País y mundo en frío de invierno,
días acumulados en sinsabores
que saben a luz y a fuerza que se apagan
País —gobierno—
que malbarata su grano más preciado
para favorecer las arcas de Monsanto
País sin maíz
hundido en los transgénicos
en un moderno cáncer
empantanado en la bolsa de valores
País que olvida sus masacres,
sus caídas cruentas:
machetes que se hunden en vientres embarazados
País que libera a los asesinos de 49 indígenas
y exime a los asesinos de 45 niños calcinados,
atrapados en la codicia de unos cuantos
Mundo que ve caer sueños incipientes
en insípidos actos sin sentido:
Premios Nobel que de Paz,
Obama,
de Paz en Afganistán, Obama,
no tienen nada
Mundo que sabe al intento fallido de Copenhague
y a una amenaza que se cierne en un monstruo
calcinante,
en nuestra médula ya de por sí que hierve
Mundo que sabe a sangre
sobre madera de Liberia,
que sabe a carne cercenada en África
para alimentar fábricas de celulares
y neurosis de mensajes sin sentido
Mundo que sabe a niños que reciben armas
en el tercer mundo
a cambio de alimentos
que no llegarán a vientres abultados de vacíos
Armas en Navidad a cambio de sueños sin futuro,
limbo colonizado por Repsol e Iberdrola
comiendo sangre de comunidades consumidas
saqueadas
devastadas
Te vas 2009
y nos dejas un 2010
para celebrar, país, nuestra Independencia
que se suma a deudas
para generaciones por venir
sin porvenir
2010 para celebrar, país, nuestro espíritu revolucionario
que se alimenta de teletones y novelones:
lobotomía posmoderna y somnífero perfecto
de tan voluntario
Pero aún así, te recibo, 2010,
recordando a Eliot,
con la certidumbre de que no espero regresar:
aquilatando el paso y el respiro
te recibo invocando a Whitman:
emitiendo mis alaridos por los techos del mundo
con la firme decisión
de no perder las ansias diarias
—como Whitman— de hacer de este
un viaje extraordinario
Un viaje, a pesar de todo, extraordinario
y hacia adentro: hacia lo simple y bello
—mío y del otro—
hacia la paciencia y la pasión
Así te ruego que sean tus días, 2010,
uno tras otro
—extraordinarios, plenos de paciencia y de pasión—
para quienes
amo
tanto.
María Vázquez Valdez
miércoles, 30 de diciembre de 2009
jueves, 8 de octubre de 2009
viernes, 2 de octubre de 2009
ME LLAMO ROJO
...PINTAR ES RECORDAR LA OSCURIDAD
DE ORHAN PAMUK
...PINTAR ES RECORDAR LA OSCURIDAD
DE ORHAN PAMUK
No es lo mismo el ciego que el que ve, dice El Corán. Dice Me llamo Rojo que dice El Corán. Y es una premisa que da sentido a esta historia múltiple.
La pintura —forma y color— es protagonista: la tradición en un enjambre donde una hebra principal es la religión y otra el arte, y dan origen a una fórmula que tiene visos de novela histórica pero también de novela negra, y en última instancia, de historia de amor.
Una de sus características peculiares son los recursos narrativos, construidos de tal forma que la historia transcurre por medio de la voz de los personajes, que narran en primera persona piezas de una gran imagen que poco a poco se va construyendo, en un contexto que mezcla cimas y simas —esplendor decadente— del Imperio Turco en el siglo XVI.
En torno a la decisión del sultán de que una pintura lo inmortalice, surge la lucha de fuerzas: por un lado las prohibiciones de la ley islámica, por otro la pulsión de cuatro artistas de crear una gran obra. Para hacerlo trabajan en secreto, y uno de ellos es asesinado. Tres de ellos —Mariposa, Aceituna y Cigüeña— sobreviven.
Así, primero habla el muerto, que nos abre el umbral a toda la historia, narra su asesinato, caída y rompimiento en un pozo. Nos habla con claridad y desapego, pero con cierta nostalgia: “Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito”.
También habla al que llamaremos asesino. Poco a poco se perfila su identidad, nos da señales, pistas que van formando un retrato que se devela sólo al final: “Es exactamente la casa de un asesino (…) Ni siquiera tiene una alfombra de oración (…) Las cosas de alguien no sabe ser feliz”.
El Maestro Osman es un personaje breve pero fundamental: da todo el sentido histórico a la narración, explica cómo la caída del imperio otomano se llevó las antiguas formas en la pintura hasta traer otros estilos, cómo se transformó la pintura y su relación con los maestros francos de la época.
Así, “la pintura es silencio para la mente y música para los ojos”, en un contexto en el que “en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro”.
En un largo capítulo narrado por el Maestro Osman, quien fuera tutor de Negro, de Maese Donoso —el muerto— del Tío de Negro —y padre de Seküre, para entonces también asesinado— y de Mariposa, Aceituna y Cigüeña, los principales sospechosos, se plantea la transformación de la pintura: pintar lo que —creemos que— Dios ve, o pintar como vemos nosotros.
Pintar un ejército ordenado, de pie, de frente, para ilustrar una batalla, o pintar la batalla misma con su sangre, cuerpos deformados, dolor y caída. En última instancia es una cuestión de —temor de— Dios, de fe, de religión, que deriva en un tratar de detener el cambio inminente, las nuevas formas, la transformación: “Y así fue como se marchitó la rosa roja del entusiasmo por la ilustración y la pintura que llevaba un siglo floreciendo en Estambul inspirada por el país de los persas”.
Hay dos niños en la historia, hijos de Seküre: Sevket y Orhan, el más pequeño. Alter ego del autor, Orhan resulta finalmente el depositario de la historia. Ambos acompañan el luminoso hilo conductor: el amor constante y realizado tardíamente de Negro y Seküre.
Además de los maestros pintores, Esther la buhonera y el Tío, aparecen en forma intermitente, entre otros personajes, un árbol, el diablo, dos derviches, la Muerte, y por supuesto, el Rojo. Todos ellos hablan en torno a una inmersión en la pintura: “En realidad la gente no busca sonrisas en las pinturas de la felicidad, sino la propia felicidad de la vida. Los ilustradores lo saben, pero eso es algo que no pueden pintar. Así pues, sustituyen la felicidad de la vida por el gozo de la vista”.
En este adentrarse en la vista, tiene también su sitio aparentemente ominoso la ceguera, tanto interior en el caso del asesino, como la ceguera física con la que el célebre pintor Behzat se ciega, y que deslumbra al Maestro Osman en las salas del Tesoro. Ceguera ocasionada por algo tan nimio como una punta de alfiler de turbante: “la punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes”.
Pamuk nos dice que la ceguera “es el silencio (…). Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios”. Entonces la ceguera es parte de la pintura, es antecedente de la imagen y el color: “Antes de la pintura sólo existía la oscuridad y después de la pintura sólo existirá la oscuridad. (…) Recordar es saber lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar. Así pues, pintar es recordar la oscuridad”.
María Vázquez Valdez
La pintura —forma y color— es protagonista: la tradición en un enjambre donde una hebra principal es la religión y otra el arte, y dan origen a una fórmula que tiene visos de novela histórica pero también de novela negra, y en última instancia, de historia de amor.
Una de sus características peculiares son los recursos narrativos, construidos de tal forma que la historia transcurre por medio de la voz de los personajes, que narran en primera persona piezas de una gran imagen que poco a poco se va construyendo, en un contexto que mezcla cimas y simas —esplendor decadente— del Imperio Turco en el siglo XVI.
En torno a la decisión del sultán de que una pintura lo inmortalice, surge la lucha de fuerzas: por un lado las prohibiciones de la ley islámica, por otro la pulsión de cuatro artistas de crear una gran obra. Para hacerlo trabajan en secreto, y uno de ellos es asesinado. Tres de ellos —Mariposa, Aceituna y Cigüeña— sobreviven.
Así, primero habla el muerto, que nos abre el umbral a toda la historia, narra su asesinato, caída y rompimiento en un pozo. Nos habla con claridad y desapego, pero con cierta nostalgia: “Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito”.
También habla al que llamaremos asesino. Poco a poco se perfila su identidad, nos da señales, pistas que van formando un retrato que se devela sólo al final: “Es exactamente la casa de un asesino (…) Ni siquiera tiene una alfombra de oración (…) Las cosas de alguien no sabe ser feliz”.
El Maestro Osman es un personaje breve pero fundamental: da todo el sentido histórico a la narración, explica cómo la caída del imperio otomano se llevó las antiguas formas en la pintura hasta traer otros estilos, cómo se transformó la pintura y su relación con los maestros francos de la época.
Así, “la pintura es silencio para la mente y música para los ojos”, en un contexto en el que “en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro”.
En un largo capítulo narrado por el Maestro Osman, quien fuera tutor de Negro, de Maese Donoso —el muerto— del Tío de Negro —y padre de Seküre, para entonces también asesinado— y de Mariposa, Aceituna y Cigüeña, los principales sospechosos, se plantea la transformación de la pintura: pintar lo que —creemos que— Dios ve, o pintar como vemos nosotros.
Pintar un ejército ordenado, de pie, de frente, para ilustrar una batalla, o pintar la batalla misma con su sangre, cuerpos deformados, dolor y caída. En última instancia es una cuestión de —temor de— Dios, de fe, de religión, que deriva en un tratar de detener el cambio inminente, las nuevas formas, la transformación: “Y así fue como se marchitó la rosa roja del entusiasmo por la ilustración y la pintura que llevaba un siglo floreciendo en Estambul inspirada por el país de los persas”.
Hay dos niños en la historia, hijos de Seküre: Sevket y Orhan, el más pequeño. Alter ego del autor, Orhan resulta finalmente el depositario de la historia. Ambos acompañan el luminoso hilo conductor: el amor constante y realizado tardíamente de Negro y Seküre.
Además de los maestros pintores, Esther la buhonera y el Tío, aparecen en forma intermitente, entre otros personajes, un árbol, el diablo, dos derviches, la Muerte, y por supuesto, el Rojo. Todos ellos hablan en torno a una inmersión en la pintura: “En realidad la gente no busca sonrisas en las pinturas de la felicidad, sino la propia felicidad de la vida. Los ilustradores lo saben, pero eso es algo que no pueden pintar. Así pues, sustituyen la felicidad de la vida por el gozo de la vista”.
En este adentrarse en la vista, tiene también su sitio aparentemente ominoso la ceguera, tanto interior en el caso del asesino, como la ceguera física con la que el célebre pintor Behzat se ciega, y que deslumbra al Maestro Osman en las salas del Tesoro. Ceguera ocasionada por algo tan nimio como una punta de alfiler de turbante: “la punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes”.
Pamuk nos dice que la ceguera “es el silencio (…). Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios”. Entonces la ceguera es parte de la pintura, es antecedente de la imagen y el color: “Antes de la pintura sólo existía la oscuridad y después de la pintura sólo existirá la oscuridad. (…) Recordar es saber lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar. Así pues, pintar es recordar la oscuridad”.
María Vázquez Valdez
La Luna y yo
martes, 29 de septiembre de 2009
LOS PASOS PERDIDOS
LOS PASOS PERDIDOS (DEL DESEO)
DE ALEJO CARPENTIER
DE ALEJO CARPENTIER
María Vázquez Valdez
Los pasos perdidos tiene la tesitura de lo que es auténtico y también evanescente. En sus páginas, los pasos del que profundiza avanzan dentro y fuera y van desarmando de costras el mundo hasta llegar a una pulpa viva, palpitante. El que se descubre se encuentra —asombrado— en un camino cada vez más despojado pero exuberante. Desnudo de sí pero enriquecido.
El narrador no se describe a sí mismo y apenas traza su figura. De hecho ni siquiera nos da su nombre, como encarnando a un protagonista prescindible en cualquier historia. Un hombre agotado, desencantado, inmerso en un matrimonio monótono y con un vínculo superficial con una amante, que sin embargo le da el empujón definitivo para adentrarse en una aventura sin retorno.
Las tres mujeres de la historia sí son descritas, brevemente pero con precisión. Así Rosario, Mouche, Ruth: ángulos que coinciden en un triángulo que es el protagonista, que se aleja de una de ellas con otra, para descubrir a una más. Ellas también sintetizan la historia de él: pasado —Ruth—, presente —Mouche— y un futuro —Rosario— apenas degustado, con el sabor que deja un sueño demasiado real.
El llamado surge de manera inesperada pero tiene el peso de lo predestinado: “recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial, en cierto modo, como son aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones”.
Sin escrúpulos —con la conciencia adormecida, como aceptará más tarde— él se entrega, no sin renuencia, a una encomienda que después lo confrontará consigo mismo: en la decisión de llevar instrumentos musicales falsos a cambio de unas vacaciones frívolas, llegan, sin forzar nada, los instrumentos originales, los verdaderos.
Así llega también, lentamente, la verdad del protagonista, su verdadero deseo, encubierto por una vida sin sentido. Un deseo que se va develando a cada paso, a cada metro de selva, sin deslumbrar, con el asombro sutil del que desciende lentamente hacia sí mismo.
En ese andar se va quedando atrás Ruth, como la remota obligación de la costumbre en una cúspide de fingimiento; así se queda Mouche, con el cuerpo despojado de afeites y el alma indefensa y hueca en medio de la selva. Así aparece Rosario, en la sencilla pulcritud del que está entero, ataviada por el contexto al que pertenece.
Ya en la travesía, y después de un primer umbral —un sorpresivo y brutal golpe de Estado—, se resquebraja la intención de él y de su amante. Ya entonces vislumbra que ella está ahí pero no está con él realmente. Ahí surge la primera pulsión, el deseo se asoma y delinea la decisión: ir a la selva.
Entonces comienza el descenso, aun contra la voluntad de Mouche. En el camino aparece Rosario, buscando un remedio para su padre. Él no puede evitar compararlas. Al principio las dos ganan y pierden en esa comparación: ante la aparente agilidad intelectual de Mouche, se abre paso una torpe Genoveva de Brabante en las manos de Rosario. Esa torpeza va poco a poco adueñándose también de Mouche en un escenario desconocido y hostil.
Las llamas oníricas que danzan anuncian fuegos fatuos que parecieran transportar consigo también las prostitutas andariegas que deslumbran a Mouche, y que le inducen una actitud que casi la lleva a la violación de Yannes, el griego.
La muerte del padre de Rosario, el encuentro con Fray Pedro de Henestrosa, el Adelantado y su Gavilán, el doctor Monsalvatje y los hermanos de Yannes y su casa, son elementos que van armando el camino, hasta que él le pide a Rosario que los acompañe, cuando la presencia de Mouche es cada vez más insoportable.
Luego que el protagonista descubre su infidelidad con Yannes, Mouche además enfrenta la golpiza de Rosario, y en medio del delirio por una picadura, también atestigua el encuentro amoroso, parteaguas definitivo. Engañada, se irá con Monsalvatje en una barca que la llevará a una venganza posterior —golpe que repercutirá en el destino.
Sólo un pequeño grupo se embarca para ir en pos no del oro, el máximo motor de la voluntad en esas tierras, sino al territorio de un sueño alcanzado por el Adelantado: una ciudad, donde el protagonista encontrará el desbordamiento. A Tu mujer entregada a él, la inspiración viva a borbotones, el perfil de un hijo en el deseo.
Pero después de que se anuncia en el leproso Nicasio y su muerte, rápida y cruenta, a manos de Marcos —quien también dará fin al futuro—, el pasado vuelve en la tentación de lo ausente, encubriendo cadenas y cerrojos en la pulsión de lo inmediato: un poco de papel para escribir música.
A pesar de los avisos y las señales, él cede y vuela nuevamente al espejismo. A pesar del cabello en forma de velo de viuda de Rosario, a pesar de la certidumbre de lo encontrado y de la ceguera ante lo que sería un paso definitivo hacia la pérdida.
En el regreso encontrará una mentira magnificada que lo incluye, pero es demasiado tarde: la verdad ha transformado todo intento de apariencia. Las deudas con el destino acabarán por despojarlo amargamente y entorpecer el regreso hasta el punto de dilapidar los pasos andados.
En una travesía por el Orinoco, en la provincia venezolana, nos acompañan personajes que, al final, Carpentier nos explica que sí existieron. En páginas llenas de contexto y frases construidas como en filigrana, Los pasos perdidos —publicada en 1953— podría ser la historia actual de cualquiera de sus personajes, de cualquier protagonista anónimo con deseos soterrados en la cotidianeidad, que encuentra la hendidura hacia sí mismo, pero que extravía el camino andado.
Y sin embargo, a pesar de la pérdida, permanece la resonancia que da sentido a estos pasos: “Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”.
Los pasos perdidos tiene la tesitura de lo que es auténtico y también evanescente. En sus páginas, los pasos del que profundiza avanzan dentro y fuera y van desarmando de costras el mundo hasta llegar a una pulpa viva, palpitante. El que se descubre se encuentra —asombrado— en un camino cada vez más despojado pero exuberante. Desnudo de sí pero enriquecido.
El narrador no se describe a sí mismo y apenas traza su figura. De hecho ni siquiera nos da su nombre, como encarnando a un protagonista prescindible en cualquier historia. Un hombre agotado, desencantado, inmerso en un matrimonio monótono y con un vínculo superficial con una amante, que sin embargo le da el empujón definitivo para adentrarse en una aventura sin retorno.
Las tres mujeres de la historia sí son descritas, brevemente pero con precisión. Así Rosario, Mouche, Ruth: ángulos que coinciden en un triángulo que es el protagonista, que se aleja de una de ellas con otra, para descubrir a una más. Ellas también sintetizan la historia de él: pasado —Ruth—, presente —Mouche— y un futuro —Rosario— apenas degustado, con el sabor que deja un sueño demasiado real.
El llamado surge de manera inesperada pero tiene el peso de lo predestinado: “recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera —ininteligible para mí, entonces— del encuentro. Encuentro trivial, en cierto modo, como son aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones”.
Sin escrúpulos —con la conciencia adormecida, como aceptará más tarde— él se entrega, no sin renuencia, a una encomienda que después lo confrontará consigo mismo: en la decisión de llevar instrumentos musicales falsos a cambio de unas vacaciones frívolas, llegan, sin forzar nada, los instrumentos originales, los verdaderos.
Así llega también, lentamente, la verdad del protagonista, su verdadero deseo, encubierto por una vida sin sentido. Un deseo que se va develando a cada paso, a cada metro de selva, sin deslumbrar, con el asombro sutil del que desciende lentamente hacia sí mismo.
En ese andar se va quedando atrás Ruth, como la remota obligación de la costumbre en una cúspide de fingimiento; así se queda Mouche, con el cuerpo despojado de afeites y el alma indefensa y hueca en medio de la selva. Así aparece Rosario, en la sencilla pulcritud del que está entero, ataviada por el contexto al que pertenece.
Ya en la travesía, y después de un primer umbral —un sorpresivo y brutal golpe de Estado—, se resquebraja la intención de él y de su amante. Ya entonces vislumbra que ella está ahí pero no está con él realmente. Ahí surge la primera pulsión, el deseo se asoma y delinea la decisión: ir a la selva.
Entonces comienza el descenso, aun contra la voluntad de Mouche. En el camino aparece Rosario, buscando un remedio para su padre. Él no puede evitar compararlas. Al principio las dos ganan y pierden en esa comparación: ante la aparente agilidad intelectual de Mouche, se abre paso una torpe Genoveva de Brabante en las manos de Rosario. Esa torpeza va poco a poco adueñándose también de Mouche en un escenario desconocido y hostil.
Las llamas oníricas que danzan anuncian fuegos fatuos que parecieran transportar consigo también las prostitutas andariegas que deslumbran a Mouche, y que le inducen una actitud que casi la lleva a la violación de Yannes, el griego.
La muerte del padre de Rosario, el encuentro con Fray Pedro de Henestrosa, el Adelantado y su Gavilán, el doctor Monsalvatje y los hermanos de Yannes y su casa, son elementos que van armando el camino, hasta que él le pide a Rosario que los acompañe, cuando la presencia de Mouche es cada vez más insoportable.
Luego que el protagonista descubre su infidelidad con Yannes, Mouche además enfrenta la golpiza de Rosario, y en medio del delirio por una picadura, también atestigua el encuentro amoroso, parteaguas definitivo. Engañada, se irá con Monsalvatje en una barca que la llevará a una venganza posterior —golpe que repercutirá en el destino.
Sólo un pequeño grupo se embarca para ir en pos no del oro, el máximo motor de la voluntad en esas tierras, sino al territorio de un sueño alcanzado por el Adelantado: una ciudad, donde el protagonista encontrará el desbordamiento. A Tu mujer entregada a él, la inspiración viva a borbotones, el perfil de un hijo en el deseo.
Pero después de que se anuncia en el leproso Nicasio y su muerte, rápida y cruenta, a manos de Marcos —quien también dará fin al futuro—, el pasado vuelve en la tentación de lo ausente, encubriendo cadenas y cerrojos en la pulsión de lo inmediato: un poco de papel para escribir música.
A pesar de los avisos y las señales, él cede y vuela nuevamente al espejismo. A pesar del cabello en forma de velo de viuda de Rosario, a pesar de la certidumbre de lo encontrado y de la ceguera ante lo que sería un paso definitivo hacia la pérdida.
En el regreso encontrará una mentira magnificada que lo incluye, pero es demasiado tarde: la verdad ha transformado todo intento de apariencia. Las deudas con el destino acabarán por despojarlo amargamente y entorpecer el regreso hasta el punto de dilapidar los pasos andados.
En una travesía por el Orinoco, en la provincia venezolana, nos acompañan personajes que, al final, Carpentier nos explica que sí existieron. En páginas llenas de contexto y frases construidas como en filigrana, Los pasos perdidos —publicada en 1953— podría ser la historia actual de cualquiera de sus personajes, de cualquier protagonista anónimo con deseos soterrados en la cotidianeidad, que encuentra la hendidura hacia sí mismo, pero que extravía el camino andado.
Y sin embargo, a pesar de la pérdida, permanece la resonancia que da sentido a estos pasos: “Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”.
martes, 11 de agosto de 2009
MANTARRAYAS DE ORO
domingo, 28 de junio de 2009
lunes, 15 de junio de 2009
Presentación de Arcilla Roja, 13 de junio de 2009
jueves, 11 de junio de 2009
martes, 12 de mayo de 2009
martes, 28 de abril de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
Desde 1916
En 1916, Hermila Galindo envió una carta al Congreso Constituyente, en la cual expresó:
"Es de estricta justicia que la mujer tenga el voto en las elecciones de las autoridades, porque si ella tiene obligaciones con el grupo social, razonable es, que no carezca de derechos. Las leyes se aplican por igual a hombres y mujeres: la mujer paga contribuciones, la mujer, especialmente la independiente, ayuda a los gastos de la comunidad, obedece las disposiciones gubernativas y, por si acaso delinque, sufre las mismas penas que el hombre culpado. Así pues, para las obligaciones, la ley la considera igual que al hombre, solamente al tratarse de prerrogativas, la desconoce y no le concede ninguna de las que goza el varón".
La respuesta de los legisladores liberales que redactaron la Constitución de 1917 fue: "El hecho de que algunas mujeres excepcionales tengan las condiciones para ejercer satisfactoriamente los derechos políticos no funda la conclusión de que éstos deban concederse a la mujer como clase. La dificultad de hacer la selección autoriza la negativa".
Hasta 1953 las mujeres mexicanas comenzamos a votar y ser votadas.
"Es de estricta justicia que la mujer tenga el voto en las elecciones de las autoridades, porque si ella tiene obligaciones con el grupo social, razonable es, que no carezca de derechos. Las leyes se aplican por igual a hombres y mujeres: la mujer paga contribuciones, la mujer, especialmente la independiente, ayuda a los gastos de la comunidad, obedece las disposiciones gubernativas y, por si acaso delinque, sufre las mismas penas que el hombre culpado. Así pues, para las obligaciones, la ley la considera igual que al hombre, solamente al tratarse de prerrogativas, la desconoce y no le concede ninguna de las que goza el varón".
La respuesta de los legisladores liberales que redactaron la Constitución de 1917 fue: "El hecho de que algunas mujeres excepcionales tengan las condiciones para ejercer satisfactoriamente los derechos políticos no funda la conclusión de que éstos deban concederse a la mujer como clase. La dificultad de hacer la selección autoriza la negativa".
Hasta 1953 las mujeres mexicanas comenzamos a votar y ser votadas.
A más de un siglo de distancia:
"Delante del desequilibrio, la mujer perfecta será la que tomándose los derechos y los recursos que indebidamente se le niegan se levante de la inutilidad en que vegeta. ¿Qué necesita la mujer para llegar a esta perfección? Fuerza de voluntad, valor moral, amor a la instrucción y, sobre todo, amor a sí misma y a su sexo, para trabajar por él, para rescatarle de los últimos restos de esclavitud que por inercia conserva".
Laureana Wright
"La emancipación de la mujer por medio del estudio".
1905
Laureana Wright
"La emancipación de la mujer por medio del estudio".
1905
miércoles, 22 de abril de 2009
THE ROSE
Janis Joplin
Some say love, it is a river
That drowns the tender reed
Some say love, it is a razor
That leaves your soul to bleed
Some say love, it is a hunger
An endless, aching need
I say love, it is a flower
And you, it's only seed
It's the heart, afraid of breaking
That never learns to dance
It's the dream, afraid of waking
That never takes the chance
It's the one who won't be taken
Who cannot seem to give
And the soul afraid of dyin'
That never learns to live
When the night has been too lonely
And the road has been too long
And you think that love is only
For the lucky and the strong
Just remember, in the winter
Far beneath the bitter snows
Lie the seed, that with the sun's love
In the spring, becomes the rose
domingo, 19 de abril de 2009
lunes, 23 de marzo de 2009
En la presentación de Dos encendidos
lunes, 16 de marzo de 2009
viernes, 27 de febrero de 2009
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