martes, 26 de agosto de 2008
miércoles, 20 de agosto de 2008
jueves, 14 de agosto de 2008
María Vázquez Valdez
Las referencias y comentarios previos amedrentaban, que ni qué: aventarse a más de 30 saltos de agua con alturas de hasta doce metros; caer desde más de seis metros en la oscuridad a ríos subterráneos; deslizarse por toboganes naturales y cascadas de diferentes longitudes, hacer rapel de hasta 27 metros de altura.
Caminar, gatear, subir y bajar, arrastrarse, aventarse, nadar, lidiar con piedras chiquitas y grandotas, resbalosas o rugosas; disfrutar de un paisaje impresionante durante doce horas de recorrido, nadar metros y metros en la semi oscuridad de cuevas y ríos subterráneos, junto a estalagmitas y estalactitas antiguas, en paredes que se antojan ancestrales, sabias, beber el agua pura de veneros. El resultado: fascinante e inolvidable. Así podría resumir el camino que emprendimos en el Cañón de Matacanes el sábado 9 de agosto.
Para situarnos, este cañón está ubicado en Santiago Nuevo León, al norte de México y forma parte del Parque Nacional Cumbres de Monterrey. El sitio es conocido desde hace más de veinte años, y se supone (según algunas versiones) que su nombre se deriva de algunas formaciones de las cuevas que, como estalactitas, surgen de arriba de las cavidades y tienen enormes diámetros por los que caen grandes cantidades de agua. El sitio está protegido como patrimonio, y según nuestro guía Juan Carlos (padre), de Regioaventura, es uno de los más importantes en el mundo para practicar este tipo de cañonismo en particular, aparte de un cañón en Francia y otro en Costa Rica.
Pues bien, nos guiaron tres expertos: los dos Juan Carlos (padre e hijo) y Ángel, que se lucieron por su profesionalismo a la hora de llevarnos por el cañón, pues se conocen el sitio, sobre todo Juan Carlos grande, palmo a palmo (“cuidado, ahí debajo del agua hay una gran piedra”, “por allá hay un tronco hundido”, “camina por aquí”, “esquiva esa parte”). Lo más impresionante es que además de que nos guiaron e hicieron gala de clavados diestros, a Juan Carlos hijo le dio tiempo de hacernos una serie larguísima de fotos, algunas de las cuales incluyo aquí.
Entremos pues en materia de agua helada: el recorrido inició la madrugada del sábado 9, pues nos citaron a las 4.30 a.m. fuera de Monterrey. Llegamos unos minutos después de la hora, ya todos estaban listos, y emprendimos la salida, que pronto se volvió camino de terracería y trechos pedregosos que de vez en vez tundieron el chasis de la camioneta.
Todos al salir a la aventura
(Yo soy la única sin casco)
Aquí todos tras el segundo rapel
Y de ahí, a brincar y caer se ha dicho...
Jorge cayendo
Mi resbalón extraño por una de las bajadas
Uno de mis primeros brincos
Uno de los toboganes
Creo que Juan Carlos tenía razón: había empezado el verdadero Matacanes, y al llegar al final del río subterráneo, cuando salimos todos a la luz en una especie de nacimiento y en silencio, sentí que ese grupo heterogéneo que no se conocía se cohesionó de alguna manera.
Jorge, Luis y Ángel en el río Saliendo a la luz Los trece Avanzando
Pero a ver, expliquémonos: no es que me encante tirarme de las alturas a la menor oportunidad ni que ande buscando azoteas para brincar a lo Matrix, pero pensé que si saltaba diez metros, doce no me serían tan difíciles; además, uno de los compas me había dicho: lánzate, no sabes si volverás. Y entonces ya ni lo pensé, así que me lancé con los otros aventados. El resultado fue un poco doloroso, como se puede deducir de la foto que tomaron de mi avezado clavadito.
Aquí uno de los saltos de Juan Carlos
Qué tal esta caída
Mi caída en un tobogán
Jorge, y más abajo ya de salida por el río subterráneo
Fuimos saliendo poco a poco, cada vez brincando menos, cada vez nadando menos y caminando más, hasta que dejamos por fin el agua. Después vino una caminata de una hora aproximadamente y luego a cambiarse y prepararnos para emprender el regreso. Ya todos con ropa seca recuperamos identidades, nos reconocimos sin cascos ni chalecos iguales. Anduvimos cerca de una hora de regreso en el camino rudo de terracería hasta que llegamos a un restaurante sencillo a devorar algo de comida. Ahí nos dijo Juan Carlos que a veces le llegan varios tipos de grupos: pésimos, buenos, muy buenos y hasta excelentes. Le pregunté cómo era nuestro grupo, me dijo que era excelente, lo cual nos mandó a todos con satisfacciones incrementadas, sobre todo porque aparte de un tobillo torcido de uno de los compañeros (nada grave) volvimos sanos y salvos. Y después a despedirnos.
Llegamos temprano a casa de Luis, según nos dijo su hermano al día siguiente: pensaba que llegaríamos alrededor de las nueve en estado lamentable, y nos vio salir de su casa a las ocho ya bañados y contentos rumbo a la pantalla Imax de Monterrey para ver Batman, a la función de las diez, con sus saltos altísimos e impresionantes, pero nada entrañables comparados con los que ya llevábamos (y llevamos) entre la piel y la memoria.