miércoles, 12 de agosto de 2015

Las (imperiosas) solidaridades misteriosas



María Vázquez Valdez

Somos en el otro, nos afirmamos en un tejido de momentos donde la vida equidista con otras vidas, figuras geométricas que se encuentran, a veces colisionan, otras se funden, y otras más se comparten en un vínculo tácito que nos enhebra en encuentros absortos, más allá del tiempo y la circunstancia. Vínculos misteriosos, bisagras que nos reúnen en páramos de solidaridad sin condiciones.

Al menos así nos lo sugiere Pascal Quignard en su libro Las solidaridades misteriosas, donde Claire Methuen, una mujer de intensas emociones, largas y espigadas como su propio cuerpo, comparte una permanente y misteriosa solidaridad con su hermano menor Paul, en los abismales paisajes marítimos de una Bretaña que atisbamos desde riscos helados, acantilados erguidos frente a vientos fuertes y salados, caminos empinados, naturaleza acentuada y caídas escarpadas con violencia, tanto como las pasiones de los habitantes de esos parajes filosos y altos. Son esos lugares los que atraen a Claire de regreso a los sitios de su infancia, al reconocer “los bloques de granito, los matorrales, los senderos, los viejos muros, las escalinatas escarpadas, el mar, el estruendo del mar”, donde, “en lo alto del acantilado, quieta, de cara al viento y al cielo, vuelve a ser feliz”.

También es una solidaridad misteriosa la que Claire teje de por vida, y de por muerte, con la señora Ladon. Desde su niñez en la orfandad, fue esa mujer pequeña de manos virtuosas la que le abrió puertas hacia la música y la femineidad, y que cuatro décadas después le abriera las posibilidades de una nueva vida a una mujer que ya había dejado de lado la vida matrimonial, la maternidad, e incluso su exitosa carrera como traductora, y regresa al lugar donde creció, a una naturaleza efervescente de vida.

Luego de ser la maestra de piano casi olvidada, la señora Ladon se convierte en madre tardía para Claire, la adopta no sólo emocionalmente, sino que legaliza su vínculo, y la hace heredera única en esa unión misteriosa y solidaria que no es la de la sangre. Y de la que sin embargo, a punto de morir, renegará la señora Ladon.

En el primer encuentro fortuito que tienen maestra y alumna, cuando aquella ya es una mujer madura, y ésta es una mujer anciana, se traslucen los vértigos emocionales de una Claire que a menudo llora, sufre, y también es profundamente feliz en un universo único que es de ella, y también es ella misma, experimentando las cosas más sorprendentes desde una “exaltación incesante”, y evadiendo la lucha de frente contra la angustia, que sin embargo resulta “una compañera tan antigua. Quizá no sea la compañera más agradable del mundo, pero es una buena consejera. La garganta que se cierra es un hada, aciaga, cruel, pero que sabe interpretar admirablemente las cartas que reparte el tiempo”.

Pero Claire también conoce la alegría, una alegría intensa que la llena y la desborda cuando la toca el aire mojado en el rostro, y la sumerge en el silencio, hasta que ya no es de este mundo.

Ese vínculo portentoso con la naturaleza y el paisaje al cual vuelve Claire en su madurez, está reforzado por Simon, su primer y gran amor, con quien se cumple el vaticinio del epígrafe, retomado del Libro de Ruth: “Donde él vaya, yo iré. / Donde él viva, me quedaré. / Donde él muera, seré enterrada”. Y sí, Claire va a donde Simon, regresa para quedarse en el lugar en el que él vive, y permanece hasta la muerte donde también él morirá, tan angustiado como ella por ese amor que es incapaz de realizar. Un lugar donde serán enterrados ambos por el mar y por el viento. Por el amor imposible.

Y a pesar de lo finito, ese reencuentro con Simon, sin embargo, tiene la potencia de un verano de intensa felicidad, de mar deslumbrante embellecido por los acantilados, brillando como oro, y los ojos ardientes por una luz de miles de colores. Un amor que debilitaba a Claire desde los trece años, y al cual quedó unida por una solidaridad también misteriosa. Solidaridad que la hacía bajar entre residuos y metales oxidados hasta un pequeño valle, nido de sombras, paraíso encubierto y deslumbrante.

Sabemos que Quignard es polígrafo por la enorme cantidad de obras que ha escrito de diversos géneros. Tal vez de esa poligrafía también se desprende la polifonía de esta novela. Tenemos aquí una serie de voces que logran identidades distintas a partir de su articulación particular. Así, en la primera parte, dedicada a Claire, pero escrita en tercera persona, la redacción es entrecortada. A ratos es una síntesis, luego un aforismo, un silogismo breve, un tejido contenido y con espacios que también proveen su significado peculiar. Por ejemplo cuando Claire guarda silencio, asombrada, tenemos una frase corta que se separa de cualquier párrafo.

La segunda parte, dedicada a Simon, también nos la narra Quignard en tercera persona. Sin embargo, la narración es más extensa, más profusa. Tenemos un vuelo narrativo de más aliento. Es como si la respiración de Claire en la primera parte, entrecortada por el esfuerzo y la emoción, encontrara un poco más de aliento en Simon. La tercera parte, dedicada a Paul, ya está narrada en primera persona, y nos da un ángulo mucho más acentuado de la misma Claire, de quien ya tenemos muchas preguntas e interrogantes a estas alturas. Paul es quien sabe más de su hermana, y posiblemente quien más la querrá en toda su vida, y quien puede determinar que “siempre lo vivió todo con una brusquedad y una intensidad muy particulares. No es que ella lo decidiese así, eran sobresaltos de energía que la poseían, que la arrastraban, o que la frenaban, o que la devastaban”.

Es también Paul quien puede saber que el vínculo de Claire con Simon era absoluto, y que “cuando él murió, ella fue feliz. Milagrosamente, por decirlo así, el sufrimiento se fue cuando la presencia del cuerpo del hombre al que amaba también se fue”. El sufrimiento finalmente se convirtió en luto, en el verano de 2010.

Pero a pesar de su deseo permanente de soledad, Claire no está sola. Tiene en primer lugar a Paul, y con él a Jean, el sacerdote que es su amante, aunque a ella no le guste. Y también tiene a Juliette, una de las dos hijas que abandonó en la niñez, y que irá a buscarla muy a pesar suyo, en una relación ríspida y cortante como el estrépito del mar.

Entre las voces de la landa que aparecen en la quinta parte del libro aparece la de Jean, que también tiene otra tesitura. Un largo aliento, un poco más poético que el de Paul, y más reflexivo, nos va dando pautas para entender la historia. Es Jean quien dice que el sentimiento que reinaba entre Claire y Paul “no era amor. Tampoco era una especie de perdón automático. Era una solidaridad misteriosa. Era un vínculo sin origen… Con el paso de los años habían descubierto una complicidad. Ésta fue creciendo. Era una fidelidad que se impuso sobre ellos y que según iba pasando el tiempo tenía la particularidad de desbaratar toda complicación de amor propio, de suspender cualquier crítica, de no suscitar jamás la menor irritación del uno contra el otro”.

“A veces, cuando un hermano y una hermana no se odian, se quieren más que los enamorados”, nos dice Jean, y es capaz de comprender los vínculos e intercambios entre estos dos hermanos, como un espectador ausente, pero también de comprender a la Claire misma de una manera distinta a como la comprende su hermano. Es quizá Jean quien la percibe desde una concepción un tanto mística, cuando dice que a Claire “le gustaba sentir ese tiempo muy antiguo que leemos en las rocas, ese tiempo que se anima en el sol, ese tiempo que precede a la vida, ese tiempo que levanta las olas del mar… perspectiva desprovista de horizonte que se hunde en el infinito, éxtasis enviando sin fin su extraño polvo al cielo. Dios es tan antiguo”.

Tal vez también es quien la comprende como mujer cuando dice que “las mujeres necesitan a los hombres para que ellos las consuelen de algo inexplicable”. Pues sin duda Claire necesitaba ser consolada de algo que nunca entenderemos. Y también es Jean quien la comprende como ser humano, cuando dice que “el camino que ella había emprendido era más el camino de otro mundo que el camino del amor”, un camino donde Dios era muy violento, porque era el mismo Tiempo.

En varios momentos parece que Claire es el alter ego de Pascal Quignard. No sólo en su inmersión vital y profesional en la palabra, sino también por su pasión propensa a la soledad y por su amor a la música. De Quignard sabemos que adoptó un aislamiento voluntario para escribir, y que también ha sido músico. Pareciera que Claire, y a pesar de vivir por y para el lenguaje, al igual que Quignard, vindica con su existencia lo que el autor ha afirmado alguna vez: “Hay que ser el más secreto de los hombres; no revelar el secreto a nadie, ni siquiera la lengua. El propio corazón no debe descubrirse a ningún precio. El verdadero designio no es acceder a una improbable realidad, sino quemarse lo más cerca de la luz”.

La polifonía que va tejiendo la novela, al final se va perdiendo en retazos donde por aquí aparece una fecha, allá se nos sugiere algo que ocurrirá después, aunque sin más detalle. Sabemos que después de 2016, último año que nos menciona Quignard, pasarán varios años más, después del cumpleaños sesenta de Paul. No sabemos a ciencia cierta cuándo muere Claire, pues su vejez se anuncia desde muy temprano, pero seguramente su muerte, a estas alturas, aún no ocurre. Tenemos ahí una insinuación de lo que ya sabemos: que Claire era una mujer interminable, y a su manera, infinita.


Pascal Quignard
Las solidaridades misteriosas
Editorial Sexto Piso
México
2013
192 pp. 

jueves, 6 de agosto de 2015

RÉQUIEM PARA LXS CINCO


Fotografía de Rubén Espinosa Becerril


Este asesinato múltiple te cimbra hasta los huesos porque lo sientes atrozmente cerca, en espacio, en tiempo, en circunstancias. De pronto no entiendes por qué te duele tanto. La lógica no alcanza a dar explicaciones suficientes. Tal vez porque cualquiera de los asesinados podría ser un familiar tuyo, un amigo, una amiga imprescindible. Tal vez porque, debido a cualquier circunstancia, tú podrías ser el asesinado —como Rubén Espinosa—, o alguna de las asesinadas —como Nadia Vera, Yesenia Quiroz, Alejandra Negrete o Mile Virginia Martín—. Tal vez porque vives en la Ciudad de México, tan cerca del lugar de una masacre tan cruenta que parece irreal. Tal vez porque eres mujer y se te eriza la piel de dolor al pensar que cuatro mujeres fueron violadas, torturadas y asesinadas en el cruce de unas calles por las que atraviesas con frecuencia, por las que nunca podrás volver a caminar de la misma manera. Tal vez porque estudiaste periodismo, y sabes lo que es esa pulsión indignada por contar la verdad, por evidenciar esa suerte de maquillaje turbio de los políticos mexicanos, máscara cada vez más repugnante, cada vez más obvia, cada vez más instalada en un priísmo que se vuelve insoportablemente impune. Tal vez lloras cada vez que observas una fotografía de Rubén Espinosa porque tú misma has sido fotógrafa o fotógrafo durante mucho tiempo, y sabes lo que es esa pasión por la imagen, ese amor por los contornos, el color y el ángulo, ese entresacar rostros y escenas de una sociedad cada vez más lastimada para tratar de bordar en los ojos de otros un poco de conciencia —un poco de coherencia—; tal vez no dejas de mirar esas imágenes porque las sientes febrilmente cerca, tristemente tuyas porque compartes esa complicidad con el obturador que también tuviera un fotógrafo que nunca más volverá a expresarse, a dibujar una imagen con luz. Tal vez cuando escuchas las palabras de Nadia tu indignación crece, se hace mayor, te hace apretar los dientes porque podría ser cualquiera de tus entrañables amigas activistas, o tú misma —tú mismo— has estado cerca de muchas causas, y la comprendes como a una hermana que reflexiona —porque desde la muerte seguirá reflexionando en nosotrxs— capaz de exponerse, de jugarse el pellejo hasta el tiro de gracia a costa de decir lo que piensa, de acusar cuando es preciso acusar, cuando ya no queda de otra, si es que se quiere conservar el alma digna en medio de tanta turbiedad. Tal vez te duele porque te das cuenta de que este país que amas tanto, este hermoso cuerno de la abundancia, está siendo cercenado desde sus raíces más entrañables, hipnotizado por los medios de comunicación coludidos con el poder, secuestrado por una oligarquía partidista, amenazado —y no protegido, mucho menos enriquecido— por los políticos instalados en el gobierno, capaces de matar impunemente por haber sido fotografiados en un mal momento. Tal vez te duele tanto porque sabes que ese día aciago podría haber estado en ese departamento de la Narvarte cualquiera de tus hermanas o hermanos, cualquiera de tus amigas o amigos a los que amas tanto, que también estudiaron periodismo, que también son fotógrafos, o que también han sido activistas, que sabes que a costa de las amenazas que han recibido, siguen adelante tratando de mantener el miedo no como mordaza sino como aliado. Tal vez distingues ese tratamiento de la opinión pública, esas versiones que insultan tu inteligencia y la de los tuyos, cuando en lugar de investigar con precisión y compromiso este caso, se arrojan hipótesis que aluden a una fiesta o a la presencia de una colombiana entre los asesinados; entonces te enervas, no sólo por lo pueril de las versiones, sino porque sabes lo que es organizar una fiesta en la Narvarte, sabes lo que es tener entre tus amigos a colombianos —y muchos otros extranjeros— honorables más allá de su nacionalidad; sabes que esto es parte del esconder, manipular, maniatar a esas grandes ausentes en estas lides: la verdad, la justicia.
Pero tal vez no eres mujer, tal vez no vives en la Ciudad de México, ni estudiaste periodismo ni has sido fotógrafa, ni tienes a muchos amigos activistas o que podrían haber estado ese día ahí, pero igual este multihomicidio te araña hasta la médula porque sabes, presientes que en este país le puede pasar, cada vez con más frecuencia, a cualquiera de nosotras, de nosotros, de los tuyos, de los míos.
Y sin embargo, a pesar de que sabes que estas cosas infames pretenden callar, silenciar con miedo, amarrarnos las manos, dejarnos cada vez más desvalidos, sin voz valiente, sin arrojo y convicción, también sabes que más que nunca es el momento de no callarse, es el momento de no olvidar, es el momento de moverse, de multiplicar las fotografías incómodas, las declaraciones arriesgadas pero veraces, el espíritu que nos hace humanos para que nuestra voz, nuestra conciencia, nuestra fuerza, no sean decapitadas por un multihomicidio que pretende callar e inmovilizar no sólo a cinco personas, sino a muchísimas más.

María Vázquez Valdez

viernes, 17 de julio de 2015

El corazón calmo



María Vázquez Valdez

El corazón enredado
es mudo,
también es ciego,
puño crispado,
corola entumecida,
párpado apretado,
suspiro muerto.

El corazón atorado
tropieza consigo mismo,
presa de un esguince
            ventricular,
disminución ocular
            que se destiñe.

Pero el corazón libre
es todo y uno,
acompasado vientre
de alas,
tupida claridad
de estrellas,
pintor de un torrente
           ventricular,
éxtasis ocular
de luz que estalla.

El corazón calmo
se endulza en el horizonte,
alto mástil,
claro navegante
de mareas y tiempo,
rey de su silencio
            ventricular,
abrazo ocular

que es mar y viento.

viernes, 26 de junio de 2015

Brooklyn Follies, o el milagro del Hotel Existencia


María Vázquez Valdez

Mientras vivimos, todos habitamos el Hotel Existencia, este sitio agridulce donde a veces nos caemos y otras nos levantamos, donde encontramos y perdemos el amor, donde estrechamos lazos con otros o cortamos amarras para siempre. Y en esos retruécanos exactos de la vida, donde parece que el camino se diluirá en la pérdida, la tristeza o la muerte, el paisaje de un desesperanzador desierto puede transformarse poco a poco —en las rendijas de lo cotidiano—, en un exuberante bosque de sorpresas y reencuentros. Así de frágiles y de cristal, así de humanos vamos dando tumbos por este hotel: la existencia.

Nathan Glass, un hombre de cristal en el quicio de los sesenta años, recién jubilado, recién divorciado, sobreviviendo apenas a la amenaza del cáncer, encuentra en el tumultuoso Brooklyn un lugar para consumirse en la soledad. Con algunas chispas de ingenio en El desvarío humano, un libro que va brotando como la lluvia se trasmina a través de goteras inesperadas, se va destejiendo la escritura de un ex agente de seguros que todo hubiera imaginado, menos ser escritor, menos ser un hombre de sabiduría práctica y consistente, generoso y bueno, que sin deberla ni temerla, poco a poco va urdiendo una original familia en los albores de una nueva vida, naciendo a un nuevo siglo con un “menudo hatajo de almas en pena, tan variopinto y confuso. Qué ejemplo tan asombroso de imperfección humana”.

La historia de Nathan Glass en Brooklyn se desarrolla como una gran matrioska de la cual van surgiendo, una tras otra, historias enhebradas entre sí, de profundidad equivalente, capaces de tejerse por igual en la simpleza de lo cotidiano y en los lazos entrañables. Nuestro frágil hombre de cristal —que al final resulta ser más de acero— comienza a contarnos su historia a nosotros, sus amigos —en eso nos convertimos explícitamente en la penúltima línea de la novela—. Comienza a contarnos con gran pericia y buen humor su historia, tras sortear “los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar”, tras sobrevivir a sus venenos, con cáncer de por medio, y en una obertura taciturna de rompimiento e incomprensión, en principio con una sola válvula de escape: los libros.

Los libros son también el punto de encuentro, la bisagra que conecta a Nathan con el Doctor Pulgarcito, su querido sobrino Tom, a quien creía perdido para siempre, y a quien de alguna manera indujera en la niñez al mundo del pensamiento y la literatura. El encuentro entre Nathan Glass y Tom Wood es mucho más que el reencuentro entre tío y sobrino. Tenemos aquí la segunda matrioska, cuando se unen fortuitamente el cristal y la madera, cada elemento para enriquecer al otro, para darle las cualidades que lo complementan, tan evidente como el engranaje entre la delgadez de Nathan y la corpulencia de Tom.

Así lo percibe Harry Brightman, la tercera matrioska de la historia, e incluso propone la hipótesis de que en esa aleación de cristal y madera, él podría ser el acero, y entre los tres dedicarse a la construcción. Y de hecho así es, estos tres elementos son para Paul Auster la argamasa de esta novela, pues el brillante hombre, Harry Brigthman, el otrora Harry Dunkel, tiende a su vez una bisagra indeleble, primero con Tom, su empleado y luego confidente, y luego con Nathan, que se volverá también su confidente, amigo, y pieza indispensable en el desenlace de su accidentada vida. Entre los tres, son también los libros la piedra de toque, lo que los une y reúne, la amalgama que va surgiendo en este edificio que a final de cuentas se corporeiza en el Hotel Existencia, una de las utopías de Harry, destejida a propósito de una de las utopías de Tom.

Porque Nathan acepta a Harry, como acepta a Tom, a Lucy, a Aurora. No rechaza la apariencia estrafalaria de Harry, su labia, ni siquiera el pasado que confesara a Tom y luego a Nathan con sus detalles oscuros. Nathan demuestra en ello una sabiduría generosa que va deshojando a lo largo de la historia con todos los personajes de su vida. Así, le dice a Tom respecto a Harry: “Prefiero mil veces a un granuja astuto que a un beato inocentón. El granuja quizá no actúe siempre conforme a las normas, pero tiene temple. Y mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo”. En este caso, habrá cierta esperanza para la novela, pues estas palabras de Nathan, al principio del libro, se verán demostradas en los hechos hacia el final, cuando Harry se lanza, con un “espléndido gesto”, en el “prodigioso salto del ángel hacia la grandeza eterna”, que reivindica sus características de “granuja y bribón”, con las del niño que sueña con rescatar huérfanos, y que depositará en Tom y Rufus su último acto de grandeza redentora.

Entretejida con la historia de Tom se va perfilando la de su hermana Aurora, otra matrioska de la historia, que nueve años y medio antes diera a luz a Lucy, una matrioska más, pieza fundamental del relato, luego de que aparece un buen día en el umbral del departamento de su tío Tom, en un extraño mutismo, y llena de acertijos por resolver. Con sus reservas, poco a poco Tom y Nathan comienzan a aceptarla, no sin antes buscar una solución, y deciden llevarla con la hermanastra de Tom y Aurora. Pero Lucy demuestra no sólo firmeza de carácter e inteligencia brillante, sino también una conexión con el destino, pues su artimaña para evitar que la lleven, cambiará para siempre la vida de su tío Tom, el robusto taciturno, enamorado del sueño imposible de la Beatífica y Perfecta Madre, una hermosa neoyorquina madre y artesana. Paradójicamente, ese amor platónico de Tom por la BPM se consumará tiempo después en el seno de los Wood, cuando la “reina de Brooklyn” se abra a otros horizontes.
           
En los entresijos de cada uno de los treinta capítulos de Brooklyn Follies, Paul Auster nos va dando pinceladas de erudición literaria, por medio de Tom y sus conocimientos de doctorando en literatura, y también a través de Nathan, que va demostrando ser un verdadero escritor, no tanto un aficionado. Así lo percibe Tom cuando viajan hacia el norte a dejar a una Lucy muda, en un trayecto lleno de referencias literarias y acertadas reflexiones. Porque ¿si la historia de la literatura está poblada de “un absoluto caos, una infinita sucesión de anomalías”, por qué no podía ser Nathan candidato para ser atacado por la enfermedad de la escritura, “algo así como una infección o gripe del espíritu que podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado”?

Así, Lucy llega, protegida por el cristal y la madera, al Chowder Inn, para refugiarse tras su travesura de averiar el Cutlass de Nathan. Y el Chowder Inn resulta fortuitamente la materialización perfecta del Hotel Existencia. El sitio donde se congregan los sueños más aventurados de Tom y Harry. A Nathan no le pasa desapercibido esto, y de inmediato comienza a destejer la madeja pues percibe que es ahí donde está situada la posibilidad real de esos sueños. Pero tampoco le pasa desapercibida la oportunidad de que se materialice otro Hotel Existencia, más carnal e inmediato, en la conexión fortuita entre Honey, la hija de Stanley —el dueño del Chowder Inn— y Tom. Y es ahí donde se desteje la utopía en la realidad: en la simpleza del amor y el encuentro. El otro Hotel Existencia, el corpóreo y tangible, demuestra ser menos efectivo, menos posible, al derrumbarse entre los escombros del engaño y la traición de a Harry, sabiamente vaticinada por Nathan, y propinada por Gordon, el antiguo y vengativo amor de Brightman.

Así pues, el Hotel Existencia que descubre Tom, en su viaje con Nathan y Lucy, es dulce como la miel, tiene cabellera entre rubia y cobriza. “No una etérea B.P.M., sino una mujer soltera desesperada por cazar a aun hombre. Un tornado. Una moza ansiosa, con mucha labia. Una apisonadora capaz de aplanar a nuestro muchacho”. Honey es la siguiente matrioska de nuestra historia, deseosa por dar a luz a muchas matrioskas más.

Al volver a Brooklyn a recoger los vestigios de Harry, Nathan se encuentra con que es una especie de ángel vengador, “el portador de malas noticias. El que reparte amenazas y advertencias, el que dice a la gente lo que tiene que hacer”. Esa traición funesta de la que es víctima Harry, gracias a las palabras asesinas de su ex amante —una cruz que sí marca el lugar, el lugar de la caída y la muerte—, es vengada al final por un lúcido Nathan. Un último acto agradecido hacia Harry y su generosidad con los huérfanos hasta el final, en este caso Tom y Rufus, una Tina Hott que le regalará a Nathan “uno de los momentos más extraños y trascedentes” de su vida.

Un capítulo tras otro, Auster logra meterse en el guante que es Nathan. Una y otra vez, nos muestra el mundo tal como lo ve un hombre de la edad y contexto de Nathan Glass, y lo hace con tal humor que provoca innumerables sonrisas, risas e incluso carcajadas. Una narración que parece equidistar con la de Woody Allen en sus películas y libros, con chistes sencillos pero agudos, y una constante autocrítica, y por si fuera poco, el entorno neoyorquino musicalizado por el jazz.

Así pues, Auster logra dirigir la historia hacia una risa inevitable, pero también nos induce a un sitio paradisiaco para decirnos, dulcemente: “Quiero hablar de felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo. Quiero hablar del tiempo que hace a primeros de junio, de armonía y tranquilo reposo, de petirrojos y pinzones amarillos, de azulejos que pasan como flechas entre las verdes hojas de los árboles”.

Nos habla, pues, de lo dulce de la existencia también, y que encuentra breves momentos de intensa felicidad como cuando Nathan se encuentra fortuitamente en una relación amorosa con Joyce, la madre de Nancy. Una bisagra más, que llevará a otra igual de fortuita con el encuentro entre su recuperada sobrina Aurora, sacada de los infiernos del fanatismo y la represión, y que encontrará en la BPM el amor que deseara para sí Tom poco tiempo antes, en lo que fuera una profecía cumplida por otras vías.

Finalmente, Nathan se encuentra otra vez cara a cara con la muerte, pero en los brazos de su amor, en un momento compartido de últimos de octubre, “uno de esos luminosos días de otoño con un vívido cielo azul”. Pero una vez más la Diosa Fortuna le perdona la vida, y no sólo eso, le da la conciencia de que cada latido de su corazón, “sería concedido por un arbitrario acto de gracia”. Pequeños destellos de felicidad, aun cuando en breve caerían con estrépito las Torres Gemelas. Pero como bien lo apunta nuestro querido amigo Nathan, al terminar la novela eran las ocho de la mañana, y en esos momentos, queridos amigos, Nathan era “el hombre más feliz que jamás haya existido sobre la tierra”.

Ya nos lo había sugerido muchas páginas antes, cuando confiesa: “Yo me siento increíblemente feliz por estar donde estoy, dentro de mi propio cuerpo, mirando las cosas que hay sobre la mesa, notando cómo el aire entra y sale de mis pulmones, saboreando el simple hecho de estar vivo.”


El simple hecho de ser, de habitar ese inesperado pero inobjetable, bello y sorpresivo Hotel Existencia.


Paul Auster
Brooklyn Follies
Editorial Seix Barral
España
2006
356 pp.