestina, Abu Ali Mustafá, el 28 de agosto de ese mismo 2001.
La tensión en Ramallah es evidente sobre todo cerca del despacho de quien fuera en vida presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat. Incluso tomar una fotografía cerca de ahí podía acarrear graves problemas con la policía.
Le pregunto a varios palestinos dónde están los edificios más dañados de Ramallah, e invariablemente me responden que alrededor del City Inn Hotel, pero todos eluden decirme claramente dónde está. Finalmente uno de ellos me acompaña. Tomamos un colectivo que se aleja del centro de la ciudad, y donde suena una hermosa canción: “Es música hecha para la Intifada”, me dice Wajeek, mi acompañante.
Finalmente llegamos a una zona que parece a medio destruir, y ahí nos bajamos. Caminamos un poco entre lotes baldíos, y no se ve ni un alma en los alrededores, hasta que llegamos a una pequeña tienda donde hay dos hombres y un niño. Wajeek habla con ellos y luego se dirige a mí: “Puedes ir hacia allá, pero es muy riesgoso. Ellos dicen que mejor te espere aquí, porque hay soldados israelíes”.
Me encamino hacia el hotel y me parece presenciar los restos de un holocausto. Los edificios de los alrededores están deshabitados, hay barricadas por todas partes, las paredes están acribilladas y no queda ni un vidrio entero. Una gasolinería cerca de ahí está destrozada.
El City Inn Hotel es un edificio deshecho, con huellas de balas y de explosiones en todos los costados. Cerca de ahí hay varias carrocerías de autos calcinados, y hacia uno de los extremos se extiende una ancha calle que parece haber recibido varias bombas: la tierra está quemada, el pavimento ennegrecido está lleno de hoyos y hay restos de granadas y bombas, pero no veo a ningún soldado.
De regreso Wajeek me acompaña a varios edificios más que están destruidos, y al salir de ahí nos detienen varios soldados palestinos. Nos piden identificaciones que revisan una y otra vez mientras sacuden la cabeza. Llaman a un superior que adopta la misma postura, y luego a otro. “Estamos en problemas”, me dice Wajeek. Revisan mis papeles una y otra vez, y se comunican con alguien por radio. Wajeek habla con ellos durante un largo rato y les muestra más identificaciones, hasta que los convence y nos dejan ir.
Llegar a Ramallah es mucho más fácil que salir de ahí rumbo a Jerusalén. La enorme fila de autos avanza con extrema lentitud y hay que esperar un largo rato antes de cruzar el retén donde las figuras que se entrecruzan con más frecuencia son las de los soldados israelíes y las mujeres árabes.
Jordania
Adel es palestino y tiene una tienda en el centro de Amman, la capital de Jordania. Es un hombre de sesenta años que ha vivido en varios países de Europa; en pocos minutos resume la historia de los palestinos: “Para mí Jordania, Cisjordania e Israel no existen; son Palestina. En los años cuarenta comenzó todo esto, cuando los ingleses decidieron dividir Palestina e imponer un reinado”.
Le pregunto su opinión sobre el rey Hussein, y su sucesor, el rey Abdullah, de quienes hay enormes retratos por todo Amman y con distintas indumentarias; entonces Adel recuerda el Septiembre Negro de los setenta, y dice que el rey Hussein mató en esa época a cerca de 35 mil palestinos, y agrega: “En Jordania hay cinco millones de habitantes y 500 mil efectivos militares; tarde o temprano todo va a explotar, y si hay una guerra mundial, pasará por supuesto por aquí. Los palestinos estamos reprimidos y nadie quiere hablar del asunto. No nos atrevemos a expresarnos. No hay libertad, tenemos miedo. Pero esto es una bomba de tiempo”.
Unos días después, al sur de Jordania, esta conversación parece repetirse con una jovencita palestina que vive en Nablus, una ciudad cercana a Gaza. Le pregunto su opinión sobre el conflicto, que ha cobrado muchas vidas palestinas en su ciudad en esos días, y me responde que tiene miedo de hablar, que su ciudad vive una situación muy tensa, y que la gente que conoce prefiere quedarse callada por miedo: “Preferimos no hablar, aunque nuestras experiencias sean muy tristes”.
Armas y oraciones
En los desérticos caminos que rodean el Mar Muerto y que se dirigen a Galilea, hay una ebullición de armas y uniformes militares.
Un retén detiene todo vehículo en el camino que une Jerusalén y el Masada, donde el Mar Muerto se extiende en su pasmosa quietud.
Hacia Tiberías y el río Jordán también hay varias bases militares, donde muchos jóvenes judíos, que portan armas y uniformes, se trasladan de un sitio a otro. Llaman la atención su juventud y la familiaridad con que llevan sus armas, que manipulan con la facilidad con que portan sus teléfonos celulares; pero sobre todo llama la atención la cantidad de mujeres que forman parte de estos regimientos. Las que se han unido voluntariamente a posiciones de combate en la Policía Fronteriza, por ejemplo, son el mismo número que el correspondiente a los hombres, es decir, unas 140, más 70 en entrenamiento. Los camiones de pasajeros que cruzan las carreteras del país transportan a grandes grupos de estos jóvenes armados de una base a otra.
Muchos otros jóvenes judíos recorren Jerusalén sin uniforme, pero con celulares y mochilas en las que guardan armas. Lahav tiene 28 años, y aunque no vive en Jerusalén, ahí trabaja: “Después de enlistarme en el ejército, pasé algunas pruebas y ahora trabajo ‘usando’ mis ojos”.
Le pregunto el significado de esas palabras, y me explica que su trabajo es vigilar e informar lo que crea pertinente. En su apariencia nada da a entender que forma parte del ejército o que ejerce una función de “espía”.
Al salir del Muro de las Lamentaciones pasamos frente a un callejón que desemboca en la Mezquita de Al-Aqsa, y al pasar por la puerta vemos a varios soldados israelíes que prohiben el paso a todos, menos a los musulmanes mayores de cuarenta años.
A unos metros de ahí también está la iglesia del Santo Sepulcro y algunos templos que pertenecen a la iglesia griega ortodoxa. En pocos minutos cruzamos los cuadrantes en los que está dividida la Antigua Jerusalén, que concentran población armenia, judía, católica y palestina.
Muchos pueblos y santuarios de religiones diferentes, mucha fe y oraciones brotan enredadas en la sangre y las mercancías de la Antigua Jerusalén, en cuyo techo, desde donde se observan el Monte de los Olivos y los principales santuarios de la ciudad, se puede ver con frecuencia a docenas de jóvenes judíos armados, reunidos por la noche al término de los días en que ha habido enfrentamientos; es decir, con mucha frecuencia.
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