El río subterráneo nos recibió con lo que llaman el Salto de la Fe: una caída en la oscuridad de varios metros. No estoy segura de cuántos, me parece que son más de seis pero no estoy segura. Lo cierto es que ahí no se ve nada, sólo el casco pequeñísimo del compañero que se lanza antes que uno, lo cual indica que el tamaño del brinco será considerable.
Saltar en la oscuridad puede parecer tan fácil como difícil. Entre mis compañeros escuché varias versiones: lo disfruté mucho, fue terrorífico, me fascinó, no sentí nada. En un principio creí que me sería difícil, pero no fue así. Por un lado el no ver me ayudó a no sentir miedo, y por otro confiaba en mi cuerpo: salté a la oscuridad y caí en blandito. Es uno de los saltos que más me gustaron, y creo que es cierto: es el salto de la fe en uno mismo.
Luego avanzamos en la oscuridad por el río subterráneo, impresionante por su majestuosidad antigua y una carga de misterio que sitúa la pequeñez humana frente a lo inefable. Algo así sentí hace un año exactamente en el Gran Cañón: una mezcla de agradecimiento y veneración –una pequeñez enaltecida.
Creo que Juan Carlos tenía razón: había empezado el verdadero Matacanes, y al llegar al final del río subterráneo, cuando salimos todos a la luz en una especie de nacimiento y en silencio, sentí que ese grupo heterogéneo que no se conocía se cohesionó de alguna manera.
Jorge, Luis y Ángel en el río Saliendo a la luz Los trece Avanzando
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