jueves, 14 de agosto de 2008
Pero a ver, expliquémonos: no es que me encante tirarme de las alturas a la menor oportunidad ni que ande buscando azoteas para brincar a lo Matrix, pero pensé que si saltaba diez metros, doce no me serían tan difíciles; además, uno de los compas me había dicho: lánzate, no sabes si volverás. Y entonces ya ni lo pensé, así que me lancé con los otros aventados. El resultado fue un poco doloroso, como se puede deducir de la foto que tomaron de mi avezado clavadito.
Aquí uno de los saltos de Juan Carlos
Qué tal esta caída
Mi caída en un tobogán
Jorge, y más abajo ya de salida por el río subterráneo
Fuimos saliendo poco a poco, cada vez brincando menos, cada vez nadando menos y caminando más, hasta que dejamos por fin el agua. Después vino una caminata de una hora aproximadamente y luego a cambiarse y prepararnos para emprender el regreso. Ya todos con ropa seca recuperamos identidades, nos reconocimos sin cascos ni chalecos iguales. Anduvimos cerca de una hora de regreso en el camino rudo de terracería hasta que llegamos a un restaurante sencillo a devorar algo de comida. Ahí nos dijo Juan Carlos que a veces le llegan varios tipos de grupos: pésimos, buenos, muy buenos y hasta excelentes. Le pregunté cómo era nuestro grupo, me dijo que era excelente, lo cual nos mandó a todos con satisfacciones incrementadas, sobre todo porque aparte de un tobillo torcido de uno de los compañeros (nada grave) volvimos sanos y salvos. Y después a despedirnos.
Llegamos temprano a casa de Luis, según nos dijo su hermano al día siguiente: pensaba que llegaríamos alrededor de las nueve en estado lamentable, y nos vio salir de su casa a las ocho ya bañados y contentos rumbo a la pantalla Imax de Monterrey para ver Batman, a la función de las diez, con sus saltos altísimos e impresionantes, pero nada entrañables comparados con los que ya llevábamos (y llevamos) entre la piel y la memoria.