lunes, 12 de noviembre de 2012

PLANETA AGUA


María Vázquez Valdez

Una caricatura resume nuestro gran problema planetario. Un par de extraterrestres llegan a la Tierra después de que se extinguió el ser humano, y uno de ellos le dice al otro: “No es extraño que se hayan extinguido estos seres, si para deshacerse de sus desechos utilizaban el agua que les daba vida”.

Suena absurdo, y de hecho lo es: innumerables situaciones derivadas del sistema de vida que hemos desarrollado son absurdas pues están acabando con los ecosistemas que nos dan vida.

Así, tenemos que en gran parte del mundo utilizamos inodoros por medio de los cuales desperdiciamos mucha agua, y además la contaminamos; tenemos industrias que hacen un uso indiscriminado de recursos naturales, entre ellos agua, y que por si fuera poco utilizan los ríos y los mares para deshacerse de sus desechos; tenemos legislaciones y formas de vida que no coinciden con una lógica de conservación, sino de desperdicio indiscriminado.

La depredación exhaustiva de recursos naturales alcanza todos los órdenes, pero sabemos que en lo que respecta al agua nos acerca a una situación límite, pues sin agua potable no será posible vivir en un futuro muy cercano, que para muchas personas ya representa un presente ineludible: la tercera parte de la población mundial ya padece carestía de agua.

Sí, este planeta Tierra debería llamarse Agua porque, como sabemos, dos terceras partes están conformadas por agua. Pero eso no significa que sea líquido potable. Según Greenpeace, sólo 2.5% del agua del planeta es dulce, y de ésta sólo 0.3% se encuentra en ubicaciones superficiales de manera que podamos utilizarla los seres humanos. Y de ese porcentaje mínimo, una gran cantidad del líquido ya está contaminado por nosotros mismos.

Hablemos por ejemplo de la situación de los ríos en México. Según estudios que ha llevado a cabo Greenpeace, actualmente se descarga a los ríos de México un volumen de 243 metros cúbicos por segundo de aguas residuales municipales y 188.7 metros cúbicos por segundo de aguas industriales. Cientos de sustancias químicas van a parar a los ríos de México, ocasionando daños entre las poblaciones como un aumento indiscriminado de enfermedades.

Un ejemplo de ello es el caso del Río Grande de Santiago, ubicado en los municipios de El Salto y Juanacatlán en el estado de Jalisco, donde se han dado casos extremos como la muerte del niño Miguel Ángel López Rocha debido, supuestamente, a una intoxicación por arsénico luego de que cayó en el río.

En dicha zona se han reportado descargas de químicos como plomo, mercurio y cianuro de forma sostenida por parte de diversas industrias incluidas en el Registro de Emisión y Transferencia de Contaminantes (RETC), entre las cuales son diez las que acusan los reportes más elevados de metales pesados y cianuro: Cervecería Modelo de Guadalajara, Nestlé México, Cervecería Cuauhtémoc Moctezuma e IBM de México, entre otras.

Las poblaciones de dicha zona —botón de muestra de muchas otras áreas en México y en el mundo— están a expensas de una contaminación atroz no sólo del agua sino también del aire debido a las chimeneas de las fábricas que están ahí instaladas, y se encuentran a merced no sólo de legislaciones laxas a favor de las industrias, sino de asentamientos urbanos cada vez más numerosos, pues son sitios en los que la industria de la construcción ha encontrado nichos de consumo favorables.

¿Qué pasa entonces con la salud de quienes tienen la mala suerte de habitar cerca de estos cuerpos de agua contaminados? Pues no necesitan caer al río para sufrir las consecuencias de una exposición a sustancias venenosas: hoy sabemos que al menos 18 millones de niños menores de cinco años mueren cada año por enfermedades relacionadas con la contaminación en ríos y lagos. Una larga lista de enfermedades derivadas de dicha exposición, malformaciones congénitas y altas tasas de mortalidad son parte de los saldos de este comportamiento generalizado de industrias y gobiernos.

Porque de las principales fuentes de contaminación del agua —las aguas residuales que generamos, los líquidos que se producen en los basureros y que se filtran al suelo, y las aguas residuales de las industrias—, son los vertidos industriales los que provocan más daño al medio ambiente y a las poblaciones aledañas.

Estas fuentes de contaminación del agua representan lo que sucede en muchos órdenes y niveles, incluyendo el cuerpo humano, pues somos una abstracción del planeta: aproximadamente un 70% de nuestro cuerpo es agua.

“Como es adentro es afuera”, dice una de las leyes universales del Kybalión, y así pareciera operar esta tendencia a contaminar el agua no sólo al exterior sino al interior de nuestros cuerpos porque, ¿qué líquidos bebemos? Sabemos que los índices de consumo de refrescos en México son los más altos del planeta, tanto que, según la organización El Poder del Consumidor, los mayores consumidores de refrescos en el mundo somos los mexicanos, en una fórmula en la que también somos el país con mayores índices de obesidad y diabetes, y tenemos una de las tasas más altas de mortalidad por diabetes a nivel internacional.

A esto aunamos el consumo de bebidas enlatadas como jugos, leches de sabores, tés dietéticos, etcétera. Bebidas que lejos de nutrir o depurar el organismo, traen consigo un exceso de azúcares, colorantes, saborizantes artificiales y conservadores, además de que para su fabricación se utilizan grandes cantidades de agua y sus industrias productoras acusan comportamientos de contaminación masiva de afluentes.

Así pues, el mismo conflicto que tenemos afuera está adentro también, y ha alcanzado la categoría de un problema epidémico, tanto en lo que se refiere al ámbito de la salud humana como en el orden ambiental y con una tendencia creciente, pues sabemos que el agua sigue un proceso de circulación que conocemos como ciclo hidrológico, en el cual el líquido únicamente cambia de sitio o transforma su estado físico. Según este ciclo, es lógico que el agua contaminada regrese igualmente contaminada para emprender nuevamente un proceso de por sí contaminante.

Lo que conocemos como la Huella Ecológica de la humanidad —vinculada con la Huella Hídrica—, que compara el consumo humano con la capacidad que tiene el planeta de regenerarse, arrojando un análisis de demandas humanas sobre la biosfera, es distinta de un país a otro, y ha variado considerablemente también con el paso del tiempo.

Así, según el Informe Planeta Vivo, si todos viviéramos como un indonesio medio utilizaríamos sólo dos terceras partes de la biocapacidad que tiene la Tierra, mientras que si todos viviéramos como un argentino, requeriríamos más de medio planeta adicional al que tenemos; y si todos viviéramos como la población media de Estados Unidos, necesitaríamos cuatro Tierras para cubrir nuestras demandas anuales. ¿Qué Huella Ecológica se deriva de nuestros hábitos de vida y de consumo?

Está claro que no estamos haciendo lo necesario —ni a nivel personal, comunitario, industrial, nacional o mundial— para lograr revertir los problemas ecológicos que vemos crecer como espuma. En este ritmo frenético de uso, desperdicio y contaminación, sin medidas efectivas, acciones urgentes y cambio consciente de legislaciones, amenaza con llegarnos el agua al cuello. Lamentablemente es agua (muy) contaminada.

domingo, 28 de octubre de 2012

Luz de Agosto, de William Faulkner




A William Faulkner a 50 años de su muerte,
y a Luz de Agosto a 80 años de su publicación.

María Vázquez Valdez

Dos epopeyas que resultan destinos opuestos. Lena Grove es una mujer blanca, joven, embarazada y sin marido, que es aceptada, aunque con reservas, por la sociedad puritana del sur de Estados Unidos, en el primer tercio del siglo XX. Joe Christmas es un hombre mestizo, acorralado por su propia sangre desde niño, con un cúmulo de contradicciones entre el ser blanco y el ser negro, que al final es cruelmente asesinado por esa misma sociedad.

En un recorrido tejido como filigrana por William Faulkner, encontramos historias que parecieran construidas en círculos concéntricos. El primero, el externo, el que abre y cierra el libro, es el que traza Lena con su trayecto desde Alabama hasta Tennessee, buscando a un tal Lucas Burch, cuyo nombre falso la guía hasta Jefferson. Ese círculo se cierra con la continuación de su búsqueda llevando consigo no sólo a su recién nacido, sino al Byron Bunch que le regaló, no sin ironía, el destino: un Bunch por un Burch.

Varios círculos surgen a partir de este primero, y nos llevan a las profundidades de los personajes y sus vidas. Si bien hay algunos de los que apenas tenemos trazos breves que nos definen su personalidad, como es el caso de Brown —el falso Lucas Burch—, otros se van sumando con un meticuloso recuento de sus cuerpos y sus circunstancias, como es el caso de Hightower y la señorita Burden, u otros personajes que, aunque aparecen brevemente, son fundamentales para la historia, por lo cual Faulkner nos los entrega descritos con las coordenadas que explican sus devenires. Tal es el caso de Grimm, el verdugo final de Christmas, o la esposa de Hightower y sus pulsiones al límite.

Si lo vemos así, tenemos entonces que el primer círculo de la historia es Lena, y luego van surgiendo varios círculos interiores mezclados entre sí con los personajes, hasta encontrarnos con el círculo medular del libro que es la historia de Joe Christmas.

Luego de verlo parado frente al aserradero, enfundado en su overol, con su mirada circunspecta, bien podría haberse quedado como otro personaje secundario, incluso de menor importancia que Brown. Pero poco a poco va desarrollando una profundidad psicológica y una complejidad de vida que no tiene ningún otro personaje de la novela.

Es Christmas el meollo de este asunto. Y este círculo central pareciera despuntar en relevancia cuando, luego de tener su encuentro con los negros que lo acusan de ser blanco, y luego de haber vivido una vida como blanco acusado desde niño de ser negro, Christmas se acercara al despeñadero de su vida sin siquiera imaginar que le iba a suceder algo, poco antes del último encuentro con la señorita Burden.

Este telón de fondo se abre con magistral sutileza para dar paso a un Christmas niño. Y luego continúa hasta el clímax de la historia, con su muerte casi al final. Esto ocupa la mayor parte del libro: el recorrido de Christmas desde que en el orfanato al que es llevado por su abuelo (al que podemos identificar casi al final del libro) ya es señalado por otros niños como negro, y maltratado por una niñera. Y luego, más adelante lo vemos adoptado por los McEachern, de quienes se aleja con un brutal desagradecimiento años después, en ataques de furia y agresión equivalentes a los que recibe él mismo en varios episodios.

Ahora bien, si el meollo del asunto es Christmas, a su vez el meollo del asunto de Christmas es su identidad, o su falta de ella. Hijo de una mujer blanca y de un mestizo, nace con el suficiente estigma para que su abuelo mate a su padre y se deshaga de él cuando es bebé, con un odio enardecido con la misma intensidad que treinta años después.

No tenemos más noticia del misterioso hombre que transporta a Christmas de un lado a otro cuando es niño, hasta que aparece el “Tío Doc”, un anciano de pasado enigmático, y su mujer, ambos personajes de caricatura, que sin embargo tratarán —al menos la abuela— de hacer algo para salvar a un nieto perdido para siempre.

Porque si Christmas es incapaz de actuar con amor y agradecimiento, tampoco recibió ninguna clase de afecto desde que fuera arrancado de Milly, su madre, y de su abuela. Tampoco lo recibió en el orfanato, ni por la estricta rigidez de McEachern, tampoco por la reseca complicidad de su madre adoptiva. Ni siquiera por la señorita Burden, de quien, como de la mujer de McEachern, recibía platos de comida que él no sabía sino estrellar contra la pared con rabia.

Porque la señorita Burden estaba dispuesta a autoinmolarse con él, pero finalmente lo que pretendía era llevarlo al límite y hasta la muerte, no hacia la vida. Y de gente cercana como Bobbie o Brown no podía esperar más que ser entregado por unas monedas. El único que siente una compasión tardía por Christmas es Hightower, pero finalmente es una compasión que el pastor siente hacia sí mismo, por la cual busca redimirse de una historia de inmovilidad y desesperanza.

¿Será que existe relación entre la historia de Joe Christmas y la de Jesucristo? ¿Hay coordenadas que vinculan a Luz de agosto con los evangelios? Hay algunas cuestiones, como la manera de definir los encuentros entre Lena y Brown: “Y apenas hubo abierto doce veces la ventana, cuando se dio cuenta de que habría sido mejor no abrirla nunca”. Aquí podríamos tener un atisbo de la Anunciación. Pero este caso no coincidiría con la Anunciación de la madre de Jesucristo, pues Lena no es la madre de Christmas.

En todo caso, tenemos a un Christmas unido a Jesucristo por el nombre y por el hecho de ser sacrificado por una sociedad intolerante, incomprensiva y brutal, también a la edad de 33 años. Por otro lado, también tenemos a un Brown que, como Judas, vende a Christmas por unas monedas, y a un Byron Bunch que bien puede hacer el papel de un abnegado José, capaz de adoptar al hijo de otro y de seguir a la madre por caminos tortuosos señalados por extraños designios.

Pero así como nos quedamos con este enigma que nos arroja pocas e insuficientes pistas, así nos queda como cabo suelto la genética de Christmas, y lo absurdo de una tragedia surgida de la especulación, pues sabemos que Eupheus Hines, su abuelo, primero creyó que el hombre que engendró a Christmas con su hija Milly era mexicano, y luego alguien le dijo que tenía sangre negra. Pero nunca lo supo a ciencia cierta —ni nosotros tampoco.

El asunto es que no tenemos a un negro victimizado por el color de su piel, tampoco a un blanco rechazado por su ascendencia negra y comprobada. Lo que tenemos es a un hombre con un ambiguo color de piel, señalado por la especulación prejuiciosa de su abuelo, transformada en rechazo hasta la muerte; tenemos a un niño victimizado por su cuidadora porque la descubrió inocentemente; tenemos a un joven que confiesa algo a una prostituta en lo que podría ser una confesión romántica, pero que le atrae una golpiza de muerte.

Finalmente, la cuestión es lo que Christmas piensa de sí mismo. Teme ser negro, aunque no lo sea, porque su piel no lo es. Teme ser negro y así lo comunica —con palabras y sin ellas— a otros niños, adultos, mujeres con las que tiene una relación, gente cercana. Es lo que él teme y no lo que es lo que lo lleva a la muerte. Porque si él no se hubiera creído negro, la señorita Burden probablemente no se habría interesado en él. Si no se hubiera creído negro, no se habría confesado con Brown o con Bobby como si hubiera cometido un pecado invisible. Es lo que él cree lo que comunica a los otros cómo deben tratarlo, y en última instancia victimizarlo.

Pero es algo que cree sin la suficiente convicción como para que quede claro. Porque así como los blancos lo señalaban como negro, así los negros lo señalaban como blanco. Es la indefinición, la falta de identidad: “Tú eres peor que negro. No sabes lo que eres. Y más que eso: nunca lo sabrás. Vivirás, morirás y no lo sabrás nunca”, le dice un negro.

Y tan es así, que Christmas, como nos lo cuenta Faulkner, se escapa como blanco, se deja atrapar como negro, trata de huir como blanco con los zapatos de un negro, y finalmente se deja matar por un blanco y sin oponer resistencia, como negro.

Hay que señalar algunos juegos onomásticos. Por un lado tenemos a una señorita Burden que se vuelve una carga para Christmas, una carga tan pesada que lo lleva a la muerte. Tenemos también a un Hightower que pareciera ser el que tiene la visión más completa de la historia, desde la alta torre que le construyeron tantos años de exilio social y espiritual.

Christmas es pues víctima y victimario. Es el hombre y el lobo del hombre. Es su propio verdugo, inoculado con el veneno del fanatismo y el odio de su abuelo, que le inculcó la falsa conciencia de ser el mal y la necesidad de ser castigado. Por eso el niño Christmas soportaba los golpes de McEachern con estoica frialdad. Por eso el joven Christmas soportó la golpiza de los amigos de Bobby sin defenderse, y hasta quedar casi inconsciente. Por eso el Christmas adulto soportó la cacería, el vituperio y las golpizas, e incluso el ser sacrificado como un animal en el rastro: para expiar una culpa germinada en el prejuicio.

Pero también por eso Christmas se ve impedido para el amor. E incluso teme a las muestras de amor femenino más que a la brutalidad masculina: porque en el escenario del amor es donde se vuelve victimario. Por eso su rechazo y su desprecio hacia su madre adoptiva, y finalmente la relación tortuosa que termina en tragedia con la señorita Burden.

Porque sí, tenemos una tragedia. Varias tragedias aquí, si sumamos las vidas de Hightower y su mujer, la soledad y asesinato de la señorita Burden, la mentira y traición de Brown, la falta de amor en la vida de Byron Bunch. Pero finalmente también tenemos los rayos de redención que nos da Faulkner en la luz de agosto que atisba Hightower en sus meditaciones finales, en el crepúsculo. Tenemos los rayos de la luz de agosto que recorre Lena, esperanzada más allá de toda decepción, a favor de la vida que lleva en el vientre. Tenemos la luz de un alumbramiento en agosto que nos habla de la vida que, más allá de toda miseria, vuelve a brotar con nuevas esperanzas.

lunes, 15 de octubre de 2012

NORMA BAZÚA: BAJO LAS PIELES SUCESIVAS DEL UNIVERSO


                                         Foto: http://www.contrasteweb.com

Presentación del libro Ataúd de arena, de la poeta Norma Bazúa, en la Feria del Libro de Minería 2012

María Vázquez Valdez

Érase una vez el mar.

Y érase una vez la arena. Érase una vez una hija deshojando el mar, invocando la presencia de su madre, mar espuma sobre la arena de un ataúd inexorable llamado muerte.

En Ataúd de arena Norma Bazúa nos lleva entre costas del norte, integra poco a poco los paisajes genealógicos que la conforman y la conmueven hasta que brota la imagen que nos tiene destinada: ella misma.

Este libro comienza y termina con la muerte. En su primer poema, Norma Bazúa nos dice: “Morirá de sangre violenta / dijeron las estrellas // De sangre tenía que ser  sangre es agua / dijeron los miedos // Ella se creyó la asesinada   la de muerte civil / la que cayó de bruces en la esquina”.

Ataúd de arena, editado por Editorial Amanuense en 2011, forma parte del homenaje a Norma Bazúa (1928-2011), y tiene un prólogo de Francis Mestries: “A Norma Bazúa le tocó nacer en Sinaloa en la postrevolución, en un paisaje cercano al mar, y del océano heredó su ronco bramido, su temperamento y su fuerza expresiva, pero también su canto sosegado, que se unía con la voz de su madre que le leía poemas”.

Estas son las coordenadas de estos poemas: el mar-el agua, la madre-la muerte. Y es que este es un libro sobre la muerte, y por tanto es un libro sobre la vida. Sobre la vida de la poeta, de su madre, de su familia. Y sobre la vida misma —la de todos.

Heredera de una estirpe claramente femenina, la poeta se reconoce ella misma tejedora: “Muelle de una esperanza acompasada por manos hilanderas: / artesanas fabriles de piel aternurada / que en telar de tendido tenso traman la urdimbre”.

El recuerdo que la habita y la consume va perfilando la imagen con una resonancia de palabras pulidas, creando esculturas en litoral:

“…Momentos que están vivos / testigos son de que existen los olvidos felices / entre los recuerdos fáciles (…) para abrir o esconder a antojo    lo que te asombra / lo que te sobra / Lo que todavía te ensombra los insomnios”.

Y está el dolor. El dolor inevitable de la pérdida. El dolor agazapado en la esquina de la vida, acechando como lo que la poeta define así: “Ese frío débil —que ya esperan mis huesos— / es también desgarramiento: // Emoción vibrante   oscura / entre la carne descostrada   adolorida // Y no sólo pavor sobre el espíritu / Sobre el alarido”.

El dolor de una muerte específica está aquí descrito con detalle en varios poemas: estas páginas tienen una consistencia de arena, caen ligeras, uniformes, congruentes. Pero también son lavadas por agua, refrescadas, y a la vez concentradas por esa presencia.

La poeta funde claramente el agua con la arena, y nos entrega el mar. El mar de su madre —de la muerte de su madre:

“Cuando la muerte llega   el alma se va sin irse todavía / impone los pasos sobre el día como cualquier cansancio (…) Las siento todas aquí   las vidas y las muertes / tan cercanas /entre la piel se me quedó el infortunio del abandono / llaga que nadie sabe de dónde viene ni a qué cáncer irá”.

Finalmente, este canto de pérdida y duelo lanza destellos esperanzadores. Norma Bazúa, ya desde el otro lado de esta vereda llamada vida, nos legó estos brillos:

“El timón de la vida decide el tamaño de la esperanza / La palabra invita a vivir   a sopesar su licencia de albedrío / entre avatares de tempestades y mareas crecidas // El mandato de la utopía / marca los caminos y nos eleva hasta el azul / trae coherencia del diálogo para distraer el disturbio / antes de la catástrofe dolorosa de la muerte del cuerpo (…) La elipse cónica extiende su espiralada inmensidad / y la muerte se doblega ante la serpiente emplumada / que espera la novedad del fuego frente al espejo negro / bajo las pieles sucesivas del universo”.

Porque sí: la muerte se doblega bajo el conjuro de la poeta que encuentra que las palabras son “de oro molido”, valiente al “aprender a caminar su aridez litoral / su aridez literal” hasta remontar el vuelo sobre el dolor de la ausencia más grande —la materna, presagio de la suya misma—, hasta desgranar el más ominoso de los ataúdes en la suavidad de la arena.

sábado, 8 de septiembre de 2012

LA VENUS NEGRA: UNA ELOCUENTE RADIOGRAFÍA DE LA INJUSTICIA HUMANA



María Vázquez Valdez

A Saartjie Baartman, In Memoriam

Principios del siglo XIX en Europa. Una mujer negra es objeto de diversión, explotación laboral, satisfacción sexual, escarnio y exhibición, incluso más allá de la muerte, cuando es mutilada y exhibida grotescamente —y en partes— durante casi dos siglos en un museo.

En el caso de Saartjie Baartman se destilan profundidades del morbo humano, incapacidad de compasión, explotación intensa de la mujer y segregación racial, cultural y social. Una elocuente radiografía de la injusticia inhumana.

La palabra digno viene del latín dignus, que significa ser merecedor de algo. Saartjie no fue merecedora de nada que no fuera la explotación más abyecta, que la empujó por un tortuoso camino hasta la muerte a los 25 años. Cuatro años antes, en 1810, fue llevada —con su consentimiento pero al parecer con engaños— de Sudáfrica a Inglaterra para ser exhibida como si fuera un animal exótico.

Le llamaban la Venus Hotentote con desprecio: hottentot significa tartamundo en holandés; la lengua que ella hablaba en su tierra era el afrikaans, derivado justamente de la colonización holandesa. Su sueño: bailar y cantar —“ser artista”.

La historia de La Venus negra nos la cuenta ahora el director Abdelatif Kechiche (franco-tunecino) en una cinta estremecedora —a ratos tan sórdida que muchos espectadores huyen de la sala, especialmente parejas.

Algunas escenas muestran a una sociedad depravada y pueden ser repulsivas, pero la cinta también nos cuenta que en sus primeros años en Europa, Saartjie tuvo la oportunidad de escapar a su destino, cuando una asociación pidió que se le liberara, aduciendo esclavitud, pero ella declaró que ganaba la mitad del dinero que se obtenía de sus presentaciones. ¿Por qué? ¿Por qué Saartjie no aprovechó esa oportunidad para levantarse de una caída de la que sólo tenía escapatoria en el alcohol? Quizá se quedó tras sus barrotes por miedo a sus explotadores, por no tener a dónde ir o por no arriesgarse a perder a final de cuentas una “protección” que sin embargo la estaba martirizando. Quizá se quedó encadenada al sueño que la llevó a Europa, y que sólo logró en esporádicos resplandores de insumisión que le costaron tremendas golpizas.

Toda su vida, Baartman fue maltratada por sus explotadores, que la vendieron desde niña como esclava, y luego la exhibieron con total impudicia en una serie de eventos cada vez más decadentes, pero también fue vulnerada por sus espectadores, que la aguijonearon con un morbo malsano, y finalmente, durante generaciones, la escrutaron en el Museo del Hombre de París, con la coartada de que se trataba de una exhibición científica, para la cual también su cuerpo fue vendido y mostrado en partes —se destacó principalmente la exhibición de sus genitales y su cerebro, órganos que en vida también fueran objeto de la peor explotación de la que fue víctima.

Ni en vida ni en muerte Saartjie Baartman fue respetada, hasta que Nelson Mandela la vindicó en 2002, luego de mucho tiempo de negociación entre Sudáfrica y Francia, y logró repatriar sus restos que finalmente fueron sepultados en el Valle Gamtoos, su tierra, donde esperamos que, ahora sí, descanse en paz.